jueves, 31 de marzo de 2016

Buscando lo bueno, se pierde lo mejor.





  Hace no mucho tiempo, en un lugar que, a decir verdad, era bastante sencillo pero a su vez misterioso, vivía un caballero andante. Un varón inquieto por dentro y algo sereno -no tanto- por fuera. Aquel hombre trataba de ser honrado, viril, valeroso; quería ser, en definitiva, un HOMBRE. Habían días en que subía a su alazán, y cabalgaba, tratando de tocar, de poseer, de poder acariciar con sus míseras manos, el horizonte. Algo absurdo, pensarán ustedes. Sin embargo, había algo especial en esa búsqueda. Aquel caballero se iba a dormir, y al despuntar el alba, renacía su esperanza, la de poder abarcar con sus brazos esa línea interminable, o como diría un gran amigo: "inalcanzable".
  
  Ahora entenderán cuando dije que este caballero tenía en su interior una gran intranquilidad y que por fuera no se mantenía tan pasivo. Dirán ustedes: "que hombre tan loco y necio, tan ciego, tan iluso". Mas, deben comprender que él tenía un ideal. Un ideal fijo, y cuando un hombre tiene eso, no hay quien lo pare. Con un ideal, al hombre le brota por la piel el fervor, la emoción, la aventura. Es como un elefante enfadado con los ojos vendados -en este caso, por su propio egoísmo, por su ego-. Quería saciar su sed él mismo por medio del horizonte.
  
  Todos los días eran iguales, intentar alcanzarlo. Algunas veces el techo de aquella misteriosa línea lo colmaba de luz; gentileza de su gran amigo el sol. En esos momentos, el caballero pensaba ilusionado que llegaría el momento de poder abrazar el deseado horizonte, pero siempre terminaba igual: desilusionado por no poder saciar su sed. Una mañana -muy distinta a todas las demás- este caballero se preparaba para salir a buscar ese horizonte. A lo lejos se ve imposible, a medida que se acercaba se daba cuenta de que era muy voluble, "qual piuma al vento". Esa misma mañana aquel hombre decidió hacer su última excursión, porque estaba desilusionado y agobiado por esa angustia de no alcanzar el horizonte que carcomía su alma. Antes de emprender viaje, alzó sus ojos al cielo y exclamó: -¡Oh, Altísimo, aparta de mí este peso, pero si me lleva a tu Amor, que se cumpla Tu Voluntad, Señor! Y así partió aquel peregrino, una última vez en busca de saciar su sed. El sol todavía no se quitaba el velo, los pájaros aún dormían y sólo se escuchaba el fluir del río. A medida que cabalgaba, se iba asomando el sol, el cual perjudicaba su visión, pues es imposible estar cerca del fuego y no calentarse. Llegó un momento en que la luz del sol le daba de frente y aquel caballero no podía ver nada, hasta tal punto que se topó con la rama de un árbol y cayó. Así permaneció durante un buen tiempo, inconsciente, tendido en el suelo. Al despertar se preguntó: -¿Dónde estoy?¿Dónde está mi caballo? No puedo recordar nada. La respuesta que escuchó fue un silencio enorme… No sabía para dónde ir ni qué pensar. Se sentía triste y decepcionado. Sólo y “abandonado”, volvió a su hogar, donde vivía su esposa e hijos.

  A lo largo del relato nunca mencioné a su familia pero deben saber que sus seres queridos sufrieron mucho por él a causa de su egoísmo. Pues aquel caballero se había olvidado de su esposa, su fiel compañera, por ese loco afán de alcanzar el ingrato horizonte. No había tenido gestos para con ella ni con sus hijos.
  
  Es así que, al volver a su morada, comprendió que se había olvidado de su familia. Pero ellos lo recibieron con los brazos bien abiertos. Por eso se dió cuenta de que a veces, por buscar lo bueno, se pierde lo mejor. Sin embargo, este caballero no perdió lo mejor que tenía gracias a Dios.





Don Calixto Medina.-

martes, 22 de marzo de 2016

Volver por Mendoza.




  Era necesario que Don Hilario de Jesús saliera de su agujero hobbit y se dirigiera al centro -o como él lo llamaba: "Mordor"- a hacer unos trámites para descubrir dónde vivía. En efecto, sabemos que el barrio de Hilario se llamaba Liquidambar, pero no sabemos el nombre de su ciudad natal. Y sí, nos referimos a la dulce Mendoza, tierra de poetas y cantores. Tierra donde se besan sol y uva con mágica destreza. Tierra de inigualables montañas, bellas todas ellas. Tierra de árboles vigorosos y verdes, pero de un verde singular que hechiza los ojos. Tierra de aires tibios o frescos pero siempre henchidos de un poder sanador único, extraño a otras latitudes. En fin, tierra con un paisaje fascinador y fascinante, en cuyo seno habitan personas cálidas y serenas.

  Decíamos que el viejo Hilario -recordad desmemoriados gallardos que el mote "viejo" no se debe a la edad sino a otras causas ya mentadas en este vergel- descubrió a Mendoza una mañana, cualquiera. El sol ese día estaba sonriente pues era Febrero, mes de encantos mendocinos. El viento era suave, y hasta podríamos afirmar que tierno, ya que te envolvía en sus besos invisibles llenándote el corazón de música y de ilusión. La verdad que fue toda una paradoja para Hilario. ¿Cómo podía ser posible que en Mordor se pudiera respirar con la frente en alto mirando las copas de los pinos del parque? ¡Qué desconcierto para el hogareño de Jesús que siempre refunfuñó a la hora de hacer tortuosos trámites sublunares! Pero allí estaba él, atravesando aquella plaza Chile tan encantadora, con un paso calmo y seguro. Seguro a pesar de que flotaba en lindos pensamientos. Tal vez esto no hubiese sido posible si su compañera fiel, Peque, no lo hubiera acompañado con su humo aromático y ensoñador

  Fumaba y contemplaba los detalles de su Mendoza con mucha emoción, como si nunca hubiese pasado por aquella calle, o atravesado aquella vereda, o mirado aquel edificio o aquella casa. Todo fue nuevo, original. Y acá es cuando se asoma un conflicto demasiado frecuente entre los mortales que se desprende de aquel sabio dicho 《La costumbre engendra desprecio》. Ese conflicto es curioso porque parece fácil de resolver más no lo es así. Muchos se despiden de su hogar sin haberle agradecido al Tata por el techo que los cobijaba. Muchos se van despreocupados del espacio terrenal que los moldeó, de la patria que los amparó. Y contrariamente, pocos, poquísimos exploradores de esta dulce Mendoza han logrado dar con la solución. ¿Cómo es posible que haya personas que se han recorrido el globo terráqueo buscando un lugar agradable donde vivir, terminen acampando en Mendoza por su hermosura sin igual -un caso cercano a nosotros es el del padre de Jens que, partiendo desde Chile hacia el Oeste, se dio la vuelta al mundo hasta dar con la ciudad vecina y clavar aquí su bandera belga-, mientras que los mendocinos siguen distraídos de sus riquezas y sus maravillas? ¿Tanto cuesta asombrarse de la belleza de Mendoza y cantarla como lo hizo Hilario Cuadros, o como lo hace Jorge Sosa con su ocurrente pluma?

  Al parecer cuesta porque el ritmo vertiginoso de los días no te deja demorarte en la grandiosa fuente de los Continentes o en los portones gloriosos del parque o en el rosedal romántico del lago o en la cumbre magnífica del cerro Arco. No te permiten innumerables distracciones,  más la negra negligencia propia, observar detenidamente, desde el corazón de la graciosa plaza Independicia, la cordillera de los Andes. Simplemente por dar coordenadas conocidas y quedándonos en el micro centro. Sin duda, podríamos colgar miles de entradas, aventurándonos por el Valle de Uco, por Uspallata o por San Rafael. Pero si se es un detective salvaje o un miniturista callejero, probablemente se puedan hacer hallazgos deslumbrantes y hasta más interesantes. Sitios sencillos y elegantes. Rincones mágicos. Es más, uno podrá hacer de dichos lugares, hitos de peregrinación poética. Me explico, Ud., gallardo caminante y enamorado, podrá grabar en su mente y en su pecho, itinerarios míticos donde sabe que las Musas siempre lo visitarán. Entonces cada vez que tenga que patear por callejuelas atestadas de Orcos, podrá tener este sencillo pero eficiente recurso de visitar "sus" hitos y de caminar por "sus" sendas, recordando días más felices entre Hadas -como el día en que Don Hilario descubrió Mendoza, sin testigos, sin sus perros, pero con su pipa y sus tabacos-.

  El infierno no son los otros, estúpido Sartre,  sino uno mismo. Mordor no está en el centro, aunque haya veces que a uno le parezca estar viendo un Orco con una botella en una mano cargada de espumas venenosas y un limpiacristales siniestro en la otra, sino que está en uno mismo, en su visor, en su lente. Debe, pues, desempeñarlo con esmero y cuidado, activando aires tibios de asombro e infancia que permitan descubrir Mendoza en toda su magnificencia y galanura. Y junto a Mendoza, descubrir a las mendocinas, ¡qué va! Por tanto, ¿para qué acudir a prosaicos licenciados en turismo, que con sus piercings y sus disfraces ridículos, intentan decir algo de nuestra amada Mendoza? Uno debería estremecerse al hablar de Mendoza. Decirla, cantarla pero con gusto, pasión y algo de conocimiento.

  No exagero si digo que Hilario, antes de tomarse el colectivo de vuelta que va para el barrio Liquidambar, dio un suspiro inflado de nostalgia al pensar que tendría que dejar su dulce Mendoza por un largo tiempo. Pero esa historia no será relatada en este momento. 



Don Hilario de Jesús +