jueves, 30 de noviembre de 2017

La despedida de Don Hilario de Jesús (1ra. Parte).




Siempre había sospechado que la juventud que había abrazado con tanta pasión sería como una frágil y bella flor que debía de consumirse antes de tiempo. Eso intuía sin saber muy bien de qué se trataba. Ese recóndito pero poderoso deseo de plena satisfacción del corazón le auguraba un muerte próxima. La plenitud que fuertemente lo atraía le señalaba un fallecimiento prematuro. Una tumba sin rostro se le aparecía en sueños. Los verdugos se apostaban en los umbrales de todas sus duermevelas. Ecos de un Requiem resonaban en los rincones de su cuarto y la letra rumoreaba "no abraces así la vida, muchacho, pues tu destino está fijado: vida te dejará y tu juventud se marchitará..."

Esto que Don Hilario había experimentado tiempo ha se fue cristalizando al paso de sus años mozos. La inquietud de saberse un extranjero en el siglo fugitivo iba cobrando expresión al cabo del tiempo. Esta profunda insatisfacción fue tornándose cada más intensa que ya se parecía más a aquella sed lacerante que experimentan los que andan perdidos por las arenas del desierto. Es que no era este desierto del mundo el que lo iba a calmar de su insatisfecha sed; sino, antes bien, era aquel otro Desierto el que lo había cautivado en su más profunda esencia. "Cuánta utilidad y gozo divinos aportan la soledad y el silencio del Desierto a sus enamorados, sólo lo saben aquellos que lo han saboreado". Eran dos los desiertos que al adolescente Hilario se le presentaban para su elección (elección que por cierto sabía irrevocable). Del desierto pasajero de un mundo sin Dios ya nada le llenaba, ni siquiera los lícitos placeres terrenales que tanto disfrutaba podían colmarle. Había probado más de una vez la manzana terrena pero volvía a tener hambre luego de haberla gustado, como la sedienta Samaritana junto al pozo de Jacob que anhelaba beber una agua que apagara por siempre su sed. La amargura contenida en este yermo -"tierra baldía"- lo llevó a Hilario a concentrarse en otro Yermo...



Y así, "sólo la sed lo alumbró, aunque era de noche". Dejándose guiar por la santa nostalgia y haciéndose semejante a un parvulito, fue que se aproximaba cada vez más a las riberas de esa Estepa Dorada, donde "los hombres ardientes pueden, siempre que lo desean, entrar y permanecer en su interior; hacer germinar vigorosamente las virtudes y alimentarse con fruición de los frutos del paraíso". Estos manjares del Edén eran los que sólo complacían a Hilario. Pudo comprobar que en ese universo mundo, oculto para él durante largo tiempo, la vida no era constreñida por brazos llenos de vitalidad, sino, por el contrario, uno era el que quedaba como absorbido por una nueva Vida llena de fascinación y encanto. Vida nueva en un mundo nuevo sin fronteras donde la ley era la libertad en el amor y en la verdad. Donde el Espíritu que todo lo vivifica y renueva, hacía estallar el alma de alegrías y mágicos sabores. ¡Qué lejos el espíritu maloliento de aquel gélido y putrefacto desierto donde la ley es el odio y su efigie es la malicia!

Así las cosas, luego de haber andado un camino sinuoso aunque romántico, Don Hilario de Jesús decidía marcharse a un Monasterio lejano. La hora había llegado. Aquel que se hacía llamar "El Viejo" partía a la montaña nevada -a los "Lugares Altos"- para no volver jamás a su patria, a su barrio Liquidámbar. Tal vez este su apodo fuera por lo antedicho al inicio: los viejos son los prontos a morir, los amigos de la muerte. E Hilario sabía que su partida era como un morir viviendo; que el sabor de aquella huida era similar al último expirar. Mas no había otro remedio. La decisión ya había sido tomado con firme resolución, pues claro había sido el Señor en su llamar hiriente. Quedaba sólo la dulce espera y el último adiós a sus seres tan queridos, que quizás ya algo sospechaban de la inminente fuga del De Jesús...


jueves, 23 de noviembre de 2017

Don Romualdo y los amigos

Vagué por la Argentina, desolado ante la partida definitiva del Hidalgo Manchego y su fiel escudero Sancho. Volvieron a su patria, y es que la tierra llama. Lo mismo hice yo. Y allí que estaba, recorriendo los rincones más recónditos de la Patria, por conocerla mejor.

Estando en la Pampa, conocí un guitarrero cantor, un aguerrido poeta. Don Romualdo se llamaba el señor, y vi en él un fulgor en su mirada y un furor en su ímpetu tal, que intuí sería inspiración para mis relatos. Pero necesitaba conocerlo mejor, así que pedí al párroco de la zona alojamiento en su casa por un tiempo. El Padre Luis era un gauchazo ensotanado, sin problemas me permitió compartir la casa parroquial con él por algún tiempo.

Tras haberme instalado bien, pasados unos días volví a visitar a don Romualdo.

-¿¡Cómo anda don Romualdo!? –grité yo desde lo lejos acercándome donde él ordeñaba las vacas por segunda vez en el día.

-¡Don Pelayo! ¿Cómo usted por aquí? –me dijo soltando la ubre de la vaca para venir a mi encuentro.

Así es, Pelayo me pusieron mis padres cuando chico, y así me llamo ante Dios. Se acabó el llamarme Emigrante, pues ya volví, y mi nostalgia se tornó en gozo y ganas de a la Patria servir.

-Venía a ayudarle en lo que fuera menester, compadre. Ya sabe que si necesita un par de brazos, tiene los míos, dispuestos a servirle –le dije yo, contento por la idea de trabajar la tierra y el ganado.

-Fíjese lo qu’es la Providencia, que justo iba a ponerme a hacer un asado, y ando necesitando una boca más, porque no v’ia poder terminarme tuita la carne yo solito.

Reímos los dos un rato y terminamos de ordeñar las vacas que faltaban. Inmediatamente nos pusimos con el asado, fue costillar la pieza elegida y algunos chinchulines. Sacó mientras tanto don Romualdo un queso curado y una botella de buen vino. Y charlando estuvimos un buen rato, hasta que don Romualdo cambió de tema:

-Me dijo usted el otro día que sabe historias dignas de contar, ¿por qué no se cuenta alguna compadre? Que ya está dispuesta el alma después de esta botella de vino –dijo, ansioso por escuchar alguna historia.

Vivía solo don Romualdo, era un hombre curtido por el silencio y la soledad. No quería decepcionarlo con ninguna historia fútil, pues si no mejor era no hablar. Así que le dije:

-Como guste compadre, pero antes présteme una guitarra, que necesito invocar a los santos con una bella poesía del Martín Fierro, no vaya a desmemoriarme en el camino y no tenga sentido la historia.

Me pasó la guitarra, y comencé a cantar el inicio del Martín Fierro, pidiendo a los santos del cielo que alumbraran mi pensamiento y que me refrescaran la memoria en ese momento en que iba a contar mi historia, y aclararan mi entendimiento.

--------------Continuará…-----------------

Don Pelayo

miércoles, 8 de noviembre de 2017

La Gallina Mentirosa

Después de haber creado Dios todas las cosas, paseaba la gallina con el pavo, y éste decía:

-¿Sabe que puedo abrir la cola como un abanico? Así engatuso a las pavas, con mi cola tan colorida y vistosa.

La gallina, que no quería ser menos, viendo que no tenía una destreza peculiar, dijo:

-Qué bien, señor Pavo, me alegro por usted. Mi habilidad especial es saber volar, y volar muy alto.

El pavo, entristecido porque la habilidad de la gallina era mejor, se marchó con la cola gacha.

Esto iba diciendo de sí la gallina al resto de animales, y se iba ganando fama entre ellos, y ella estaba henchida de orgullo y satisfacción, y convencida de su habilidad. Hasta que un día, hablando con ella el pájaro carpintero, decía éste último:

-¿Sabe que poseo la destreza de esculpir con mi pico un nido en el interior de un árbol? Así mis crías están protegidas de toda acechanza.

A lo que respondió la afamada gallina:

-Me alegro por usted, señor Pájaro Carpintero, mas ya sabrá usted que mi habilidad especial es volar bien alto, más que las águilas.

-¡No me diga! –respondió el carpintero emocionado- Justo la semana que viene hay una exhibición de aves, en el acantilado norte, cerca de aquí, ¿por qué no se inscribe?

La gallina, completamente segura de sí misma y de su habilidad, respondió contenta:

-¡Por supuesto!, allí nos veremos.

Y allí que se presentó la semana siguiente. Había gran multitud de pájaros, de todos los tamaños y colores. Y, uno a uno, se colocaban en el borde del acantilado y saltaban para comenzar a volar, y hacían toda clase de piruetas y acrobacias, cada cual mejor que el anterior.

Y le llegó el turno a la afamada gallina, y todos contemplaban expectantes su caminata hacia el borde del acantilado. Ella, convencida de su habilidad, se paró en el borde y pegó un salto. Pero por más que agitaba las alas no conseguía volar, y cayó en picado en el mar, y se ahogó en él.

Y es que:


“El que mienta, que tenga memoria, no vaya a acabar creyéndose su mentira”



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E.N.