sábado, 18 de enero de 2020

De farra en farra (capítulo segundo)



2. La agradable compañía

Ahí estaba, tirado en la cama sin poder dormir. Siempre caía en profundo sueño cuando se trataba de la siesta. Pero no hoy. Hoy no podía pegar ojo. Seguía cavilando sobre la noche anterior. Se levantó, entonces, y se encaminó, dando un rodeo, hacia la tranquera.

Ahí se sentó, todavía estaban mate y termo tirados. La vista era ciertamente agradable. El sol se filtraba entre los brazos del sauce haciendo de su interior un lugar mágico. El olor a pasto seco que la tierra desprendía a la hora sexta era de las cosas que más placía a Don Pelayo. Sólo acontecía en las tardes de verano. Sentía la calidez del suelo en la planta de sus pies. Las chicharras discutían acaloradamente entre sí. Céfiro, por su parte, tomaba agüita del arroyo a escasos metros de Don Pelayo, inmediatamente fuera del cobijo del buen sauce.

Terminó de armar el cigarro y lo prendió. La primera pitada era la mejor. Retuvo el humo en su interior, cerrando los ojos, disfrutando del ambiente. Lentamente lo soltaba y veía las extrañas formas que adoptaba en el aire.

‒¿Fumando? Te vas a destrozar los pulmones –dijo su caballo Céfiro.

‒¡Increíble! ¡Lo sabía! ¡Es que lo sabía! –gritó Pelayo‒. Ni dos pitadas pude dar y ya estás otra vez con lo mismo. Ya sé que no te gusta, pero no hace falta que cada vez que prenda un cigarro me arruines el momento. Ya hablamos de esto, ¡basta de molestarme cuando fumo!

‒¡Eeeh! ¿Estamos alterados hoy? Está bien, ya no te digo más nada ‒relinchó medio molesto Céfiro.

‒No, es que ya cansa. Siempre lo mismo, día tras día, cigarro tras cigarro. Déjame morir como quiera, che, poco a poco o de una vez. Este mundo se va al carajo, y hacerme el harakiri sería muy violento, además que sería pecado. Si voy haciéndolo así, pasa desapercibido ‒comentaba entre risas mientras tosía por haberse atragantado‒. Lo único que me queda es redactar la carta de despedida y ya estaría todo listo.

‒Sigue haciendo chistes con eso todo lo que quieras, pero sabes que tengo razón.

‒Bueno, déjame disfrutar, quedémonos en silencio un rato.


El castor había tejido un laborioso embalse en el arroyito; y el arroyito, al llegar al embalse, se ralentizaba para contemplar detenidamente la obra del castor. Era en ese pequeño remanso de quietud líquida que, sentada en la orilla, los observaba Krathis con rubor, la náyade que le daba nombre al arroyo. Rara vez se dejaba ver, pero esa mañana había escuchado las cavilaciones de Pelayo y venía en su ayuda.

‒¡Pssst! Está Krathis ‒le susurró Céfiro a su amigo mientas le tocaba con el hocico el hombro.

Inconscientemente tiró Pelayo el cigarro al piso y se giró nervioso buscando con la vista a su preciada náyade. Y allí se alzaba, delicadamente formidable, magníficamente discreta la dueña de las aguas dulces. Un largo, blanco y fino peplo cubría su femenino cuerpo, y una cerúlea cinta abrazaba su fina cintura. Una frágil flor de cristal recogía su pelo por la derecha, y por la izquierda caía libre y dorado en pequeña cascada. El azul intenso y profundo de sus ojos era lo que ruborizaba a Pelayo, no podía sostenerle la inocente y virgen mirada. El vigoroso personaje nuestro se sentía vulnerable ante la grácil presencia de Krathis que yacía sentada al otro lado de la orilla.

Se asomó Pelayo entre las ramas de su amigo el sauce observando detenidamente, queriendo memorizar cada detalle, cada suspiro, cada movimiento de aquella ninfa.

‒Acércate, no tengas miedo…‒murmuró Krathis.

‒Perdón…‒atinó a decir Pelayo mientras se acercaba a la orilla.

«¿¡Perdón!?» se decía a sí mismo, «Seré torpe…».

‒Quiero decir que es un gusto verla, que me gusta estar con usted. No que me guste usted… Bueno, no quiero decir tampoco que no me guste, porque claro está que es usted sublime y hoy está exquisita… Como el resto de días, claro, nunca está usted fea sino todo lo contrario. Lo que quiero decir es que…

‒Pelayo, siéntate en la orilla, quisiera hablar contigo.

‒Sí, señora.

Se arremangó hasta media canilla los pantalones para introducir los pies en el agua y se sentó. Céfiro se recostó a la derecha de su amigo, aunque un poco más atrás. Al equino también le fascinaba aquella elegante ninfa de dulces aguas. Ambos dos estaban embelesados y esperaban que las palabras saliesen de aquellos rosados labios para poder escuchar y retener el dulce timbre de su voz.

martes, 14 de enero de 2020

De farra en farra (capítulo primero)


1. El despertar del letargo

El sol ya quemaba la cara de Don Pelayo, era ya pasado el mediodía. Ya tocaba levantarse, aunque desde luego podía dormir cuatro horas más y hasta un día si no sintiese remordimientos por hacerlo. Así que se levantó. Y fue tan terrible el dolor de cabeza que tenía, que casi perdió el equilibrio. Pero se mantuvo.

Se vistió como pudo y fue a lavarse la cara con agua bien fría. Tardó sus tres minutos en enjuagarse la faz, apoyado en el lavabo, dejando correr el agua de la canilla, casi sin capacidad de reaccionar. Se secó a duras penas porque sus brazos vagamente le respondían. Fue a desayunar algo, pero lo cierto es que no podía ni tomar agua. Tenía el gaznate como comprimido, a duras penas podía tragar, y mucho menos agua. Un ardor muy fuerte le revolvía el estómago, así que tomo un poco de leche tibia para intentar poner solución a aquello. Seguía mareado, y los sentidos estaban como embotados, como disminuidos en su capacidad. Se sentía un auténtico torpe. Pasó su santa madre por allí diciendo con tono pícaro:

-¿Qué tal anoche, Pelayo…?

«¿¡Qué tal anoche!?» pensó. No alcanzaba a recordar mucho y, tal y como estaba, tampoco quería esforzase.

Al fin se armó de valor para poner agua a calentar en la tetera y preparar un mate. Caminando despacito, termo bajo el ala y mate en mano, salió de la casa para pasear por la estancia. Fue a dar en la tranquera, su lugar favorito para pensar. Así estaba: sentado a la sombra del triste sauce, con el murmullo lejano del arroyito que por su finca pasaba. Se veía reflejado en la melancolía de su amigo el sauce. Sentía como que el árbol entendía sus penares, y él los suyos. Además, pastaba a unos metros su corralero Céfiro, ese caballo fiel, color gris tenue con crines bien renegridas. Tenía confianza con él, y a veces le develaba sus más hondos pensamientos.


Estaba inquieto por reconstruir la completa noche que había pasado con sus amigos. Quería recordar. Dispúsose, entonces, Don Pelayo a cebar un mate y, clamando en alta voz, dijo:

-¡Oh, Musa de las Musas, yo te invoco! Eres la Musa de los desvelos, auxilio del que estudia, concordia de los amigos. Tú que habitas entre las yerbas del campo, que te escondes del Olimpo para vivir tranquila, entre tranquilos hombres, con tranquilas aspiraciones; tú que arrojas lucidez sobre el entendimiento del que te invoca, permíteme recordar lo que aconteció anoche, ¡oh Musa Matígona!

Y en el acto le pegó un sorbido profundo al mate que tenía cebado. Y la Musa empezó a alumbrar.

Se habían juntado los compadres la tarde anterior a jugar al truco, habían comprado carne en abundancia por si caía algún invitado sorpresa. Ya era la tercera vez en esa semana que se reunían sin más objeto que festejar. ¿Festejar qué? Diría que la amistad. Y también era la tercera semana que se reunían tres veces, y el tercer mes que se reunían tres semanas. Y esto, desde hacía tres años.

El vino no faltó. Diría que sobró, pero no lo sé a ciencia cierta, creo que lo terminaron todo. Hubo comilona, guitarreada, recitados y peleas, lo de siempre. Esta vez se habían propuesto llegar a tocar cien cuecas para probar su memoria y conocimiento de la música tradicional argentina. Lo pasaron francamente bien. Bebieron, chuparon y se mamaron hasta que salió el sol, momento en que usualmente tenían pactado disolver el festejo, así podían decir (sin mentir) a los preguntones indiscretos que habían terminado temprano la farra. No fallaba. Siempre el mismo proceder. Y estaban contentos de poderse mirar a los ojos y decirse que habían combatido hombro con hombro en mil farras. ¡Pero la frase es en batallas, no en farras! No importa.

Estaba satisfecho, había logrado reconstruir la práctica totalidad de la noche anterior, con la ayuda, claro está, de la Musa Matígona. Pero esta Musa es conocida por no dar puntada sin hilo, por eso a algunos les resulta amarga. Ésos intentan edulcorarla para quedarse con la puntada y desechar el hilo.

Don Pelayo la aceptaba tal cual era, así que después de iluminarle la memoria, le iluminó el juicio, aunque esto no fue tan satisfactorio. De repente, una sombra cubrió su frente, y un pesar su corazón. Sentía la mirada grave del buen Céfiro, y la rigidez plomiza de las ramas de su amigo el sauce. Hasta el arroyo dejó de murmurar. ¿Qué le inquietaba de la noche anterior? ¡Si todo había estado bien! Las conversaciones, sanas; los amigos, fieles; la música, tradicional. ¿Qué le remordía? La brisa incluso dejó de soplar, como esperando a que Don Pelayo se diera cuenta de una vez para poder ella seguir su trayecto.

-¡Me voy a comer! –gritó enojado sin poder soportar la tensión del ambiente.

-Ya después nos vemos –murmuró tirando el termo y mate al pasto mientras corría buscando refugio en su casa.

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E.N.

sábado, 11 de enero de 2020

Soneto marino.

El consuelo del mar.

Por Teonóstos.

Fui yo quien, en la noche tan oscura,
oh, Ponto, en tus acompasadas undas,
oh, Piélago, en tus aguas muy profundas,
quise encontrar consuelo a la amargura.

No hallé al primer momento en tu espesura,
ni en las pesadas olas en que abundas,
más que ese frío horror con que circundas 
la fértil tierra plena de hermosura.

De pronto, empero, te mudó un fulgor: 
Mi negro mar, entero te alboreas,
y en un instante envuelves todo en oro.

Que lumbre se haya vuelto tu terror,
y, sin querer, de luz espejo seas,
reaviva en mí la sed de lo que añoro. 



jueves, 9 de enero de 2020

"Vacare Deo"

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"Para los amigos de este mundo no hay nada más trabajoso que no trabajar."
San Agustín

"Aquí nos acucia un descanso muy ocupado y nos inmovilizamos en una tranquila actividad."
San Bruno


Y llegaron las vacaciones... ¡Por fin! ¿Pero de qué (o de quién)? Del trabajo y de los deberes habituales. Eso está muy bien y así tiene que ser. ¿Pero hay más? Es decir, hay un descanso necesario y merecido por la labor bien hecha durante un año corriente, pero este concepto lo maneja también la gente del mundo. Mas, como suele ocurrir y también es bueno que así suceda, para el cristiano hay un significado más hondo de lo que son las vacaciones, o sencillamente otro significado. Veamos…

Antiguamente para los judíos el famoso “Sabbat” significaba un descanso para vacar de todo trabajo y también, para vacar en Dios, para Dios. Que mundanos y cristianos entendamos y compartamos el primer sentido de la rica palabra “vacar”, resulta evidente. Sin embargo, hilando más fino, no es fácilmente comprobable que el cristiano actual se destaque por vivir este segundo sentido del término “vacar”, tan caro para los judíos de antaño -y para cristianos que vivían en una sociedad donde reinaba Cristo.

Es un hecho, entre cristianos que quieren progresar en la vida espiritual, que haya cierta inquietud cuando se está acabando el año y se estén acercando las vacaciones. Esta inquietud consiste en “dejarse estar” en lo que respecta a la religión.  Esto es porque, sobre todo los jóvenes, saben muy bien que las vacaciones son un tiempo especial para el placer -sin coto, a veces. Sí, para darse el lujo de ciertas licencias que en el trajín de las obligaciones cotidianas hay más dificultad de que se den. Ciertamente el trabajo o el deber, cualquiera que sea, exigen orden y disciplina que ayudan y sirven para cumplir los deberes religiosos. Cuando esta estructura o esta dinámica de la jornada laboral no existe, o existe pero en menor grado de intensidad y de extensión, comienza a agrandarse el “hombre viejo” y a achicarse el “hombre nuevo”, el interior. Si esto ocurre -¡y ocurre, lamentablemente!-, cabe una posibilidad alarmante digna de atender. Y es la siguiente:

Las vacaciones son una piedra de toque, indudablemente, para examinar nuestra relación con Dios, especialmente con Jesús. Si entra en crisis fácil y rápidamente el cumplimiento de mis deberes para con Él y su Iglesia, evidentemente hay algo que no funciona bien. ¡Atención! No se trata de que se vaya a aflojar en el cultivo y cuidado de la virtud solamente. Puede que esto pase, pero no es lo más importante aunque tenga su gravedad. Lo realmente peligroso es que uno, terriblemente, se olvide de Dios. Esto no suele ser fácil de captar, de percibir. Existe como una cierta atmósfera soporífera que lleva a la inercia y a la desidia. Es sutil el aire vacacional -el veraniego, claro está. El verano tiene otras connotaciones, además de ser el tiempo privilegiado para vacacionar, que son el calor apabullante que debilita subrepticiamente las fuerzas del espíritu. No suele ser un aliado esta estación para la vida de oración y para la liturgia. El estío atenta contra el orante.

Acaso este fenómeno del descuido -u olvido- de la cosas divinas se deba a que inconscientemente se considere estas cosas como un deber más a realizar en el tráfago de los quehaceres diarios. O sea -a modo de ejemplo-, tengo que atender los asuntos de mi empresa o de la facultad, tengo que hacer fútbol o tenis, tengo que estar un rato en casa, tengo que salir con mis colegas o amigos, tengo que acompañar a mi mujer o a mi novia, tengo que leer algo informativo, tengo que respirar un poco, tengo que recrearme en algún hobby… y, además, tengo que rezar o ir a misa. Sí, soy oficinista o estudiante, soy hijo, hermano, novio o esposo, soy futbolista, soy paseador, soy civil, y… -¡ah, casi lo olvidaba! soy cristiano también. Por supuesto que todo esto descrito así parece espantar por su crudeza y ni bien se lee esta descripción se toma distancia como si esta realidad estuviera lejos, muy lejos, de lo que yo soy y vivo y hago.

No obstante, ¡pasa! No me doy cuenta, claro. No me expreso así y no creo ser… eso, ese tipo de creyente. Pero la verdad, dura y pura, es que en la práctica pasa. Y pasa con frecuencia, en muchas vacaciones. Es difícil, por nuestra común mediocridad -al menos, me refiero a la mía- mantenerse alerta, atento, despierto a todas las exigencias de la vida cristiana durante las vacaciones. Al revés de ser un tiempo de enfriamiento en mi relación con el Señor, debería ser el tiempo ideal, propicio para avanzar en dicha relación, para concentrarme aún más en su Palabra, en su Sacrificio, en su Virtud y en su Amor. Para permanecer, en suma, junto a Él, sin ninguna -o muy pocas- solicitación que me distraiga en dicho ejercicio o intervenga en este cristiano vacar; en este preciosísimo y olvidado vacare Deo. Teniendo esto presente, meditándolo, procurando vivirlo mientras el fugaz -y por momentos, interminable- tiempo de las vacaciones va pasando es clave para mantenerse con la guardia alta y vivir profunda y provechosamente las vacaciones. Solo así le damos un sentido -o mejor dicho, le devolvemos su sentido- a las vacaciones.

Me parece que no hay medias tintas en este planteo, en este tiempo de vacar. O se viven unas vacaciones cristianas, o se disfrutan de unas vacaciones paganas. O se vale de gran parte del verano para crecer en oración y en virtudes, o… se retroceden varios casilleros. Si acontece, por gracia del Altísimo, lo primero: hay esperanza para un año de mayor amor a Dios y de mayor compromiso apostólico. Pero si se da la segunda opción -¡Dios no lo permita!-, es poco prometedor según la Fe el año ya iniciado.

¡Que se escandalicen los hombres serios del siglo porque dicen que vivo de vacaciones!

¡Yo más me preocuparé y sufriré por la infidelidad a este enjundioso y necesarísimo vacar para y en Dios, Nuestro Señor!

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María de Betania, ruega por nosotros en estas vacaciones. Amén.

jueves, 2 de enero de 2020

Paz y un 2020.

DIA VI

El año pasa… el mar queda.
El año se va -se fue- pero el mar permanece.
El año 2019 no existe más mientras que el mar continúa como ajeno a las efemérides, de tan antiguo.

Y yo lo contemplo, y aprendo de su indiferencia ante el tiempo. El mar se burla del Cronos, o pareciera hacerlo. Inmutable como es, no lo alteran los cambios de años. No sabe de fuegos de artificio, de brindis con champán, de augurios sentimentales, de regalos con fecha de vencimiento. Él sigue allí, inconmovible, al margen de las hueras fiestas civiles de los hombres...
Pero yo soy un hombre, no un mar. No puedo -pretenderlo sería vano- sustraerme a este tipo de acontecimientos. Un año es un año, y hay que dar gracias por haberlo vivido -con sus desgracias- y quedar expectante al siguiente -con ilusión-...

Sin embargo.

Yo busco el mar entre el clamor de la celebración humana. Se aceptan los buenos deseos -no hacerlo sería descortés-, pero yo quiero que el mar me diga algo para esta fecha. Procuro y hasta ruego sus deseos, sus noticias. Por eso lo observo, largamente, esperando una señal. No un hueco “feliz año”. ¡No! El mar sabe -se lo he confesado- cuál es mi felicidad. Sospecho que lo sabe; al menos supongo que no errará al comunicarme una buena nueva, un saludo para este tránsito anual.

Y entonces…

¡La paz! Eso me muestra y me regala. La paz marina. Paz de aguas abiertas, paz de aguas profundas. Ese clamor incesante de las aguas salinas ondeando calmosamente. Ese horizonte amplio, tan amplio, que manifiesta una serenidad inalcanzable.

¡Oh apacible mar, que me pones melancólico, tráeme tu paz que la preciso!

Este mundo maquillado de paz me empuja hacia ti, que tienes un rostro poco pacífico. Pero yo sé que tu paz es distinta; es real y verdadera; es fiel. Tanto que aún en medio de borrascas y tornados mantienes tu paz y la compartes para el que sabe ver, para el que sabe oír. Para el que sabe y quiere y desea profundamente recibir tu paz.

Esa paz que el 2019 no me dio, entrégamela en este 2020 que comienza.

miércoles, 1 de enero de 2020

Una inquietud...

DIA VI

Por Don Virula de los Gamos.

Una inquietud se agita en la fría noche costera. La bruma hace visible un misterio que crece poco a poco dentro mío. Por unas horas decidí apartarme del ruido que me proporciona la gente y la ciudad. Tras buscar un refugio, fui a parar a una escollera solitaria, y allí permanecí un largo rato. El infinito mar me causaba una pena que ya había experimentado cuando era un niño: era otra vez el saberse pequeño e incapaz de abarcar lo infinito, lo inaccesible... la nostalgia sangrante que provoca lo bello. Sabía muy bien que de allí no volvería alegre y que irremediablemente pasaría largas horas taciturno. Pero no había escapatoria, el llamado era evidente, y nuevamente tenía que hacerme cargo de mi condición, de mis miserias, de haber desoído tantas veces su llamado. Y cuando miraba el horizonte en lontananza, la distracción constante cantó su retirada.

Pronto todo volvió a la pureza virginal de las cosas... Y allí estaba: la Belleza hiriente y sublime. ¡Oh Jesús mío, tu Nombre lo invade todo! ¡Hasta cuándo habré de resistir a lo irresistible! ¡Hasta cuándo evitaré la aguda lanza que traspasa el corazón!  Es muy fuerte para mí, necesito que tú me arrebates como a Jonás y me sumerjas a la muerte de este mundo, para nacer a tu Espíritu...

Pero sin aviso tu Nombre vuelve a huir, vaya saber hasta cuando, dejando a este pobre pecador sumergido en la impotencia de su ser, dejando el dulce sabor de la tristeza, el de saberme lejos del Amado, lejos del hogar eterno. Sin embargo, este es el camino del cristiano, el inevitable calvario para la resurrección, y, a pesar de los pesares, el camino aún es largo.