lunes, 18 de noviembre de 2019

Viernes a la noche con Fray Juan de la Cruz.



Era un viernes por la noche. Recuerdo que me quedé en casa, milagrosamente, negándome a asistir a todas las actividades nocturnas de aquel día que pintaban ser divertidas y/o interesantes. Mas mi alma no quería saber nada de salir otra vez, pues ya sabía que en este oficio no “venía diferente la jugada”. ¡Lo mismo de siempre! ¿Lo mismo de siempre? Vinitos más, tabacos menos, igualito a mi Santiago. Sí, como dice el zambón, “me invitaron a salir y les dije que no a un puñado de amigos”… pero no por Aquella, no esta vez. Sino por… ¿por Aquél? Sospechaba que sí, porque mi alma necesitaba sosiego, y en el sosiego y en la quietud suele hallarse el Señor, amigo del silencio. La semana -los meses- venía agitada, “apresurada” diría el tonadero, y era menester un poco, al menos, de calma, de recogimiento, de ocio... Pero, ¡vaya día que tocó para ejercer el ocio deseado! Inicio del fin de semana: se despiertan los demonios de la joda, de la farra, de la  vida loca. Se respira en la atmósfera un aire arsénico, arsénico para el alma contemplativa, pues todo convoca y atrae a la diversión, a la dispersión, a la evasión feliz de una existencia gris y aburrida. La  existencia siempre fue banal y superficial, solo se trata de saltar de una superficialidad a otra mayor o distinta. Todo sigue siendo parte de lo mismo. No hay trascendencia. No hay escapatoria por Arriba. No hay salida del laberinto... Y todas estas cosas mi alma las sentía, o presentía, porque el ethos no era favorable, porque era viernes a la noche y todo invitaba a la fuga, a la huida de la casa exterior e interior…

En este contexto es lo que me sucedió lo que relataré a continuación. Me hallaba, como decía, en casa un día viernes a la noche, sin saber bien qué hacer porque habitualmente en mi agenda se hace un espacio en blanco cuando arranca el fin de semana. Ese espacio en blanco se rellena casi siempre con actividades sociales, eutrapélicas y no tanto. Pero tuve que hacer algo, aunque los fantasmas de “allá fuera” me llamasen con voces seductoras. Sin embargo, cual Ulises, me até al mástil de mi hogar y mi madre para no ceder a la tentación. No importan tanto qué fue lo que hice al principio y al medio de aquella noche, sino lo que pasó al final cuando tenía resuelto orar e irme a la cama. Imaginen, el clamor, el susurro, el murmullo de la noche en ciernes era inquietante. Mis pasiones lo sabían, sabían que el “finde” había comenzado y que a ellas no se las había convocado aún. Los logismoi (“pensamientos intrusos”) revoloteaban en torno a mi alma como temibles avecicas dispuestas a abalanzarse vertiginosamente sobre la presa para comerla a picotazos, salvajemente. Turbación, intranquilidad, nerviosismo eran las notas que sonaban en mi cuarto en aquellas altas horas. Hasta llegué a pensar: “¿No hubiera sido mejor haber salido con mis amigos, aunque fuera una joda parecida a otras, aunque se tratase más de lo mismo?” Porque para encontrarme en una situación tan fea e incómoda, y hasta peligrosa como aquella, hubiera sido mejor haberme escapado a la juerga, abandonando una vez más los conatos a la suerte de una noche licenciosa y destemplada -también peligrosa…

¡Pero no! No podía ser que fuese tan flojo, que no lograra permanecer un maldito viernes a la noche en casa. ¡¿En qué momento me volví tan parrandero; desde cuándo me costó horrores “quedarme quedo” en mi hogar; cómo fue que contraje esa enfermedad pagana de no saber habitar conmigo mismo?! ¡Oh, diablillos nocturnos del jolgorio perpetuo, cómo os empeñáis en arrastrar a las almas a vuestro festín inmundo y mentiroso! A la jarana, plegaria pues. Y se hizo la luz y me puse a rezar, o a intentar hacerlo. Estando en esto fue que oí una voz, en medio de la noche, que me resultó apenas familiar. Todavía con algo de caos en mi interior, con la última bulla de los diablos en retirada, pude reconocer finalmente quién era el que me interpelaba. Y bien, no era otro que mi hermano y maestro Juan de la Cruz, quien se dirigía mi alma en estos términos:
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(El siguiente diálogo -con ciertas licencias-  es compuesto a partir de los Obras Completas de San Juan de la Cruz de la editorial Monte Carmelo-Burgos. La escena se recrea en el rincón de un cuarto amplio donde se halla un pequeño oratorio, con un icono de Cristo, una vela encendida y un incienso quemado.)

SAN JUAN DE LA CRUZ.- Quédese, pues, lejos la retórica del mundo; quédense las parlerías y la elocuencia seca de la humana sabiduría, flaca e ingeniosa, de que nunca tú gustas, y hablemos palabras al corazón bañadas en dulzor y amor, de que tú gustas, quitando por ventura delante ofendículos y tropiezos a muchas almas que tropiezan no sabiendo, y no sabiendo van errando, pensando que aciertan en lo que es seguir al dulcísimo Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, y hacerse semejantes a él en la vida, condiciones y virtudes, y en la forma de la desnudez y pureza de su espíritu.

ALMA.- Así se habla, hermano, y verdaderamente tus palabras son luz y amor para mí; pero, dime: ¿por qué me cuesta tanto recogerme y contemplar al dulcísimo Jesús?, ¿por qué me canso de escucharle, de servirle y de seguirle?

SJDLC.- El alma que anda en amor, ni cansa ni se cansa. No te canses, que no entrarás en el sabor y suavidad de espíritu, si no te dieres a la mortificación de todo eso que quieres. Cánsase y fatígase el alma con sus apetitos, porque es herida y movida y turbada de ellos como el agua de los vientos, y de esa misma manera la alborotan, sin dejarla sosegar en un lugar ni en una cosa.

A.- Es cierto. Tal vez todo se resuelve amando; en definitiva todo es cuestión de amores. Lo que no me gusta tanto o no entiendo bien es lo último que me dices…

SJDLC.- Y para mortificar y apaciguar las cuatro pasiones naturales, que son gozo, esperanza, temor y dolor, de cuya concordia y pacificación salen estos y los demás bienes, es total remedio lo que se sigue, y de gran merecimiento y causa de grandes virtudes: Procure inclinarse siempre:

No a lo más fácil, sino a lo más dificultoso;
No a lo más sabroso, sino a lo más desabrido;
No a lo más gustoso, sino a lo que da menos gusto;
No a lo que es descanso, sino a lo que es trabajoso;
No a lo que es consuelo, sino antes al desconsuelo;
No a lo más, sino a lo menos;
No a lo más alto y precioso, sino a lo más bajo y despreciado;
No a lo que es querer algo, sino a no querer nada;
No a andar buscando lo mejor de las cosas temporales, sino lo peor, y desear entrar en toda desnudez y vacío y pobreza por Cristo de todo cuanto hay en el mundo.

A.- ¡Apa! Palabras duras y radicales me dices. ¿Acaso no puedes hablarme de la mortificación de otro modo menos… fanático o extremoso?

SJDLC.- Para venir a gustarlo todo, no quieras tener gusto en nada.
Para venir a poseerlo todo, no quieras poseer algo en nada.
Para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada.
Para venir a saberlo todo, no quieras saber algo en nada.
Para venir a lo que no gustas, has de ir por donde no gustas.
Para venir a lo que no sabes, has de ir por donde no sabes.
Para venir a lo que no posees, has de ir por donde no posees.
Para venir a lo que no eres, has de ir por donde no eres.
Cuando reparas en algo, dejas de arrojarte al todo.
Porque para venir del todo al todo, has de dejarte del todo en todo,
Y cuando lo vengas del todo a tener, has de tenerlo sin nada querer.
En esta desnudez hallar el espíritu su descanso, porque no codiciando nada,
Nada le fatiga hacia arriba, y nada le oprime hacia abajo,
Porque está en el centro de su humildad.

A.- Nada, nada, nada…

SJDLC.- ¡Nada, nada, nada, nada!

A.- Exageras, hermano. ¡Tu camino es imposible! No estoy de acuerdo con lo que me aconsejas, decididamente.

SJDLC.- El alma dura en su amor propio se endurece.

A.- ¡Otra vez vas a salirte con la tuya…! Está bien, puede ser que no acepte tu planteo porque estoy endurecido pero es que…

SJDLC.- El alma enamorada es alma blanda, mansa, humilde y paciente.

A.- ¿Manso? ¿Humilde?... ¿Cómo?

SJDLC.- Humilde es el que se esconde en su propia nada y se sabe dejar a Dios. Manso es el que sabe sufrir al prójimo y sufrirse a sí mismo.

A.- “Sufrirme a mí mismo”, ¡ja, gran verdad! Muy bien, pero ahora dime, eso de “enamoramiento”: ¿podrías explayarte más, por favor?

SJDLC.- ¡Oh llama de amor viva
Que tiernamente hieres
De mi alma en el más profundo centro!

A.- ¡Ah, hermano mío, que tus palabras son tan encendidas, y mi oración es tan apagada y desabrida!

SJDLC.- Porque muchos de éstos, engolosinados con el sabor y gusto que hallan en los tales ejercicios, procuran más el sabor del espíritu que la pureza y discreción de él, que es lo que Dios mira y acepta en todo el camino espiritual. […] Y así, quieren sentir a Dios y gustarle como si fuese comprensible y accesible, no sólo éste, sino también en los demás ejercicios espirituales, todo lo cual es muy grande imperfección y muy contra la condición de Dios, porque es impureza en la fe. Lo mismo tienen éstos en la oración que ejercitan, que piensan que todo el negocio de ella está en hallar gusto y devoción sensible, y procuran sacarle, como dicen, a fuerza de brazos, cansando y fatigando las potencias y la cabeza; y, cuando no han hallado el tal gusto, se desconsuelan mucho pensando que no han hecho nada. Y por esta pretensión pierden la verdadera devoción y espíritu, que consiste en perseverar allí con paciencia y humildad, desconfiando de sí, sólo por agradar a Dios. A esta causa, cuando no han hallado una vez sabor en este u otro ejercicio, tienen mucha desgana y repugnancia de volver a él, y a veces lo dejan; que, en fin, son, como habemos dicho, semejantes a los niños, que no se mueven ni obran por razón, sino por el gusto. Todo se les va a éstos en buscar gusto y consuelo de espíritu, y por esto nunca se hartan de leer libros, y ahora toman una meditación, ahora otra, andando a caza de este gusto con las cosas de Dios; a los cuales les niega Dios muy justa, discreta y amorosamente, porque, si esto no fuese, crecerían por esta gula y golosina espiritual en males sin cuento. Por lo cual conviene mucho a éstos entrar en la noche oscura que habemos de dar, para que se purguen de estas niñerías.

A.- ¡Ohhh! De a poco empiezo a entender…, a entenderte. Me has hablado del amor y del enamoramiento, de la mortificación y propia negación, de la oración (como nadie), y ahora de la fe. Veo, mejor dicho, comienzo a ver cuáles son tus pilares y prioridades, a qué le das mayor importancia en la vida espiritual. Te confieso que al principio tu lenguaje causa espanto y rechazo, al menos a mí causó eso, pero a medida que me hablas me doy cuenta que tu lenguaje es cordial -suave, claro, simple-, aunque recio y viril. Tendrías que venir a visitarme más seguido para conocerte más y comprender mejor tu itinerario y tu vida. Sé que aún te quedan muchísimas cosas por decirme, tanto por enseñarme y aleccionarme , iluminarme y consolarme. Pero por esta vez tengo ya bastante que rumiar y repasar a solas, ¿no cierto?

SJDLC.- En soledad vivía,
Y en soledad ha puesto ya su nido,
Y en soledad la guía
A solas su querido,
También en soledad de amor herido.

A.- ¡Dios mío, qué poeta eres! Y qué sabio y qué santo… ¡Cuánto me queda por aprender de ti, de tus dichos y de tu ejemplo! Solo que, y con esto puedes ir en paz para volver otra noche (en lo posible, que no sea al término de la semana que no suelo estar por aquí), dame una última respuesta que me pacifique, que me llene de consuelo, que me conforte, que me anime a seguir buscando al Amado a pesar de o junto con, mis innumerables miserias y pecados. Sólo esto te ruego, querido hermano, y luego puedes marcharte…

 SJDLC.- ¿Quién se podrá librar de los modos y términos bajos si no le levantas tú a ti en pureza de amor, Dios mío? ¿Cómo se levantará a ti el hombre, engendrado y criado en bajezas, si no le levantas tú, Señor, con la mano que le hiciste?

No me quitarás, Dios mío, lo que una vez me diste en tu único Hijo Jesucristo, en que me diste todo lo que quiero. Por eso me holgaré que no te tardarás si yo espero. ¿Con qué dilaciones esperas, pues desde luego puedes amar a Dios en tu corazón? Míos son los cielos y mía es la tierra; mías son las gentes, los justos son míos y míos los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías; y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí. Pues ¿qué pides y buscas, alma mía? Tuyo es todo esto, y todo es para ti. No te pongas en menos ni repares en migajas que se caen de la mesa de tu Padre. Sal fuera y gloríate en tu gloria, escóndete en ella y goza, y alcanzarás las peticiones de tu corazón.


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