jueves, 23 de noviembre de 2023

LOS DIEZ LEPROSOS [II]

 



-Ved, ahí llegan los famosos diez leprosos... Pero, aguarden, ¡falta uno! ¿Acaso no eran diez los contaminados? Así nos habían  informado algunos zelotes. ¿Dónde está el décimo hombre? -exclamaban severos y altivos los sacerdotes mientras se iban acoplando en el pórtico de Salomón.
-Señores, venerables Padres, ese que falta, no más que un miserable samaritano, cuando íbamos a mitad de camino hacia aquí, estando en el desierto, se dio media vuelta y se marchó quién sabe dónde -contestó uno de los nueve.
-Pero, ¿no dijo a dónde iba? ¿O qué se proponía hacer, esa chusma?
-Los dos que caminaban al lado suyo escucharon cosas un tanto extravagantes, frases inconexas, cargadas de emocionalidad, oraciones mal articuladas, casi absurdas.
-Pero, ¿qué cosas decía, hermanos? Hablad, sin miedo.
-Cosas como... -ahora tomó la palabra uno de los testigos de los desafueros del samaritano ausente-: "¡me salvó, Él me salvó!" o "yo lo vi, yo, yo, y era Él, ¡Él!, y yo no me había dado cuenta". Y también dijo: "se acabó la maldición, comienza la misión", y todavía exclamó: "me salvó, a mí, me limpió, estoy limpio, al fin...". Y más frases por el estilo, y todo esto el samarita lo gritaba con frenesí, entrecortando lo que iba diciendo con suspiros o con risas estruendosas. ¡Vamos!, realmente parecía que estaba delirando, estaba como un poseído...
-¿Y acaso no lo habrá estado? Digo, poseído por Belzebul -inquirió un doctorcito de la ley, petiso, nariz de gancho y mirada torva.
-No, ¡bah!, no sabemos. Tal vez sí. ¡Cómo saberlo! Ese sujeto, ya saben, era un extranjero, de la raza maldita e ignorante que no sabe dónde está parado, no conoce cómo son las cosas. Y bueno, se dejó llevar por sus impulsos y por sus emociones y fue radical en su determinación. Lo que alcanzamos a oír justo antes de desaparecer de la compañía fue: "Yo vuelvo al Maestro Jesús, al que tuvo misericordia de mí". Y se fue, corriendo como un niño atolondrado. Intentamos detenerlos pero fue en vano. Algunos quisimos disuadirlo con argumentos categóricos, pero nada. No resultó. Los samaritanos son apasionados y bastante tercos, lo sabemos. Eso sí, daba un poco de miedo tratar con él cuando lo queríamos poner en razón. Tenía como fuego en la mirada y una necesidad irresistible que por dentro lo violentaba para dejar en cuanto antes el camino trillado y a los cercanos de siempre, y salir presuroso al encuentro de aquella Persona que había fijado en él sus ojos con un amor todopoderoso y que, yendo de camino, lo había limpiado. Tenía que agradecerle con urgencia, él intuía y sentía que eso era lo correcto, lo que debía hacer sin vacilación. Examinó durante un buen trecho todo lo acaecido, que lo llevó indefectiblemente a recordar y a revisar toda su biografía. Convengamos que las rutas por donde andábamos, atravesando montes y collados, nos permitían hacer todo tipo de ejercicios mentales, introspectivos, de fuertes reminiscencias. Las estepas salvajes, los parajes inhóspitos, nos  dejaban al desnudo con nuestros pensamientos y sentimientos. Es cierto que ya veníamos acostumbrados a tales ejercicios de contemplación porque el permanente traslado de un sitio desolado a otro nos disponían espontáneamente a orar a Yavhé. Nuestras circunstancias peculiares, dolientes, opresivas, nos educaron y hasta obligaron a alabar al Adonai como lo hacemos. ¡Éramos leprosos, qué quieren! Desde que los demonios se ensañaron con nosotros devorando nuestras carnes poco a poco tuvimos que aprender a orar desde el dolor, a gemir desde los inifernos. Desde la progresiva marginación y discriminación, desde la incertidumbre y desorientación, desde la tensión contradictoria de nuestras existencias llagadas. Pues transcurrían los días con sus noches y las manchas se iban extendiendo más y más por las extremidades de nuestro cuerpo marchito. Cada vez eramos más conscientes de la presencia de la Muerte en nuestras carnes. El tiempo pasaba lentamente y la lepra no se iba. La gente de antes con las que frecuentábamos ya no nos reconocía; ¡tal era la apariencia de muertos vivientes que teníamos! ¡Tal era la mudanza vertiginosa de la piel! ¡Tal la escena de muerte y pecado engullendo la vida! La pena, la angustia mortal, la desesperación que nos roía por dentro iba disminuyendo la energía vital. No había propósito para vivir. No se veían horizontes nuevos. La fuerza cedía, la esperanza menguaba, y la alegría de aquellos tiempos felices, infantiles, ya no estaban. Toda la persona se estaba derrumbando. Los nervios colapsaban. El ánimo estaba casi desmoronado, a punto de apagarse como débil pabilo que arde con intermitencias... Cuando, en aquel día, memorable por siempre, uno de los diez, lo divisó. Lo vio a Él, ya saben. Luego, todos lo vimos entrar en la aldea, por la puerta central. Habíamos oído hablar de Él, ya los rumores se habían dispersado por toda la Galilea y la Judea, y aún más allá de las fronteras conocidas. Manejábamos algo de información sobre ese Extraño Personaje. Y nos animamos a salir a su encuentro, movidos por la necesidad y el deseo. Fuimos todos, pero, eso sí, nos mantuvimos a distancia los diez, conocedores como éramos de las reglas y costumbres de nuestro pueblo. (Todavía me pregunto porqué el samaritano, siendo extranjero, y por tanto más libre ante tantas leyes y protocolos de Israel, no atinó a dar un paso más hasta alcanzar el manto de aquel Rabí...) Lo importante es que todos a una comenzamos a gritar con brío para que el Maestro tuviera piedad de nosotros. En el fondo, todos queríamos ser librados de la lepra corruptora. Parece que el Señor vió y escuchó los deseos de nuestros corazones rotos y se conmovió profundamente, se compadeció y nos dió una orden clara que todos seguimos puntillosamente, guiados por una fuerza misteriosa. Podría decirse que primero fue el propio cuerpo el que se movió, aquel pedazo de carne con gusanos y pus fue el que obró en consecuencia, incorporándose ante la Presencia vivificadora. Apenas oyeron los sentidos las palabras que brotaron con gracia de labios del Nazareno, nos pusimos en marcha hacia los sacerdotes. Ya en camino, pocas palabras intercambiábamos entre nosotros, un poco por el cansancio de la andadura lastimera, y otro poco por la conmoción sufrida a causa de lo acontecido. Estábamos raros. Y lo que sucedió después, ya lo referí en relación al Samarita. En verdad que no sabíamos bien lo que estaba  operando en nosotros. O era tal la buena noticia que nos resistíamos a creer que estuviera ocurriendo en serio, aquí y ahora. Semejante metamorfosis podría habernos matado de una alegría poderosa, de un júbilo con sabor a eternidad. Finalmente, llegamos aquí y, bueno, es todo más raro aún...
-¿Qué es lo "raro", buen hombre de Galilea? Expresate sin miedo, que no acabamos de entenderte -lo apuró un Anciano que habitaba en Jerusalén desde ahí mucho tiempo.
-Es difícil expresarme, mi señor, pero diré lo que siento -con valentía, aclaró la voz y alzó su mirada, diciendo-: el Sinedrio nos ha hecho dudar de la existencia de nuestra lepra, cuestionan nuestro encuentro personal con Jesús de Nazareth, dudan que le hayamos visto y oído, y hasta niegan que nos haya sanado y liberado enteramente. No creen que el que nos salvó es un hombre que está vivo, como nosotros, que posee una belleza imposible de describir, una energía imposible de clasificar, que con su mirada y su voz cambia la vida de las personas que le encuentran y que le siguen, que toda su Presencia emana una Luz que no es de este mundo...
-Ya está blasfemando, qué se cree éste vagabundo nauseoso... -empezaron a oírse voces entre el corro que le hacían a los nueve milagros.
Continuó el testigo, entusiasmado:
-Ahora tengo la certeza de que ha sido éste samaritano el único de los diez que "la vió", como se dice, que entendió lo que hay entender y que, seguramente, al volver por segunda vez ante ese Maestro Jesús, estaría haciendo lo correcto, no como nosotros. Él volvió a darle gracias. Aún más, el se postró rostro en tierra besándole los pies y alabándolo como Salvador suyo, por ser el Dios vivo y verdadero. Estoy seguro que hizo esto, yo hubiera hecho lo mismo.
-¿Eh, tú, cómo te atreves hablar así? ¿Eres consciente frente a quién te estás dirigiendo? Si sigues hablando con tanta insolencia te quemaremos la lengua, maldito canalla -se iban envalentonando cada vez más, ya no sólo los miembros del Sanedrín, sino algunos del pueblo que se habían reunido allí por curiosidad.

Pero ya el leproso curado, que así había hablado, no necesitaba continuar su testimonio... de momento. Le fue suficiente, para entonces, darse cuenta que, en su propio relato, con su timbre de voz, con su aliento vital, él también había sido alcanzado por la Misericordia. Inspirado por el Pneuma, que sopla donde quiere, tomó su cayado, se alejó de la secta que lo asediaba, y del resto de la masa superficial, y apresuró sus pasos en busca del Médico ambulante que había sanado a su compañero de ruta, ese forastero que al principio parecía un adversario o un Don Nadie, y que acabó siendo el más fiel de sus amigos...


 Según las crónicas de Lucas no se sabe qué fue de los nueve leprosos que no volvieron a agradecer y a glorificar a Dios en Jesucristo. No obstante, podemos conjeturar que uno de esos nueve, después de presentarse a los sacerdotes y de cumplir con lo que mandaba la Torá y que incluso el mismo Rabí había obligado, se dio cuenta enseguida de que algo andaba mal, de que el ambiente olía raro, de que en el reducto de su fe "ortodoxa" la clase dirigente se podía equivocar -y se equivocaba, y se equivocaron con él-, y, en fin, de que la Vida en abundancia y la Salud auténtica no se hallaba donde siempre creyó -o creía- hallarla.
    Este segundo ex leproso  se vio amenazado por la religión oficial de su época y por el totalitarista qué dirán. Si se proponía conservar su singular vivencia de fe y aumentar su experiencia de salvación gratuita y universal, tenía que partir de inmediato, ponerse en marcha... hacia rutas salvajes. Sí, las rutas del Espíritu Santo, porque Dios es un Dios Salvaje. Sabía que no podía domesticarlo. La conversión de su vida no admitía negociación alguna. Era un acontecimiento que se da o no se da. El que lo padece, lo entiende, y el que no, no. No se puede manipular esta Acción divina. La transformación no tolera aplazo, no acepta condiciones, como tampoco se gana o se compra con méritos. No. Sólo acontece. Irrumpe. Es visión, que ahuyenta toda ceguera. Es escucha, que rompe toda sordera. "¡Es gustar y ver qué bueno es el Señor!". Es pasión de una Espera. Atención a un Advenimiento. Es sanación: es la carne muerta: obras malas, sombras vanas, falsas ideas, tóxicas emociones, tinieblas de la mente, que hay que ir dejando caer en el camino, para caminar más ligero. Son las cosas que hay que dejar ir, soltar de una vez, es aborrecer todo lastre y toda la pesadez de los demonios envidiosos.
    El segundo leproso limpiado pudo capturar la verdad esencial de la vida a partir de su experiencia íntima con el Dador de la Salud. Como su padre Adán y su madre Eva, fue tomado del fondo de la Oscuridad por el Señor de vivos y muertos, en la Anástasis personal. Tocó y bebió la Fuente, dejándole más sediento, y abriéndole otra herida, sagrada, infinita, redentora. Nunca podremos saber si el noveno peregrino encontró a Jesús por segunda vez entre Galilea y Samaría. Este Jesús no se puede quedar quieto. Él es andarín. Es Soberano. El herido lo intuía, sabía que se trataba de un Ser misterioso y sorprendente, que hace nuevas todas las cosas y cura todas las lepras, que hoy está en Galilea, mañana en Samaria, y pasado en Mendoza. Que a menudo, cuando menos se lo busca, más se deja encontrar, en pequeñas cosas, en simples episodios. Que, como ama todos los caminos y a todas las personas, está en todas partes y se manifiesta de infinitas maneras. Porque Él es Él. Es el Maestro, es el Señor, es el Médico y Pastor bueno. Es el Nazareno, sí, el hijo de María y el hijo del Carpintero. Es Jesús, Ieshua. Es Dios. Y vive para siempre. A Él la gloria y la alabanza en la Santa Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén. Aleluya.   

miércoles, 15 de noviembre de 2023

LOS DIEZ LEPROSOS [I]



(Lc XVII, 11-19)

La Salud, el Dador, se ofrece a todos, sin excepción, sin acepción de personas. A todos se entrega, durante el camino. Se da en este viaje, como maná en el desierto. Es el viático del Éxodo, de todos nuestros éxodos. El Camino se posiciona en el medio del camino y entre los caminos. Se ubica en las fronteras, en el centro de las líneas divisorias y en las abandonadas periferias.

El que alcanza a tocar la Salud se sana, se une al Camino, y queda unificado. O queda herido de Unidad, de ser uno, mónos, uno en el Uno. "Solo ante el Solo". Solitario en la Comunidad. Unido en la Comunión. Buscador de esta Comunión cristiana y trinitaria. Portador de la Paz. Pontífice entre samaritanos y judíos, entre saduceos y fariseos, entre publicanos e israelitas, entre prostitutas y vírgenes, entre huérfanos y ancianos, entre viudas y doncellas, entre pobres y ricos, entre pequeños y poderosos, entre fracasados y exitosos. Ser puente. Puente, para ser pisado por los hombres, con tal que los viajeros lleguen a destino. Puerta para que el Reino de los cielos entre y salga por este mundo.

La Salud es Unidad. Mas también la Donación es limpieza de cuerpo y corazón. Y porque el Médico es movimiento, se adelanta siempre y se atreve a entrar hasta la última aldea, al confín de la patria. Hasta el pueblo y aun hasta el rancho más lejano y perdido va este Médico y Pastor de almas, a buscar la oveja descarriada, porque no quiere "que nadie se pierda" y procura "que todos se salven". Sí, los que están lejos de la Luz y del Templo de Dios también esperan la Salud, la Salvación.

El Maestro entra la pequeña aldea y sorprende con su visita. Sube hacia Jerusalén, eso lo tiene claro. El ascenso es seguro pero la subida misma no es rectilínea y uniforme. Ninguna vocación lo es. Menos la misión que Jesús recibió del Padre. O mejor dicho, todos los llamados y todos los envíos de la Historia de los hombres tienen a Cristo, Hijo de Dios, como espejo y signo, parábola y paradoja de todo itinerario humano-divino. Así este relato -como muchos otros relatos bíblicos- nos muestra a un Hombre misterioso, andariego, itinerante, que llama la atención con su aparición, con sus presencias inesperadas, y también con sus ausencias repentinas. Tiene un halo de magia que fascina y que encanta, atrayendo a multitudes, especialmente a los enfermos y a los desheredados de la sociedad de su tiempo... y de todos los tiempos.

A un tiro de piedra, pues, barruntan su figura señorial e indefiniblemente tierna un grupo de leprosos, que por causalidad se encontraban por allí, de paso. Sus pasos dieron con el Paso salvífico de un Dios escondido, oculto tras esas vestiduras de la época, del ambiente bucólico de la Palestina del siglo I, y con una larga melena y una tupida barba cubriéndole el rostro, salvajemente elegante, finamente viril. Los leprosos no se han olvidado aun que son hombres, según las crónicas de Lucas. Son "hombres leprosos". Hombres buenos que se contagiaron de lepra. Varones sanos que se enfermaron. Humanidad pura y caída, en estado de tensión y conflicto, gimiendo con dolores de parto la "nueva creación": la filiación. Hombres manchados, llamados a ser hijos y discípulos de un Reino que todavía no conocían...

Pero justamente por saberse inmundos y contaminados supieron gritar. Toda su carne putrefacta les enseñó a gritar. Sólo el grito podía acercarlos ante aquel Visitante que rebosaba vitalidad. Es el gemido orante el que acorta las distancias, la Gran Distancia. Por eso, aunque se quedaron a cierta distancia, se hicieron cercanos al que podía sanarlos de su enfermedad y liberarlos de su mal. Y esta primera confianza, confianza incipiente y común a los diez leprosos, fue el primer paso para la salud definitiva...

Sin embargo, la vida continúa. Y en la vida de los humanos, en la vida de la fe especialmente, son importantes los ritos y las reglas, el ley y el orden. Es necesario obedecer las costumbres santas y las sabias prescripciones para quedar curados, para mantenerse sanos, para abandonar la lepra. Pero... justo cuando todo parecía estar en calma y las cosas en la aldea mostraban su curso rutinario, sucede lo inesperado, acontece lo tremendo, ¡se produce el milagro!. Realmente se capta y se percibe, se ve durante el camino, a pocos kilómetros de la aldehuela quizá, que algo en la marcha ha cambiado. El cambio no está fuera, no, está dentro. El caminante es el que ha sufrido una metamorfosis. ¿Qué ha pasado? 

El color de las manos ha mudado. Se anda más ligero, más liviano. Hay paz en el alma y una sensación agradable que atraviesa todo el cuerpo. Se experimenta una limpieza distinta, que se parece a la limpieza de la mirada los niños, o a la sonrisa de las vírgenes consagradas. Andando se descubre, junto a otros peregrinos, que la auténtica liberación y la profunda sanación se está operando en todo el ser. O ya se ha operado, tal vez. Súbitamente. La piel muerta comienza a desgajarse como cáscara de maní. Existe un desgarro del cuero sucio que se siente como una punzada cruel y artera. El desprendimiento de las inmundicias del cuerpo ya es un hecho. El despertar es inminente...

Entonces, ¿a qué seguir andando para ver a los sacerdotes? ¿Acaso tiene un sentido el precepto legal y el baño ritual cuando la salud total ha arribado a mi existencia cuando menos lo esperaba? Cuando un poder divino, y a la fecha desconocido, comienza a invadir todas las partículas del ser, ¿qué importa ya mi propio hacer? ¿Qué propósito se sigue al estar tan preocupado por preceptos y rituales toda vez que me hacen aferrarme a estructuras rígidas y estrechas o a amargarme por situaciones farisaicas y leguleyas? El deber por el deber, el hacer por el hacer, el cumplir por el cumplir... y la rueda de la existencia devota sigue girando sobre su propio eje, mecánicamente, inconscientemente, vertiginosamente.   

Mientras, el extranjero ya ha pegado la media vuelta. El samaritano está más libre y predispuesto, menos presionado por la pesada carga de la Torá y del Talmud. Su situación de extranjería le permite estar más atento a los signos de la vida y de los tiempos. El cumplimiento de la Ley no lo subyuga como a sus compañeros judíos. Tampoco reniega de la Ley ni minimiza su importancia y su sacralidad. De hecho, el mismo Rabí, Ieshua, les mandó con autoridad que vayan a presentarse a los sacerdotes. Qué duda cabe que la Ley es importante. Quién duda que las normas establecidas están para cumplirse, que para algo están, y que mejoran a los hombres y a la sociedad. Más aún, quién podría cuestionar los caminos ordinarios de la Gracia. Mas, sin embargo, ¿qué pasa cuando en la vida acontece algo extraordinario? ¿Qué pasa cuando el ropero realmente se abre? ¿Acaso hay que seguir en el sendero trazado sin más? ¿Acaso es necesario continuar en el misma caravana  que te supo acompañar, y a veces guiar, en la vía recta y segura? ¿Y si lo correcto es girar 360 grados, cambiar el rumbo, viajar al Oeste, o simplemente escalar...? ¿Y si después de todo no es tan desatinado escuchar al fauno, matar la bruja y salvar el reino...?

Mucho se juega en tales decisiones. No es tan fácil renunciar a la dirección previamente tomada -o en la que sencillamente te encontrabas sin saber cómo, pues da igual. El caminante siempre se ha encontrado protegido y acompañado en el leprosario. En verdad, no del todo, puesto que el sabía que era un forastero. Pero él se dejaba llevar y seguía al resto, con la meta clara, al menos en la teoría, y con la clase sacerdotal aguardándonos. Sabíamos que estábamos en el buen camino y que la conciencia estaba tranquila porque había sido el mismo Señor el que nos había dicho qué hacer y cómo obrar. ¡Cómo se va a contradecir el Señor! Si Él nos mandó a presentarnos a los sacerdotes, ¿a qué desobedecerle girando sobre los propios talones para desandar el camino hacia tierras desconocidas? En Jerusalén está el Templo, los Sacerdotes y los Sacrificios perpetuos. Allí, los Ancianos, los Fariseos y los Escribas. Allí también la civilización, la vida social y política, el comercio y todo género de negocios. Sólo en este contexto sociocultural, conocido y familiar, venerable y tradicional podremos ser "alguien": unos verdaderos israelitas, cumplidores de la Ley, perfectos hijos de Abraham nuestro padre. Incluso toda la angustiosa experiencia de haber sido un leproso, un marginado, un nómada apestoso será sólo una mala pesadilla, un vago recuerdo, acaso una mera ilusión y una estúpida confusión. ¡No hubo lepra acá! Es más, ¿existe la lepra -la lepra existencial-, hoy como ayer? De ninguna manera, eso son cuentos de viejas, son fábulas del Pentateuco... 

Seguramente no era lepra lo que tenían los diez protagonistas de la narración lucana. El tiempo al tiempo. Todo se irá aclarando. Además, los sumos sacerdotes nunca se equivocan. ¡Jamás! Ellos nos dirán que estamos sanos y bien pero probablemente nos llamarán la atención para que seamos más cautos y cuidadosos en el futuro. Para que dejemos los viajes peligrosos, las malas juntas con peregrinos y migrantes, absteniéndonos del trato con bandoleros, mendigos y en definitiva toda clase de gente que pueda poner en riesgo la limpieza de nuestra raza -la estirpe de Abraham-, la pureza de la ley, la integridad de nuestras costumbres, el rigor de nuestra moral y la excelencia de nuestra doctrina. La consigna es corta: no se hagan más los "evangélicos". Si no, van a acabar mal. Estamos en tiempos de crisis donde los romanos nos oprimen cada vez más, los herodianos son una casta de degenerados y miles de divinidades nos asedian por doquier. Hay mucha diversidad y pluralismo en este país, también en el Monte Sión. No se separen y no se alejen del Templo ni falten a las Fiestas. Escuchen a los Doctores de la Ley. Sométanse a lo que dicta el Sanedrín. Ofrezcan sus sacrificios y holocaustos todas las veces que puedan, mientras más mejor. No se olviden el diezmo, del sustento diario para el mantenimiento del culto y para el sostenimiento de la Cada de Dios. Sean generosos, pero sean sobre todo prudentes y moderados. Agradezcan lo que tienen, confórmense con lo que hay. Miren la magnificencia de estas piedras sagradas. Admiren nuestros ritos heredados de generación tras generación por nuestros padres, y por los Profetas.

Hacen bien, por tanto, en presentarse a los sacerdotes Ojalá aprendan de una vez que es en este lugar y en este grupo donde se encontrarán a salvo, asegurados de toda idolatría y de toda ideología. Dejen de buscar tanto afuera. No se aventuren demasiado. El modernismo de los griegos, por ejemplo, está metido en todas, en todos los altares de dioses extraños. No conozcan a nuevas personas, ya la comunidad de creyentes que hay en Judea es bien grande. Tenemos que cultivar y afianzar la relación entre nosotros, asique dedíquense a fortalecer esa relación ya existente. No hagan vínculos nuevos que puedan desestabilizar lo que queda del rebaño fiel. Y la última advertencia: ¡ojo con ese Rabí itinerante! Sabemos que no se queda quieta, va de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo. Sabemos que prefiere a estar con gente humilde y pobre, y también con los más raros y criminales de la sociedad. Ustedes lo vieron entre Galilea y Samaria, saquen sus conclusiones. Es un Hombre que le gustan los límites, le gusta meterse en villorrios de mala muerte, abrirse con personas paganas y supersticiosas. No es un buen ejemplo ni tiene buena reputación ese Nazareno. Por todo esto, no le den cabida. Está bien que, de cuando en cuando, escuchen sus parábolas y contemplen sus prodigios, algunos de los cuales han sido para beneficio de ustedes. Pero hasta ahí nomás. No se pasen de rosca. No se hagan los locos ni intenten seguirlo o hacer las cosas que Él hace porque Él es Él y nosotros somos nosotros. El que se atreva  a imitarlo va a quedar en ridículo, primero. Y segundo, sepan que el que elige de verdad, en serio, seguir a ese Rabí, va a tener dificultades. El que de corazón se adhiera a su enseñanza, el que sin condiciones acepta su Anuncio, además de perder la cabeza, se va a meter en grandes problemas, y más encima en estos tiempos que corren. Sólo tenemos que esperar al Mesías preanunciado por nuestros Profetas. Ya viene. Y verán cómo pone orden en esta asamblea y en toda la tierra, como Rey poderoso y vengador, como Juez justo y temible. No se distraigan ni divaguen en vano. El tiempo es oro, por tanto no pierdan el tiempo con ese "Evangelio" que se anda predicando  en todos los rincones de nuestra patria. Eso es para chiflados, para consolar a los necesitados, para aliviarles a los enfermos su dramón. Pero nosotros sabemos que no hay que dramatizar tanto. La vida sigue, todo fluye...


-CONTINUARÁ-


jueves, 2 de noviembre de 2023

LÁZARO FELIZ



Jesús ama a su amigo que está enfermo.

Porque lo ama, por un amor fuerte de amistad, quiere curarlo. Se decide ir hasta al fondo del abismo donde sea que se encuentre. Nada lo detiene. Se guía sólo por el amor. El Señor siempre obra por amor, por un amor apasionado, constante, obstinado. Entonces es por amor que va en busca de su amigo, al rescate del enfermo que yace en las tinieblas y "en sombras de muerte". ¡Que hace tanto tiempo se encuentra en franca descomposición, en muy mal estado, y que huele fatal! Los pecados, los errores del pasado, los defectos morales y físicos, los desequilibrios psicológicos, en fin, todas nuestras miserias apestan.

El EGO es lo más nauseabundo que existe.

Lejos del Amigo, del Maestro, del Médico y del Señor de la luz y de la vida uno se encuentra sepultado, con una enorme piedra encima del alma, totalmente atado por los mil complejos, apegos y desórdenes que se han ido juntando con el paso del tiempo y de nuestra sufrida historia. Nuestro Lázaro interior está enfermo, atado, bloqueado, incapacitado para explorar la vida en abundancia y la verdadera libertad. ¡Hasta se ha acostumbrado a vivir en su oscuridad, se ha enamorado de sus propias sombras! El estado de mi Lázaro interno es realmente lamentable. Y no me di cuenta, sinceramente, que podía estar tan mal. Me faltaba desierto profundo, quizás... Mucho ruido para escuchar. Mucha dispersión para recogerme. Mucha preocupación y agitación por los negocios de la vida adulta no me permitieron cultivar la paz y amar el silencio. Ahora me encuentro que hiedo, recostado en las penumbras, confundido y con miedo. Me pregunto, en el seno de esta tumba (como Jonás en el vientre de la ballena), si el Maestro se acordará de mí en esta hora aciaga de mi vida. Estoy casi desesperado porque no veo la salida, el fin del túnel, la boca donde entra la iluminación de fuera y de Arriba. Tan en tinieblas estoy que a veces pienso que yo mismo soy esas tinieblas, me identifico inconscientemente con ese mal de los infiernos. Pero confío en los seres que verdaderamente me aman, en los Santos, como mis hermanas Maria y Marta, pues los que son así, fieles discípulos del Señor que escucharon su Palabra y acogieron su Presencia en Betania, tales podrán interceder por mí para que Jesús tenga misericordia de su amigo, que está profundamente herido y postrado sobre horribles miserias. Que anda desconsolado, y con espanto pues son demasiados los demonios que me rodean que, si el Salvador no viene a defenderme, caería en la desgracia sin cuento.


Pero aún espero. Confío. Vigilo. Deseo con vehemencia la visita del Altísimo. Y lucho con violencia (contra mi amor propio y contra mis demonios interiores: los malos pensamientos, los sentimientos tóxicos y las energías negativas), aguardando que, por fin, se abra la mole endurecida y áspera que me tapa y me impide el encuentro con la Victoria, con la Salud, con la Caridad y con la Fuente vital. La dureza y la pesadez de esta roca que he dejado por negligencia e ignorancia que se pusiera en el centro de mi corazón (¿o es el mismo corazón?) sólo podrá ser arrancada y destruida en mil pedazos por el Dios Fuerte. Esta tumba oscura y hedionda que yo mismo he cavado y a la que me he dejado arrastrar con amargura podrá ser inundada por la desbordante, vencedora y salutífera vitalidad luminosa del Dios Santo e Inmortal. Del Dios trinitario. 


Y sé que esto acontecerá.

Yo soy Lázaro y conozco a Jesús. 

Somos amigos.

Los dos estamos heridos.

Sus heridas, de hecho, me curaron ya. Sus llagas siempre están abiertas, y allí se exponen, a nuestras miradas, para recordar que Él también es hombre, también sufrió -los tormentos más indecibles sufrió- y sabe perfectamente de qué estamos hecho. Somos barro, somos masa, somos polvo que arrebata el viento. Pero Él se acuerda de mí, y de todos sus amigos, de los que aceptan que están enfermos y heridos, y sepultados en las sombras malolientes de la soberbia y de la mentira, del odio y de la violencia que nos devoran por dentro -¡acaso sin que nos demos cuenta!...


Él quiere darnos su Espíritu que es Verdad y es Libertad. El querría ser más amigo de nosotros pero para eso hay que ser como Él es: humilde, pobre, manso, pacífico, dulce, veraz, sincero, firme y fiel. Obediente al Padre, ¡siempre! Vive del envío del Padre, y no escucha razones de supuesto sentido común ni las reglas de convención. Tampoco atiende a las burlas y a la autosuficiencia de los provincianos de Judea. Si fuera así, no podría salvarme; salvarnos. Por fortuna, Dios no se rige por nuestros criterios mezquinos, calculadores y racionalistas. No. ¡No es tampoco "justiciero" como nosotros! Este amigo mío llamado Jesús de Nazaret, a quien desde que conocí personalmente teniendo una experiencia intensa y auténtica de su Amor todopoderoso y misericordioso; a este Rabí, digo, yo no lo suelto más... Desde tal encuentro íntimo con Él, desde que saborée su amistad, su presencia y su sabiduría, ¡su santidad!, lo sigo a todas partes, a donde Él me atraiga. Creo que por eso pudimos hacernos tan amigos en tan poco tiempo. Y por esto mismo creo decididamente que Él no me abandonará jamás. Que no me dejará estar por mucho tiempo en el caos y en el desconcierto, en cualquier tribulación. Que si Él a veces tarda en mostrarse luminoso y consolador con su servidor, siempre es para mi bien, para mi instrucción y para fortalecerme. Él lo sabe todo. Por algo también me ha dejado aquí una temporada, en esta tumba cerrada, sin oxígeno, sin luz, sin vida. Sin ninguna posibilidad de salir por mi cuenta, de escaparme de una buena vez. Sólo puedo esperar. Sólo puedo y debo esperar en silencio su salvación, con una confianza ilimitada, incondicional y radical.


Entre amigos de verdad es crucial semejante confianza absoluta. Entre discípulo y maestro, entre hijo y padre, es fundamental que exista una confianza y un amor que todo lo cree, que todo lo espera, que todo lo aguanta y que todo lo excusa. Sólo puedo agradecer mi relación con el Señor, con mi Amigo, pues Él ha sido bueno conmigo. Siempre me ha manifestado su bondad, su compasión, su grandeza y su perdón. Por todo ello le creo sin reservas, acepto todo lo que me dice y me manda, aunque puedo admitir que mucho me cuesta y me duele a veces, y confieso que es un Maestro exigente. Mas es necesario, en definitiva, que sea así Él y eduque como lo hace. No habría otra manera, si no, de poder alcanzar nuestra estatura como hombres creados a Su imagen. No podríamos vivir conforme a nuestra vocación celestial. No alcanzaríamos la gloria divina a la que hemos sido destinados. Pero también -y esto es igual de importante-, sencillamente si Jesús no enseñara como lo hace y no nos diera su ejemplo claro a seguir, no podríamos conquistar esa libertad que tanto deseamos y esa felicidad que tanto buscamos. Para ser personas plenas, hay que vivir con el Espíritu de este Galileo que conocí hace años, andando de camino por esta tierra bendita...

La esencia del Espíritu del Mesías quedó definida en su archi-conocido (pero vivido y gustado por algunos pocos) Sermón de la Montaña. 


Yo soy Lázaro, y sé en quién he puesto mi esperanza.

Aguardaré a que se obre el milagro de mi existencia.

Intuyo que Jesús está viniendo en camino, con los apóstoles y con una muchedumbre de discípulos y testigos que lo acompañan, para despertarme: Él me devolverá a la Vida eterna, Él me hará renacer y me renovará con su potencia y dinamismo infinitos.

¡Él es la Resurrección y la Vida!

Su energía pascual irrumpirá majestuosamente y sorprendentemente en medio de mis penas y de mis ansias: en el centro de mi existir doliente y anhelante.

Sólo Él es capaz de sanar mi personalidad entera; Él, el único que puede redimir mi biografía; Él, quien me dará una segunda oportunidad para vivir en abundancia y para servir con alegría en su paz, en su amor y en su soberanía... ¿Quién hay como el Santo de Dios, el Hijo de David?


Marta, hermana, grita más fuerte, alza tu voz, que todos los del pago chico, los parientes y los conocidos te oigan:

 "Sí, Señor, yo creo que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que viene a este mundo". 

Marta, hermanita, sigue creyendo porque si crees, con fuerza y en serio, verás la gloria de Dios.

Marta, Marta, mira que mi enfermedad no es mortal; mi enfermedad es para gloria de Dios, para que el Hijo amado sea glorificado.


Recuerda que la amistad y la enfermedad son los puntos débiles de nuestro querido Señor, son los signos claros de su Presencia amorosa entre nosotros, son las heridas sagradas para que el Médico sabio nos sane y la garantía segura de que el Maestro hermoso nos llama por nuestro nombre propio y excepcional; singular.


No hay que temer ni dudar ni preocuparse en vano. Jesucristo va allí donde justamente huele más mal, donde están las piedras más duras y pesadas, donde se encuentran las cuevas más oscuras y siniestras, donde están los cuerpos más postrados y los nudos más complicados y difíciles de desatar. Donde falta el aire para subsistir, la luz para contemplar la Belleza. Ha eso vino y viene y está viniendo Aquél que nos amó primero. Sólo hay que desear ardientemente su venida y sus visitas secretas, suaves, fogosas; de puro amante. Al instante puede curarte, si tú quieres... Sólo hay que abrirse, disponerse, silenciarse, vaciarse y prepararse. Éste es todo el entrenamiento ("ascesis" significa: entrenamiento, preparación, esfuerzo amoroso). Y por sobre todo: rezar como bienaventurado del monte, como el Profeta en el fondo del Leviatán. Sólo así Dios hará que la bestia abra sus fauces y nos lance a una playa nueva, con vida, sanos y salvos, para cumplir la misión que Él nos encomendó. 


Por todo ello, escuchen la orden dada con poder y brío:

 "¡Quiten la piedra!" 

¡Quiten el ego arrogante!

 "¡Lázaro, ven afuera!"

¡Amigo, ven a Mí, ve hacia la Plenitud!

 "¡Desátenlo para que pueda caminar!"

¡Libre ya de todo lastre y vanidad, camina en la verdad del Evangelio!



Amén. Aleluya. Alabanza y acción de gracias.



[Días después...] Yo, Lázaro, me estoy escapando y me voy alejando de todos los fariseos, de los doctores de la Ley y de los sumos sacerdotes de mi comarca, que me conocen, porque dicen que muchos por mi causa se apartarán de ellos -de sus meticulosos rituales y de la estricta observancia legal- y se convertirán al Nazareno: pasarán a creer en Jesús, el Hijo del Dios vivo y verdadero. Me quieren matar, y eso que algunos de ellos fueron testigos del Gran Milagro. Pero estoy tranquilo y aún contento, pues no estoy sólo en esta persecución y aventura, sino con Aquel que me resucitó y vive para la eternidad. Sí, en Él todo lo puedo, y soy. ¡Alabado sea por siempre!