jueves, 23 de noviembre de 2023

LOS DIEZ LEPROSOS [II]

 



-Ved, ahí llegan los famosos diez leprosos... Pero, aguarden, ¡falta uno! ¿Acaso no eran diez los contaminados? Así nos habían  informado algunos zelotes. ¿Dónde está el décimo hombre? -exclamaban severos y altivos los sacerdotes mientras se iban acoplando en el pórtico de Salomón.
-Señores, venerables Padres, ese que falta, no más que un miserable samaritano, cuando íbamos a mitad de camino hacia aquí, estando en el desierto, se dio media vuelta y se marchó quién sabe dónde -contestó uno de los nueve.
-Pero, ¿no dijo a dónde iba? ¿O qué se proponía hacer, esa chusma?
-Los dos que caminaban al lado suyo escucharon cosas un tanto extravagantes, frases inconexas, cargadas de emocionalidad, oraciones mal articuladas, casi absurdas.
-Pero, ¿qué cosas decía, hermanos? Hablad, sin miedo.
-Cosas como... -ahora tomó la palabra uno de los testigos de los desafueros del samaritano ausente-: "¡me salvó, Él me salvó!" o "yo lo vi, yo, yo, y era Él, ¡Él!, y yo no me había dado cuenta". Y también dijo: "se acabó la maldición, comienza la misión", y todavía exclamó: "me salvó, a mí, me limpió, estoy limpio, al fin...". Y más frases por el estilo, y todo esto el samarita lo gritaba con frenesí, entrecortando lo que iba diciendo con suspiros o con risas estruendosas. ¡Vamos!, realmente parecía que estaba delirando, estaba como un poseído...
-¿Y acaso no lo habrá estado? Digo, poseído por Belzebul -inquirió un doctorcito de la ley, petiso, nariz de gancho y mirada torva.
-No, ¡bah!, no sabemos. Tal vez sí. ¡Cómo saberlo! Ese sujeto, ya saben, era un extranjero, de la raza maldita e ignorante que no sabe dónde está parado, no conoce cómo son las cosas. Y bueno, se dejó llevar por sus impulsos y por sus emociones y fue radical en su determinación. Lo que alcanzamos a oír justo antes de desaparecer de la compañía fue: "Yo vuelvo al Maestro Jesús, al que tuvo misericordia de mí". Y se fue, corriendo como un niño atolondrado. Intentamos detenerlos pero fue en vano. Algunos quisimos disuadirlo con argumentos categóricos, pero nada. No resultó. Los samaritanos son apasionados y bastante tercos, lo sabemos. Eso sí, daba un poco de miedo tratar con él cuando lo queríamos poner en razón. Tenía como fuego en la mirada y una necesidad irresistible que por dentro lo violentaba para dejar en cuanto antes el camino trillado y a los cercanos de siempre, y salir presuroso al encuentro de aquella Persona que había fijado en él sus ojos con un amor todopoderoso y que, yendo de camino, lo había limpiado. Tenía que agradecerle con urgencia, él intuía y sentía que eso era lo correcto, lo que debía hacer sin vacilación. Examinó durante un buen trecho todo lo acaecido, que lo llevó indefectiblemente a recordar y a revisar toda su biografía. Convengamos que las rutas por donde andábamos, atravesando montes y collados, nos permitían hacer todo tipo de ejercicios mentales, introspectivos, de fuertes reminiscencias. Las estepas salvajes, los parajes inhóspitos, nos  dejaban al desnudo con nuestros pensamientos y sentimientos. Es cierto que ya veníamos acostumbrados a tales ejercicios de contemplación porque el permanente traslado de un sitio desolado a otro nos disponían espontáneamente a orar a Yavhé. Nuestras circunstancias peculiares, dolientes, opresivas, nos educaron y hasta obligaron a alabar al Adonai como lo hacemos. ¡Éramos leprosos, qué quieren! Desde que los demonios se ensañaron con nosotros devorando nuestras carnes poco a poco tuvimos que aprender a orar desde el dolor, a gemir desde los inifernos. Desde la progresiva marginación y discriminación, desde la incertidumbre y desorientación, desde la tensión contradictoria de nuestras existencias llagadas. Pues transcurrían los días con sus noches y las manchas se iban extendiendo más y más por las extremidades de nuestro cuerpo marchito. Cada vez eramos más conscientes de la presencia de la Muerte en nuestras carnes. El tiempo pasaba lentamente y la lepra no se iba. La gente de antes con las que frecuentábamos ya no nos reconocía; ¡tal era la apariencia de muertos vivientes que teníamos! ¡Tal era la mudanza vertiginosa de la piel! ¡Tal la escena de muerte y pecado engullendo la vida! La pena, la angustia mortal, la desesperación que nos roía por dentro iba disminuyendo la energía vital. No había propósito para vivir. No se veían horizontes nuevos. La fuerza cedía, la esperanza menguaba, y la alegría de aquellos tiempos felices, infantiles, ya no estaban. Toda la persona se estaba derrumbando. Los nervios colapsaban. El ánimo estaba casi desmoronado, a punto de apagarse como débil pabilo que arde con intermitencias... Cuando, en aquel día, memorable por siempre, uno de los diez, lo divisó. Lo vio a Él, ya saben. Luego, todos lo vimos entrar en la aldea, por la puerta central. Habíamos oído hablar de Él, ya los rumores se habían dispersado por toda la Galilea y la Judea, y aún más allá de las fronteras conocidas. Manejábamos algo de información sobre ese Extraño Personaje. Y nos animamos a salir a su encuentro, movidos por la necesidad y el deseo. Fuimos todos, pero, eso sí, nos mantuvimos a distancia los diez, conocedores como éramos de las reglas y costumbres de nuestro pueblo. (Todavía me pregunto porqué el samaritano, siendo extranjero, y por tanto más libre ante tantas leyes y protocolos de Israel, no atinó a dar un paso más hasta alcanzar el manto de aquel Rabí...) Lo importante es que todos a una comenzamos a gritar con brío para que el Maestro tuviera piedad de nosotros. En el fondo, todos queríamos ser librados de la lepra corruptora. Parece que el Señor vió y escuchó los deseos de nuestros corazones rotos y se conmovió profundamente, se compadeció y nos dió una orden clara que todos seguimos puntillosamente, guiados por una fuerza misteriosa. Podría decirse que primero fue el propio cuerpo el que se movió, aquel pedazo de carne con gusanos y pus fue el que obró en consecuencia, incorporándose ante la Presencia vivificadora. Apenas oyeron los sentidos las palabras que brotaron con gracia de labios del Nazareno, nos pusimos en marcha hacia los sacerdotes. Ya en camino, pocas palabras intercambiábamos entre nosotros, un poco por el cansancio de la andadura lastimera, y otro poco por la conmoción sufrida a causa de lo acontecido. Estábamos raros. Y lo que sucedió después, ya lo referí en relación al Samarita. En verdad que no sabíamos bien lo que estaba  operando en nosotros. O era tal la buena noticia que nos resistíamos a creer que estuviera ocurriendo en serio, aquí y ahora. Semejante metamorfosis podría habernos matado de una alegría poderosa, de un júbilo con sabor a eternidad. Finalmente, llegamos aquí y, bueno, es todo más raro aún...
-¿Qué es lo "raro", buen hombre de Galilea? Expresate sin miedo, que no acabamos de entenderte -lo apuró un Anciano que habitaba en Jerusalén desde ahí mucho tiempo.
-Es difícil expresarme, mi señor, pero diré lo que siento -con valentía, aclaró la voz y alzó su mirada, diciendo-: el Sinedrio nos ha hecho dudar de la existencia de nuestra lepra, cuestionan nuestro encuentro personal con Jesús de Nazareth, dudan que le hayamos visto y oído, y hasta niegan que nos haya sanado y liberado enteramente. No creen que el que nos salvó es un hombre que está vivo, como nosotros, que posee una belleza imposible de describir, una energía imposible de clasificar, que con su mirada y su voz cambia la vida de las personas que le encuentran y que le siguen, que toda su Presencia emana una Luz que no es de este mundo...
-Ya está blasfemando, qué se cree éste vagabundo nauseoso... -empezaron a oírse voces entre el corro que le hacían a los nueve milagros.
Continuó el testigo, entusiasmado:
-Ahora tengo la certeza de que ha sido éste samaritano el único de los diez que "la vió", como se dice, que entendió lo que hay entender y que, seguramente, al volver por segunda vez ante ese Maestro Jesús, estaría haciendo lo correcto, no como nosotros. Él volvió a darle gracias. Aún más, el se postró rostro en tierra besándole los pies y alabándolo como Salvador suyo, por ser el Dios vivo y verdadero. Estoy seguro que hizo esto, yo hubiera hecho lo mismo.
-¿Eh, tú, cómo te atreves hablar así? ¿Eres consciente frente a quién te estás dirigiendo? Si sigues hablando con tanta insolencia te quemaremos la lengua, maldito canalla -se iban envalentonando cada vez más, ya no sólo los miembros del Sanedrín, sino algunos del pueblo que se habían reunido allí por curiosidad.

Pero ya el leproso curado, que así había hablado, no necesitaba continuar su testimonio... de momento. Le fue suficiente, para entonces, darse cuenta que, en su propio relato, con su timbre de voz, con su aliento vital, él también había sido alcanzado por la Misericordia. Inspirado por el Pneuma, que sopla donde quiere, tomó su cayado, se alejó de la secta que lo asediaba, y del resto de la masa superficial, y apresuró sus pasos en busca del Médico ambulante que había sanado a su compañero de ruta, ese forastero que al principio parecía un adversario o un Don Nadie, y que acabó siendo el más fiel de sus amigos...


 Según las crónicas de Lucas no se sabe qué fue de los nueve leprosos que no volvieron a agradecer y a glorificar a Dios en Jesucristo. No obstante, podemos conjeturar que uno de esos nueve, después de presentarse a los sacerdotes y de cumplir con lo que mandaba la Torá y que incluso el mismo Rabí había obligado, se dio cuenta enseguida de que algo andaba mal, de que el ambiente olía raro, de que en el reducto de su fe "ortodoxa" la clase dirigente se podía equivocar -y se equivocaba, y se equivocaron con él-, y, en fin, de que la Vida en abundancia y la Salud auténtica no se hallaba donde siempre creyó -o creía- hallarla.
    Este segundo ex leproso  se vio amenazado por la religión oficial de su época y por el totalitarista qué dirán. Si se proponía conservar su singular vivencia de fe y aumentar su experiencia de salvación gratuita y universal, tenía que partir de inmediato, ponerse en marcha... hacia rutas salvajes. Sí, las rutas del Espíritu Santo, porque Dios es un Dios Salvaje. Sabía que no podía domesticarlo. La conversión de su vida no admitía negociación alguna. Era un acontecimiento que se da o no se da. El que lo padece, lo entiende, y el que no, no. No se puede manipular esta Acción divina. La transformación no tolera aplazo, no acepta condiciones, como tampoco se gana o se compra con méritos. No. Sólo acontece. Irrumpe. Es visión, que ahuyenta toda ceguera. Es escucha, que rompe toda sordera. "¡Es gustar y ver qué bueno es el Señor!". Es pasión de una Espera. Atención a un Advenimiento. Es sanación: es la carne muerta: obras malas, sombras vanas, falsas ideas, tóxicas emociones, tinieblas de la mente, que hay que ir dejando caer en el camino, para caminar más ligero. Son las cosas que hay que dejar ir, soltar de una vez, es aborrecer todo lastre y toda la pesadez de los demonios envidiosos.
    El segundo leproso limpiado pudo capturar la verdad esencial de la vida a partir de su experiencia íntima con el Dador de la Salud. Como su padre Adán y su madre Eva, fue tomado del fondo de la Oscuridad por el Señor de vivos y muertos, en la Anástasis personal. Tocó y bebió la Fuente, dejándole más sediento, y abriéndole otra herida, sagrada, infinita, redentora. Nunca podremos saber si el noveno peregrino encontró a Jesús por segunda vez entre Galilea y Samaría. Este Jesús no se puede quedar quieto. Él es andarín. Es Soberano. El herido lo intuía, sabía que se trataba de un Ser misterioso y sorprendente, que hace nuevas todas las cosas y cura todas las lepras, que hoy está en Galilea, mañana en Samaria, y pasado en Mendoza. Que a menudo, cuando menos se lo busca, más se deja encontrar, en pequeñas cosas, en simples episodios. Que, como ama todos los caminos y a todas las personas, está en todas partes y se manifiesta de infinitas maneras. Porque Él es Él. Es el Maestro, es el Señor, es el Médico y Pastor bueno. Es el Nazareno, sí, el hijo de María y el hijo del Carpintero. Es Jesús, Ieshua. Es Dios. Y vive para siempre. A Él la gloria y la alabanza en la Santa Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén. Aleluya.   

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