jueves, 10 de febrero de 2022

Vida del corazón (un diálogo).

 



VIDA DEL CORAZÓN -UN DIÁLOGO-

En un lugar -¡quién sabe dónde, a quién le importa dónde!-, aconteció esta conversación, un tanto decisiva -¿un tanto?- entre dos amigos.

-Amigo -preguntó el primero, de nombre José, quien dirigía sus ojos melancólicos a su interlocutor-, ¿hay alguna pregunta que lo venga persiguiendo desde hace tiempo?

-¡Vaya, vaya! -dijo el segundo, llamado Jorge, no siempre preparado o dispuesto para charlas de este tipo- ¿Cómo es eso de una “pregunta”? ¿Podría ser más explícito? -A veces le costaba a Jorge seguir a su amigo en sus inquietudes o intuiciones; no obstante ser el mejor amigo de José.

-Me refiero a si en su vida, en su corta existencia, hay algún interrogante especial, puntual, que lo haga volver sobre él, una y otra vez, para intentar encontrar una respuesta, que, quizás, nunca llega.

-Mmm… -cavilaba Jorge, escrutando la cuestión por mil lados, y a cierta velocidad- Déjeme pensar. Ahhh… -seguía pensando el interrogado, mientras aprovechaba a encender un cigarro “para agilizar los pensamientos”-, que me ha agarrado de improviso. Sí, ya lo tengo, hay algo…

-A ver… -apuraba José, con algo de impaciencia-, suelte nomás.

-¿Por qué peco? -contestó Jorge.

-¿”Por qué peco” es el interrogante que lo acucia de tiempo en tiempo?

-Exactamente.

-Interesante -ahora quedaba reflexionando el interrogador. Se hizo un silencio. Ahora éste encendía su cigarro, y así continuaban los dos amigos la conversación, fumando, entre silencios fraternos.

-¿Y por qué? -volvió a inquirir José.

-No lo sé. -Jorge se debatía en su interior por hallar respuestas claras y distintas, hasta que encontró algo con cierta lumbre.- Será que no lo puedo creer…

-¿Qué cosa?

-Que sea tan… pecador. O tan porfiado. O tan ingrato. O tan duro. O tan impuro -empezaba a acalorarse Jorge. Luego recobró la calma, y más meditabundo, sentenció:- O… o todo eso junto. Y más.

Nada decía José. Nada tenía para decir. Siguió hablando Jorge.

-Puede que me mire mucho a mí mismo. Puede que -y con cierto temblor en la voz, añadió:- esté desesperando.

-O puede suceder que uno desespere al mirarse demasiado a uno mismo.

-Mirarse los pecados.

-Sí. Mirarse mal. Todavía más -se aventuraba José-, no mirar donde hay que mirar.

-¿Dónde hay que mirar, amigo mío? -preguntaba Jorge con cierta ingenuidad.

-Tú lo sabes ya, querido amigo. ¡Cuántas veces lo hemos hablado!

-Jesús… -decía este nombre Jorge con cierta emoción que se traslucía en los ojos. Hubo otro silencio después de nombrarle a Él. Ya concluían los primeros cigarros después de aspirarlos largamente y de devolver el humo con ese sonido típico que se producía y se escapaba de entre los labios cuando se expandía el alma.

El cuadro era nostálgico, decididamente; y los amigos no sabían bien por qué.

-Bien, José -reanudaba la plática el que primero había respondido, con más o menos éxito-. Ahora es su turno. ¿Qué hay ahí?

-¿Aquí? -señalaba José con toda su mano derecha el lugar del corazón.

-Sí.

-Bueno. ¿Qué quiere mi corazón, qué busca, qué pide y reclama? -pensando un poco más, declaró:- “¿Cuál es el interrogante del corazón?”: así deberíamos haber formulado la pregunta inicial.

-No me lo diga a mí que usted comenzó con este asunto, caro amigo.

-Asunto que se las trae, no me diga que no.

-La verdad que no. Pero no nos desviemos y vaya al grano.

-Como si fuera tan fácil, carísimo amigo. Ir al grano en cosas del corazón, ¡qué tarea!

-Ahí está el punto, tal vez. Crecen los interrogantes en la vida (y de la vida eterna), nos persiguen cuestiones esenciales desde hace mucho tiempo (incluso desde la infancia a veces), y no damos con respuestas. ¿Qué es lo que pasa? -preguntaba ahora con firmeza Jorge, mientras encendía su segundo cigarro.

-Eso, ¿qué es lo que pasa? ¿Qué es lo que nos pasa? ¿Estaremos preguntando mal? -indagaba José en alguna solución, a través de preguntas junto a su amigo…

Por cierto, solían conversar estos dos grandes amigos de casi todos los temas habidos y por haber, aunque tenían cierta preferencia por aquellos que tenían que ver con la vida del espíritu o del corazón, o más directamente sobre la fe. Pensaban la fe, por separado ciertamente, pero de modo especial estando juntos, charlando y charlando sin importarles el tiempo. Y una manera privilegiada de hacerlo, que funcionaba, era haciéndose cuestionamientos: no tanto preguntas que uno le dirigía al otro sino lanzando interrogantes al aire, casi como si se tratase de algún instinto misterioso por convocar a todos los seres creados -incluso los ángeles- para que se sumen al diálogo y aporten con su inteligibilidad y amabilidad. La base de este ejercicio se podía hallar en la apertura del corazón y de la mente con que estos amigos discurrían sobre todo lo divino y lo humano, practicándolo sin ser conscientes del todo. Era esta misma apertura que tenían para buscar las esencias lo que les permitía al mismo tiempo denunciar todas aquellas cosas que guardaban en su interior que no eran: todo aquello que no existía, que era la nada misma, que eran demonios disfrazados; todo eso quedaba al descubierto y se expulsaba, como un cuasi exorcismo. Poco a poco fueron entendiendo, José y Jorge, cuánto valía este ejercicio que, sin darse cuenta, venían cultivando y desarrollando desde hacía años y que les había permitido, entre otras cosas, consolidar la amistad y experimentar una liberación que iban compartiendo y disfrutando de modo sencillo y agradecido. Así se relacionaban estos dos, pero no siempre las charlas tenían un puerto seguro: se naufragaba o por cansancio físico-mental (el común de las veces)-, o por no entrar en sintonía o tener empatía (pocas), o por ideas fijas u obsesivas que se colaban e interferían (menos veces aún), o porque no había suficiente deseo de seguir mirando la misma estrella con el otro (casi nunca). Posiblemente en esta conversación ocurrió esta excepción de permanecer vigilantes y anhelantes mirando el mismo astro luminoso…    

-Puede ser -contestó Jorge, un tanto abstraído de la escena.

-Al propio corazón hay que interrogar, mirándolo de frente. Allí está la respuesta a todo -remarcó José con otro tono esta última frase.

-¿Respuesta a todo?

-A todo lo que necesitamos saber.

-¿Y qué necesitamos saber?

-Aquellas verdades que nos salven.

-Esas están en la Revelación.

-No solamente. -Otra vez José arriesgábase por terrenos delicados y sinuosos. Igualmente era común que estos amigos conversadores e inquietos se adentrasen por espesuras insospechadas. Y dijo:- Buena parte de las respuestas están en el corazón. O quizás haya decir que las respuestas a los grandes interrogantes de la vida se terminan de contestar, o se completa la respuesta, dentro del corazón.

-Nunca lo había pensado así.

-Nunca lo hemos pensado así, ¿y sabe por qué?

-¿Por qué?

-Porque no hacemos silencio. ¡Silencio! ¡Silencio! -exclamó con vehemencia José estas palabras, y se acordó de fumar su segundo cigarrillo.

-Ciertamente -convenía Jorge-. Nunca más de acuerdo. Sin embargo, volviendo a estas verdades que salvan o respuestas esenciales que yacen en el corazón, deme un ejemplo o sea más preciso a lo que se refiere.

-La vocación -contestó rápido José.

-¿La vocación? -consultaba un poco extrañado el amigo de José.

-Sí, la vocación -volvió a repetir resueltamente el amigo de Jorge.

-¿Cómo es eso?

-A ver… -pitaba el que había iniciado la charla con más fuerza buscando alguna clarificación a su intuición que satisficiera a su amigo, y a él mismo inclusive. Pues también era normal que se esforzasen los fumadores en intentar trasmitirse sus ideas, intuiciones e inquietudes con la mayor claridad y orden posibles para irse contestando cada uno a sí mismo, lentamente, todo aquello que, de alguna manera u otra, los atormentaba íntimamente. Dulcemente. Así fue que comenzó a balbucear José:-

La respuesta a tu vocación, a tu llamado, a tu misión, a tu realización, a tu felicidad, a la invitación que Dios te hace, o a todo eso junto, y más, mucho más que todo eso junto, se puede hallar sencillamente en el Evangelio. ¡Ojo! También se puede hallar en la montaña o en el mar, en la Creación. Uno ve instantáneamente todo el sentido de su vida. El famoso derrotero. Lo capta, milagrosamente, misteriosamente. Existencialmente. Y lo que vio, donde sea que lo vio, lo siguió; y eso sigue. Con el tiempo, por supuesto, el corazón comienza a resonar al unísono con eso que se oyó en una frase evangélica (“Ven y sígueme”) o en el viento de las alturas... El corazón siempre tiene parte, siempre está comprometido, y hasta debe estar consagrado en la búsqueda de esa vocación, de ese sentido de la vida que colma, precisamente, el propio corazón. Ahora bien, corren tiempos en los cuales no es tan simple y fácil oír lo que el corazón quiere y desea. Y es precisamente en esos anhelos y deseos profundos del corazón donde se encuentran las respuestas esenciales a todos los interrogantes dramáticos que se nos presentan, y que se nos presentarán en el transcurso de nuestras miserables y maravillosas vidas. Es por los deseos cordiales donde se abre o se entrevé la eternidad. En esos gemidos del corazón (“De profundis”) aparecen las verdades que salvan y que hay seguir. Aquí se entremezcla la oración. O tal vez sea lo mismo. Tal vez en el fondo más fondo sea todo lo mismo, y confluyan los ríos subterráneos, vitales. Y se descubra que el sentido es, tras tantos rostros, tras tantas sombras, el mismo Creador. Es esa “sed que alumbra”, ¿se acuerda? Es por allí donde brota la luz, sí, esa luz que nos permite ver la Luz; que es, amigo mío, JESUCRISTO. ¿Recuerdas el Prólogo del Evangelio de San Juan? No sé por qué lo rememoro con añoranza -Y empezó a recitar:-

“En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios… Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron. Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan. Este vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él. No era él la luz, sino que debía dar testimonio de la luz. La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba. Y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron…” -No pudo continuar. Se rindió ante la oleada de caridad divina, ante la invasión de luz altiva. Y calló, sollozando en su interior…

Así se hizo el silencio, oportuno, que tuvo una prolongación incalculable. José, en verdad, tenía muchas cosas para seguir diciendo, pero prefirió callar. Últimamente prefería callar cosas y casos que en sus adentros llevaba. Su confidente, Jorge, comprendía el corazón de su amigo, pero no lo entendía. Tampoco era necesario, ni para uno ni para el otro. Bastaba esa honda comprensión convertible en una delicada compasión que provocaba en ambos un casi inconsciente “acompañante espiritual” (con sus rasgos de paternidad y de guía). Por eso no era una amistad común. Por eso quizás toda amistad verdadera no es común; es un “tesoro”; ningún tesoro es común, ni es común tampoco hacerse a la búsqueda del tesoro escondido. No obstante, aún faltaba seguir purificando ese oro de la amistad para que toda escoria desaparezca de la misma y reluzca brillante para el cielo. Faltaba que naciera el desierto de esa amistad. Y el desierto es soledad. Es abandono, es desamparo. Y es, ante todo, lucha. Combate espiritual. Permaneciendo en las paradojas. (El corazón ha sido diseñado para las paradojas). Incluso en la amistad: misterio de comunión entrañable y de soledad indecible.


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-¡José! Nunca me dijiste cuál era la pregunta del corazón que de hace tiempo te interpela y que provocó esta hermosa, y a la vez extraña, conversación.    

-¡¿Por qué no soy santo?!



[Este escrito fue fruto de una meditación a propósito de la inspiradora película "Moscati. El médico de los pobres".]


-Bueno. ¿