lunes, 11 de marzo de 2024

THE CHOSEN 

 Una encendida apreciación



 1.2.24


Es mi deseo esta vez (o acaso una exigencia del corazón tiernamente herido) compartir una viva y revitalizadora impresión, un noble admiración, una verdadera alegría. Anoche he acabado de ver la serie cristiana The Chosen. Se me hizo tarde el concluirla porque no podía dejar de ver los dos últimos capítulos “al hilo”. En verdad, creo que podría ver la serie entera sin interrupción. De hecho, ya me encuentro con ganas de volver a verla, de principio a fin, y eso que aún no he terminado de decantar todo lo que esta gran obra (¿maestra?) ha podido -y puede- ofrecer. Pero la “adicción” que adrede asoma en estas líneas hacia tal obra cinematográfica no se debe tanto a la calidad de los recursos que se utilizaron, al alto nivel de sus personajes (quizá a expensas de uno, el que interpreta al Mesías: Jonathan Roumie, del que hablaré más adelante), del vestuario, de la escenografía, de la fotografía, de la música, etc., sino a la figura central de Jesús de Nazaret. Lo que acabo de afirmar no va para nada en detrimento al inmenso logro alcanzado por su creador y director (Dallas Jenkins) y a todo el equipo con el que trabaja. Al contrario, el mismo fundador de la serie afirmó que, de hacer cine cristiano, lo haría a lo grande, con magnanimidad, belleza e intensa emoción. Y puedo decir que lo conquistó, colmadamente. Que en estas primeras tres temporadas, de ocho episodios cada una, ha podido capturar toda la atención del televidente, ha llegado a conmover las fibras más íntimas de muchos espectadores que, probablemente, hayan empezado a ver la serie dramática con cierto escepticismo pero que rápidamente tal estado de la mente viró a una especie de devoción, o compulsión, por la obra de marras.


Me atrevo a ponderar el trabajo de Dallas Jenkins a la altura de la gran obra mundialmente aclamada del artista indómito Mel Gibson, con su película La Pasión de Cristo. En efecto, con ambas he tenido la misma experiencia de transformación, de renovación de la mentalidad, de sincero arrepentimiento. El Cristo recreado por ambos cineastas ha resonado con el Cristo interior, con el Jesús que ha ido creciendo y dibujándose en el alma, en la misma imaginación que ayuda a la vivencia de fe, en el transcurso de 15 años en la práctica cristiana, especialmente a través del ejercicio continuo y reposado de la Lectio Divina. Es difícil expresar, de hecho, tales vivencias, intuiciones y sentimientos que provoca el Señor en la persona que busca seguirlo. Cada experiencia con Jesucristo, sin dudas, es totalmente personal y única, irrepetible e inédita. Sin embargo, me apresuro a conjeturar que a muchos cristianos en el mundo entero las figuras de estos Cristos que han sido interpretados fielmente por dos bendecidos actores (el de la Pasión es Jim Caviezel) ha calado hondo en el sentir creyente auténtico. Se nos antoja el Salvador genuinamente cercano gracias a tales presentaciones, llenas de fe, de transparencia, de cordialidad y de suma reverencia por el Hijo de Dios. Y esta cercanía se debe a la fascinación que causa la humanidad del Verbo eterno, esa santísima humanidad que tanto enamoraba y enloquecía a Teresa de Jesús y… ¡a cuantos más! Por eso decía al principio que si hay un motivo de obsesión, una razón legítima para volverse adicto por las dos creaciones susodichas del “séptimo arte”, se debe a este Jesús irresistible y encantador, «el más hermoso de los hombres» como canta el salmista, que tiene el poder de cautivar hasta el individuo más indiferente y la fuerza de rescatar hasta el hombre más desesperado. 


Inmediatamente hay que aclarar que tal redención no la produce el arte en sí -los actores, las escenas-, pues no. Quizás esté de más semejante aclaración, pero lo cierto y vigente es que toda redención, la sanación y liberación anheladas, son obras exclusivas de la Gracia de Dios. El que opera incesantemente es el Espíritu Santo, quien labura misteriosamente en el corazón de los hombres: en los corazones rotos de innumerables personas que todavía hoy esperan al Mesías, al único Salvador: Nuestro Señor Jesucristo. En este mundo posmoderno y poscristiano, posmetafísico y posreligioso, las sombras avanzan y el mal se expande descaradamente. Pareciera no tener dique la malicia y la mentira en la sociedad actual. Se presenta, a menudo, demasiado desolador el panorama del siglo XXI: la creciente falta de Fe, el aumento incontrolable de la violencia, el avance arrollador de la pornografía, la dominación de las riquezas y el reinado del éxito laboral con su ascendente estrés y depresión, y un largo y desalentador etcétera… También dentro de las comunidades creyentes pareciera reinar la discordia, haber un retroceso en el camino cristiano, estarse la caridad enfriando de manera vertiginosa. Muy intrincado y complicado se presenta la opción por seguir al Señor. Abundan las opiniones, las contradicciones, los juicios y las murmuraciones. Todo en nuestra decadente generación parecería conspirar para elegir y atender al Maestro,  «lo único necesario». Son tantos los dilemas, los problemas, los conflictos, las presiones y las crisis de todo tipo que un servidor está tentado -o puede estar seriamente tentado- de abandonar el Credo. De darle las espalda a Dios. De marcharse de la Iglesia para siempre. Hasta de convertirse en enemigo de Dios y de la Iglesia, un resentido,… ¡un desesperado!


Sin embargo, el Padre no nos abandona jamás. El Creador no se desatiende de sus creaturas, de su creación, aunque muchas veces así parezca ante nuestras minúsculas y duras entendederas. Y por lo tanto, hay signos y señales, símbolos y sacramentos que nos manifiestan su Presencia creadora, restauradora, santificadora. Que nos susurran -o gritan- que el Reino de los Cielos ya está acá, entre nosotros, que el tiempo se ha cumplido: que hay que convertirse nomás, y volver a creer al Evangelio. Siempre están los mensajes del Eterno, para el que quiera verlos, para el que se compromete a escuchar con inteligencia y humildad. 


Así, por ejemplo, esta serie dramática basada en la Vida de Jesús, vista por sus elegidos, es un signo elocuente para esta época convulsa. Es un milagro, así lo veo yo. Incluso que esté, por caso, en la plataforma nefasta de Netflix no deja de asombrarme pero ¡cuánto me alegra que pueda difundirse masivamente la Buena Noticia por medio de semejantes instrumentos diseñados para el Mal! Se revela así, una vez más, que Dios hace lo que quiere con los medios que Él dispone. Que es Soberano y Omnipotente. Que nada se le escapa. Que es el Gran Jugador. Y que el Evangelio seguirá proclamándose hasta el fin del mundo y hasta los últimos rincones de la tierra que habitamos. Y que Jesús, Dios y hombre perfecto, sigue siendo el único Mediador entre el Padre y nosotros, entre Cielo y Tierra: Él y su admirable Cruz. No hay otro camino. «No hay otro Nombre dado por el cual ser salvos» (Hch 4,12).


The Chosen seguirá teniendo éxito (pese a los fariseos de turno, al mundo enfurecido y gracias a la gente sencilla) debido a que el protagonista de la misma serie “taquillera” es el Amado y es el Amor: "el Amigo del hombre" -como gustaban llamarlo los Santos Padres-. Todos somos llamados, y llamados por este Amor invencible, y podemos ser elegidos por el Amado para seguirlo y servirlo en el prójimo. Sólo una cosa es necesaria:

–"FOLLOW HIM". 


{Continuará…}


P.d.: Después de escribir esta apreciación me enteré que la serie constará de cuatro capítulos más, o sea en total serán siete temporadas, y que el capítulo cuarto ya ha sido estrenado. Les dejo un enlace para ver el adelanto de lo que se viene... Deo gratias!

P.d.2: Para el que no pueda ver la serie en Netflix puede descargarse la aplicación Angel Studios y disfrutarla gratis desde allí con buena calidad. Tanto este dato como la recomendación 'encendida' de ver The Chosen fue gentileza de un sabio monje benedictino, actual secretario del Abad Primado, en Roma. Providencial encuentro, agradecida sugerencia.




Hilario.

sábado, 9 de marzo de 2024

Le mystère de la femme.

 

Y siempre ellas


Y siempre ellas...

No faltan. Nunca.

En todas partes se encuentran, con o sin invitación, estando el deseo enardecido por ellas o no. O no estándolo, sencillamente. Acaso estando el deseo en otra parte, avivado y tenso hacia otras realidades.

Pero da igual. No hay caso.

Ellas aparecen igual, de distintas maneras, bajo mil escaramuzas. Insistentemente ellas aparecen y atraen, irresistiblemente atraen.

Excitan. No, no es la palabra a veces, no en este caso.

Interfieren. Eso. Siempre interfieren, para bien o para mal. A menudo para mal...

Son las rivales perfectas.

Son las rivales en el amor del mismo Creador -y no lo digo yo...

Son como el mar, como las olas de mar...

De un mar que nuevamente intento contemplar, en la tarde final de mis vacaciones. En una tarde extraordinaria, de intensos rosados colores salpicando aguas y nubes, dunas y espumas. Explosión de la Naturaleza que se despide del verano, en un adiós estival de tonos melancólicos y agridulces sabores.

Las olas reflejan la acción de las hijas de Eva.

Ese ir y venir constante, mecánico, implacable. No dejan un instante de lamer la tierra herida. Retornan incansablemente a las costas pacíficas para dejarle minúsculas partículas marinas, de origen desconocido, incierto. Peligoroso...

La influencia que ellas, las olas, tienen sobre la arena blanda es poderosa. Hace miles de millones de años ejercen el mismo poder sobre infinitas playas, hasta en las islas más remotas.

Notable influencia, deslumbrante ejercicio.

Las agrietadas costas piden a gritos la solidez de las rocas, las fuertes escolleras, los gigantes acantilados. Para que las olas se estrellen, sin más, y no dejen huellas en el barro.

Para que el limo costero no sufra permanentemente la pleamar y la bajamar, rítmicas en su oleaje musical.

No se puede estar siempre en guardia. Es agotador...

Pero las aguas seguirán estando. Más violentas o menos violentas, seguirán su curso regular. Tienen una ley inscrita: ellas cumplen.

Ellas son, existen. Así son ellas, mon ami.

¡Y cuánto atraen las olas! 

¡Qué poder magnético se esconde entre sus crespas cabelleras!

¡Qué hechizo se acumula en las aguas inconmensurables!

Embrujo de marineros.

La suprema "Tentación" para algunos santos amantes y juglares, como el Pobrecillo.

Musa y maga de poetas enamorados.

Enemiga de amores mejores para orantes apasionados y pecadores.

Y al mismo tiempo...

Son ellas las que permiten arribar al puerto añorado.

¡Ellas!, la misma puerta del cielo -al menos una Mujer lo es...

Con todo, hay que acostumbrarse a lidiar con estos fenómenos del cosmos, de un mundo caído que clama a gritos la liberación. Y en la Esperanza aguardamos la anhelada y dichosa liberación. Hay que aprender a estar con ellas -con Ella- buscando que sean oasis de paz y de compasión, canales de gracia y de comunión. Fuentes de castidad. 

Para eso, hay que luchar.

¡Cuánto habrá que luchar, amigo mío!

El mayor don en la tierra también es el mayor riesgo y la fatigosa conquista.

Además...

Ellas somos nosotros.

Ella soy yo. Mi correlato existencial y mi costilla mística. Todo ha de ser salvado y saneado.

Y aunque el mar siga allí, imperturbable, en un continuo reflujo de aguas saladas orillando sus encantos, yo sigo mirando la Estrella de la tarde.

Mi Undomiel.

Con las manos sucias y el cuerpo ajado descanso en la Pietas...


¡Esposa y Madre, no me sueltes!

viernes, 8 de marzo de 2024

¿Hay pique?

Confesión atardecida


¡Qué extraño...!

Llevo más de una semana de vacaciones, es el séptimo día que me encuentro en la playa al atardecer, buscando la soledad para contemplar el mar y esperar la inspiración poética, y nada. El mar no me dice nada. La belleza desbordante de lo que contemplo no me sugiere nada. 

Y recuerdo los días pasados, las vacaciones anteriores frente al mismo espectáculo, la exacta escena, y las palabras inspiradas brotaban con facilidad; todo me hablaba, todo el cosmos me gritaba. El mar me decía sus encantos, me susurraba mil secretos. Antaño me salía espontáneo escribir con cierta belleza, con mi rudimentario y algo ingenuo arte, lo que observaba y todo lo que me producía en el interior, aquello que absorbía con mis ojos, con todo el alma.

Ahora es distinto. ¿Es realmente distinto? Ahora pareciera que las cosas callan. Que la belleza del mundo sigue ahí, ante mí, pero ya mi alma no puede descifrar su número, destilar su esencia. El mar está como mudo para mí, en mi interior, aunque las olas sigan bramando y rugiendo, o cantando con voz antigua e idéntica. Todo sigue igual allí afuera. Sin embargo, acá dentro, en mis hondos adentros todo ha cambiado; está cambiando, constantemente. O mejor dicho, muchas cosas han cambiado, aunque otras tantas permanezcan inmutables. Acaso sea el "yo" consciente el que permanece; este sujeto que vive, que sigue existiendo y sigue insistiendo para buscar la luz de las cosas, el secreto de la tierra, para capturar el sentido de lo creado y alcanzar, quizá, el mismo misterio del ser. Para adorarlo, nada más, y ciertamente nada menos. Pero necesito del arte, necesito del pensamiento subido y la emoción intensa como dos alas que se despliegan para tomar vuelo y avistar el horizonte completo. Para abarcar lo grande y terrible del universo, la majestuosidad de lo que existe, y ser arrebatado por todo lo bello, bueno y auténtico que tienen las cosas, y que poseen las personas.

Mas, empero, nada dice el mar...

Ahora estoy escribiendo lo que recién pensaba, meditando esta impotencia de mi vena poética, esta sensación de incapacidad por no saber qué ver ni dónde oír. Para no dejarme arrastrar por ese sentimiento de gratitud y esa sensación de expansión por tanta belleza contenida en un atardecer marino, por no entusiasmarme artísticamente, ¡románticamente!, por el poder magnético y casi eterno del Océano Atlántico...

¿Qué nos pasó, corazón?

Recién caminaba en círculos, fumando pipa, tratando de aligerar el espíritu y de dilucidar los motivos de mi desazón, o tal vez, de una pena escondida. Una penita que se me escapa. Una penita vespertina de mar. No es acedia lo que tengo. No. Es otra cosa. Sigo mirando de hito en hito la extensión marítima, estas aguas que en la tarde de hoy martes se mantienen bastante quietas, inesperadamente quietas. Indefensas... Acaso como estoy yo ahora. Con cierta sensación de debilidad, rumiando la fragilidad de mi personalidad, a par de palpar lo fugaz y efímero de todo lo que me rodea, de sentir ardientemente la caducidad de la vida y la mortandad que sella las cosas de este mundo pasajero. 

Y daba vueltas en la abandonada torrecilla de vigilancia de los guardavidas. Casi nadie queda en la playa, y aprovecho la yerma costa para seguir escrutando el misterio de la cosas, de la vida y de la muerte. No hay distracciones al momento, milagrosamente. ¡Y qué reposo, cuerpito mío! ¡Qué de distracciones carnales, indómitas, se hallan en las playas concurridas! Y eso que esta fecha debería ser más tranquila para alguien que busca una auténtica vacacación de cuerpo, mente y corazón. Es Marzo ya, pero todavía sigue la concupiscencia visitando a los hijos de Adán que quieren amistad con el mar y alianza con los deseos puros.

Continúo en la pequeña y desvencijada torre de madera oteando la línea divisoria que  une (¿o separa?) cielo y mar. Contemplo alborozado unas nubes bajas color rosado, aunque soportando un viento frío, y quedo a la espera de nuevas epifanías...

Y me causa ironía que esté en el puesto de guardavidas. ¿Qué vidas debo guardar? ¿Qué vida puedo guardar yo? Apenas me mantengo en pie, agónico, luchando contra tantos malos pensamientos que se agitan como borrascas intempestivas en un día claro y sereno de mar. Apenas logro resistir ante los furtivos y arteros ataques de insidiosos Dementores que succionan el ánima, que me desvitalizan con sus presencias sombrías y elusivas. Sí, me quitan energía tantas tentaciones e ingentes estímulos cargados de malicia, de mentira y de sensualidad proterva.

Sólo debo guardar mi alma: rotunda es la consigna. Pero en verdad, ¿es que soy yo, pobre carroña para aguiluchos hambrientos, el que podrá guardarse? Si hasta necesito guardarme de mí mismo: guardarme a mí de mí; de mi yo dominante y posesivo, del ego destructivo. Ya hay quien guarda las almas y los mares. Hay un único Guardián de Israel. Existe un Salvador, y sólo Él puede manternos en pie, alejados del enemigo interno que tenemos y nos traiciona a la primera.

Su nombre es Jesús. Y él es el verdadero "Salvavidas". Él sólo tiene el derecho y el poder de vigilar desde su torre de marfil, desde el seno de María, y desde la diestra del Padre todopoderoso. 

Si en esta tarde mis pensamientos han desembocado en su Persona es porque lo deseo profundamente. Tal vez lo necesito más que nunca, más que cuando era un adolescente en vacaciones que se iba a la playa con sus pipas y sus libros ansioso de elevar sus pensamientos y atento a las inspiraciones que le provocaban las cosas y el éxtasis de la vida. Pocas preocupaciones habían en aquel entonces. El rostro de las cosas y de los casos humanos lucía más afable. Cerca de la superficie de la existencia todo resulta más "simpático" y placentero...

Sin embargo, ahora mi biografía va centrándose más en Él, en descenso directo al corazón profundo. Y no lo puedo evitar. No lo puedo controlar. Parece un movimiento irrevocable. Ninguna otra cosa o experiencia me dan el sentido, la orientación justa, la motivación que necesito para salir a correr o para ascender montañas o para lanzarme tras las olas por puro afán de enfrentarlas y atravesarlas, y de obedecer un impulso interior que me manda a ir mar adentro, hasta el fondo, hasta el fondo de todo, hasta el fondo de los acontecimientos y de cada persona en particular, con una confianza infinita, porque hay un Padre de los océanos que mira desde Arriba y un Espíritu que auxilia desde dentro. Y no hay más. Son ellos Tres la razón de mi vida, y mis ganas. Por Ellas emprendería algo grande y peligroso, , mas si hago estupideces temerarias, ¿no serán inconscientes ensayos de querer una existencia superior? "Superior", no en el sentido de ser "más que otros" o de ser alguien reconocido y exitoso en la sociedad, sino de vivir divinamente siendo humano. Vivir en estado pascual. Vivir el misterio de la Encarnación del Señor, a quien intento seguir con pasión, y no menos, con compasión a este miserable que cae habitualmente pero no cede a la gran tentación del desánimo. Con misericordia por todos los miserables de la tierra que lo buscan y procuran seguirlo, con mayor o menor lucidez y valentía. Todos estamos embarcados en la misma expecional aventura: arribar al puerto y a la patria de la Trinidad bendita.

Y voy terminando este escrito sincero, con los dedos entumecidos, con las últimas luces de un crepúsculo singular. Y voy sospechando la inquietud de estos días de playa y sol, de arena y mar, con poca gracia y angustiada oración. El desasosiego, pues, ¿no será que buscaba en el mar, en el cielo, en el bosque, en los pinos, en la arena, en los libros, en la pipa y en el mate una inspiración vacía de sólido contenido? ¿No será que andaba obsesionado con la vanidad de las apariencias estéticas? ¿En el fondo, no me estaría buscando a mí mismo, a ese yo vanidoso oculto tras el poncho y la boina, como lo estoy ahora...? Quizás por eso todo permanecía mudo, porque buscaba la nada. La nada es muda, y es moda. La nada es muerte y trágica farsa.

Lo que da vida, fuerza y luz ya lo tenía dentro mío, y yo buscaba afuera como tonto. ¡Estúpido!, es Él... es Dios. Y en adelante, seguirá siendo Él, y ojalá que cada vez más. Él, la razón de todo, Él y sólo Él el único motivo de inspiración. Él le da sentido a todo e ilumina este mundo. Por tanto, ¿qué me obliga a quedarme mirando el mar en esta tarde de verano? Pues, una vez más, Él: que hay Alguien en las aguas verde azuladas, que hay un Tú al que dirigirme desde el fondo de mi alma. Y que ese Tú me ama, eternamente me ama, me llama, me elige y me destina a la Gloria.

¿Lo demás? Frivolidades.

Amén. 



jueves, 7 de marzo de 2024

Libre regreso al verso libre...

 SILENCIO Y LUZ

Gus,
un amigo d'orsiano.


“Silencio y luz”.

Tal fue el saludo

De un amigo peregrino

Que busca al Uno.


Silencio y luz.

¡Maravillosa expresión!

¡Profunda meditación!

Benéfico mantra.


Silencio y luz.

¡Cuánto fuego en la expresión!

¡Cuánta manifestación!

¡Qué de encantamientos…!


Silencio y luz,

Y ya la paz me visita.

La quietud se adivina

En el orden interior que retorna.


¡Silencio y luz!

¡Afuera el barullo!

Las opiniones arrugo

Y las tiro al tacho de mi desdén.


Silencio y luz:

Basta de ruidos.

Basta de vicios.

Fin a las heridas torpes de los hombres.


Silencio y luz.

Bálsamo de la mente.

Áncora fiel y clemente.

Amigas del desierto.


Silencio y luz;

Signos en la Consciencia.

Huellas de Su presencia.

Promesas de un buscador del Ser.


Silencio y luz

Son palabras que necesito,

El estilo que busco y preciso;

Un deseo insobornable.


De silencio y luz

Anhela ser mi plegaria…

Mientras atisbo la Nada

Más amable que la Noche.


En silencio y luz

Quiero a veces recordar

Cómo gozaba el amar

Entre celdas y claustros monacales…


El silencio es luz,

Y la luz, silencio.

¡Tú eres mi Silencio!

¡Tú eres mi Luz!


Amén. 


Regreso al Atlántico...


Otra tarde atento al Otro



Se oyen rumores distintos

En arbustos marítimos

Y a mis espaldas distingo 

Pequeños seres divinos.


Zumban los mosquitos en la arena

Importunando a un observador.

Mientras, el sol dora la marea

Con un mar rutilante, abrumador...


¡Bravío! Las olas claman 

Tu presencia, tu llegada.

La cita está preparada:

Es hora de la llamada.


¡Sólo dilo!

Yo vigilo.


¡¡¡Ven!!!


H.

miércoles, 6 de marzo de 2024

"¿Vocación de publicanos?"

 LA ORACIÓN DEL PUBLICANO

Por: Un Cartujo.



  Siento la necesidad de pararme en el episodio del publicano algún tiempo porque estamos ante una verdadera oración teologal que pone la mirada sobre Dios y nadie más: “Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”, tan distinta de la oración con la que el fariseo expone sus peticiones, complaciéndose en su propia persona. Es una oración que busca a Dios. El mismo Jesús nos lo garantiza. Es una oración que se refiere a nosotros porque nadie tiene nada que decir salvo implorar la misericordia divina por nuestra condición de pecadores.

  Es importante reconocer que nuestros pecados no nos impiden presentarnos ante el Padre misericordioso. Al contrario. Sólo Él puede tener piedad y hacer, por el misterio de su ternura y poder, que seamos justificados, agradables, acogidos con benevolencia por haber creído que él está lleno de compasión y misericordia.

  Insisto sobre este punto porque me parece que constituye el núcleo de nuestra oración teologal como pobres herederos de Adán que somos. Algunas tradiciones espirituales falsas y una “educación cristiana” estrecha han conseguido que, en la inmensa mayoría de los casos, el pecador esté convencido de que a los ojos de Dios no tiene derecho a existir y que lo mejor que puede hacer es huir lo más lejos posible del implacable vengador del cielo. ¡Qué caricatura del evangelio!

“Dios amó tanto al mundo que le entregó a su único Hijo para que el mundo sea salvado, no condenado” (Jn 3,16-17).

  Podríamos añadir numerosas citas en este sentido del evangelio y de las epístolas. El pecado se ha convertido en el revelador del amor profundo e infinito del Padre hacia sus hijos. Todos tenemos vocación de publicanos porque todos somos pecadores llamados a buscar la intimidad con Dios. Él nunca nos dirá: “Vete primero a purificarte y luego preséntate ante mí”. Al contrario, si reconocemos la verdad de nuestra pobreza y nos dirigimos a su misericordia él nos dirá: “Ven para que te purifique, ven y alegra mi corazón y el cielo entero”.

  La paradoja del amor divino es tan fuerte que no me parece excesivo decir que la oración del publicano es la única forma normal de oración teologal para nosotros. Nunca podremos presentarnos ante Dios sin llevar en el corazón obstáculos, como pecados, huellas que dejan esos pecados, obstáculos involuntarios, pero demasiado reales para dejar obrar a Dios en nuestra vida, etc. Todos y siempre nos presentamos ante nuestro Padre como el hijo pródigo seguros de que nos abrazará antes de que empecemos a darle explicaciones.

  Habría mucho que decir en este sentido sobre la oración de curación, la oración de esos múltiples pecadores, débiles y enfermos cuya purificación se revela en el evangelio a través de la presencia de Jesús, con una sola palabra de su boca o un simple gesto de su parte. Y esto siempre es verdad. ¿Quién puede hablar de esas curaciones rápidas y progresivas de almas heridas, de corazones presos, de sensibilidades revueltas que en el secreto de una oración dirigida directamente a Jesús se han visto curadas y resucitadas en la medida en que han creído en Él, han tenido confianza y han intentado amarle?

  En esos casos realmente se trata de una oración teologal. Se produce un encuentro con el Hijo de Dios y un cambio: “Él toma sobre sí nuestras debilidades” (Mt 8,17) mientras que la vida divina empieza a brillar en nuestro corazón; no sólo nos da esta consolación, sino que también nos hace partícipes de su propia vida.

  ¿No es también una oración de publicano la oración de Jesús que repiten desde siglos e incansablemente los hesicastas? El texto de la jaculatoria con la que rezan está parcialmente tomado de la fórmula de publicano: “Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”. Generaciones de monjes no han tenido otra oración interior distinta de esta que a su vez les ha llevado a la intimidad silenciosa con Dios, al fondo de su pobreza.

  “Tu rostro busco, Señor, no me escondas tu rostro” (Sal 26,8-9). Este versículo del salmo, entre muchos otros, permite presentir el profundo deseo del Señor que anima tantos corazones. ¿Encontrarán el medio de llegar hasta el fin de su búsqueda? ¿No nos perderemos en el camino o cansados por la falta de éxito, nos sentaremos desanimados al borde del camino?

  Me pregunto si esos buscadores de Dios a la deriva cuentan con las ayudas suficientes. Saber esto debería causar una herida en nuestro corazón. Ojalá el Padre infinitamente misericordioso escuche nuestra oración por ello. 

  Para terminar, tengo que reconocer la imprudencia que he cometido empezando estas páginas cuyo tema desborda enormemente mi competencia. Gracias por perdonarme. Amén.


[Fuente: Ver a Dios con el corazón. La práctica de la oración del corazón.]