Confesión atardecida
¡Qué extraño...!
Llevo más de una semana de vacaciones, es el séptimo día que me encuentro en la playa al atardecer, buscando la soledad para contemplar el mar y esperar la inspiración poética, y nada. El mar no me dice nada. La belleza desbordante de lo que contemplo no me sugiere nada.
Y recuerdo los días pasados, las vacaciones anteriores frente al mismo espectáculo, la exacta escena, y las palabras inspiradas brotaban con facilidad; todo me hablaba, todo el cosmos me gritaba. El mar me decía sus encantos, me susurraba mil secretos. Antaño me salía espontáneo escribir con cierta belleza, con mi rudimentario y algo ingenuo arte, lo que observaba y todo lo que me producía en el interior, aquello que absorbía con mis ojos, con todo el alma.
Ahora es distinto. ¿Es realmente distinto? Ahora pareciera que las cosas callan. Que la belleza del mundo sigue ahí, ante mí, pero ya mi alma no puede descifrar su número, destilar su esencia. El mar está como mudo para mí, en mi interior, aunque las olas sigan bramando y rugiendo, o cantando con voz antigua e idéntica. Todo sigue igual allí afuera. Sin embargo, acá dentro, en mis hondos adentros todo ha cambiado; está cambiando, constantemente. O mejor dicho, muchas cosas han cambiado, aunque otras tantas permanezcan inmutables. Acaso sea el "yo" consciente el que permanece; este sujeto que vive, que sigue existiendo y sigue insistiendo para buscar la luz de las cosas, el secreto de la tierra, para capturar el sentido de lo creado y alcanzar, quizá, el mismo misterio del ser. Para adorarlo, nada más, y ciertamente nada menos. Pero necesito del arte, necesito del pensamiento subido y la emoción intensa como dos alas que se despliegan para tomar vuelo y avistar el horizonte completo. Para abarcar lo grande y terrible del universo, la majestuosidad de lo que existe, y ser arrebatado por todo lo bello, bueno y auténtico que tienen las cosas, y que poseen las personas.
Mas, empero, nada dice el mar...
Ahora estoy escribiendo lo que recién pensaba, meditando esta impotencia de mi vena poética, esta sensación de incapacidad por no saber qué ver ni dónde oír. Para no dejarme arrastrar por ese sentimiento de gratitud y esa sensación de expansión por tanta belleza contenida en un atardecer marino, por no entusiasmarme artísticamente, ¡románticamente!, por el poder magnético y casi eterno del Océano Atlántico...
¿Qué nos pasó, corazón?
Recién caminaba en círculos, fumando pipa, tratando de aligerar el espíritu y de dilucidar los motivos de mi desazón, o tal vez, de una pena escondida. Una penita que se me escapa. Una penita vespertina de mar. No es acedia lo que tengo. No. Es otra cosa. Sigo mirando de hito en hito la extensión marítima, estas aguas que en la tarde de hoy martes se mantienen bastante quietas, inesperadamente quietas. Indefensas... Acaso como estoy yo ahora. Con cierta sensación de debilidad, rumiando la fragilidad de mi personalidad, a par de palpar lo fugaz y efímero de todo lo que me rodea, de sentir ardientemente la caducidad de la vida y la mortandad que sella las cosas de este mundo pasajero.
Y daba vueltas en la abandonada torrecilla de vigilancia de los guardavidas. Casi nadie queda en la playa, y aprovecho la yerma costa para seguir escrutando el misterio de la cosas, de la vida y de la muerte. No hay distracciones al momento, milagrosamente. ¡Y qué reposo, cuerpito mío! ¡Qué de distracciones carnales, indómitas, se hallan en las playas concurridas! Y eso que esta fecha debería ser más tranquila para alguien que busca una auténtica vacacación de cuerpo, mente y corazón. Es Marzo ya, pero todavía sigue la concupiscencia visitando a los hijos de Adán que quieren amistad con el mar y alianza con los deseos puros.
Continúo en la pequeña y desvencijada torre de madera oteando la línea divisoria que une (¿o separa?) cielo y mar. Contemplo alborozado unas nubes bajas color rosado, aunque soportando un viento frío, y quedo a la espera de nuevas epifanías...
Y me causa ironía que esté en el puesto de guardavidas. ¿Qué vidas debo guardar? ¿Qué vida puedo guardar yo? Apenas me mantengo en pie, agónico, luchando contra tantos malos pensamientos que se agitan como borrascas intempestivas en un día claro y sereno de mar. Apenas logro resistir ante los furtivos y arteros ataques de insidiosos Dementores que succionan el ánima, que me desvitalizan con sus presencias sombrías y elusivas. Sí, me quitan energía tantas tentaciones e ingentes estímulos cargados de malicia, de mentira y de sensualidad proterva.
Sólo debo guardar mi alma: rotunda es la consigna. Pero en verdad, ¿es que soy yo, pobre carroña para aguiluchos hambrientos, el que podrá guardarse? Si hasta necesito guardarme de mí mismo: guardarme a mí de mí; de mi yo dominante y posesivo, del ego destructivo. Ya hay quien guarda las almas y los mares. Hay un único Guardián de Israel. Existe un Salvador, y sólo Él puede manternos en pie, alejados del enemigo interno que tenemos y nos traiciona a la primera.
Su nombre es Jesús. Y él es el verdadero "Salvavidas". Él sólo tiene el derecho y el poder de vigilar desde su torre de marfil, desde el seno de María, y desde la diestra del Padre todopoderoso.
Si en esta tarde mis pensamientos han desembocado en su Persona es porque lo deseo profundamente. Tal vez lo necesito más que nunca, más que cuando era un adolescente en vacaciones que se iba a la playa con sus pipas y sus libros ansioso de elevar sus pensamientos y atento a las inspiraciones que le provocaban las cosas y el éxtasis de la vida. Pocas preocupaciones habían en aquel entonces. El rostro de las cosas y de los casos humanos lucía más afable. Cerca de la superficie de la existencia todo resulta más "simpático" y placentero...
Sin embargo, ahora mi biografía va centrándose más en Él, en descenso directo al corazón profundo. Y no lo puedo evitar. No lo puedo controlar. Parece un movimiento irrevocable. Ninguna otra cosa o experiencia me dan el sentido, la orientación justa, la motivación que necesito para salir a correr o para ascender montañas o para lanzarme tras las olas por puro afán de enfrentarlas y atravesarlas, y de obedecer un impulso interior que me manda a ir mar adentro, hasta el fondo, hasta el fondo de todo, hasta el fondo de los acontecimientos y de cada persona en particular, con una confianza infinita, porque hay un Padre de los océanos que mira desde Arriba y un Espíritu que auxilia desde dentro. Y no hay más. Son ellos Tres la razón de mi vida, y mis ganas. Por Ellas emprendería algo grande y peligroso, , mas si hago estupideces temerarias, ¿no serán inconscientes ensayos de querer una existencia superior? "Superior", no en el sentido de ser "más que otros" o de ser alguien reconocido y exitoso en la sociedad, sino de vivir divinamente siendo humano. Vivir en estado pascual. Vivir el misterio de la Encarnación del Señor, a quien intento seguir con pasión, y no menos, con compasión a este miserable que cae habitualmente pero no cede a la gran tentación del desánimo. Con misericordia por todos los miserables de la tierra que lo buscan y procuran seguirlo, con mayor o menor lucidez y valentía. Todos estamos embarcados en la misma expecional aventura: arribar al puerto y a la patria de la Trinidad bendita.
Y voy terminando este escrito sincero, con los dedos entumecidos, con las últimas luces de un crepúsculo singular. Y voy sospechando la inquietud de estos días de playa y sol, de arena y mar, con poca gracia y angustiada oración. El desasosiego, pues, ¿no será que buscaba en el mar, en el cielo, en el bosque, en los pinos, en la arena, en los libros, en la pipa y en el mate una inspiración vacía de sólido contenido? ¿No será que andaba obsesionado con la vanidad de las apariencias estéticas? ¿En el fondo, no me estaría buscando a mí mismo, a ese yo vanidoso oculto tras el poncho y la boina, como lo estoy ahora...? Quizás por eso todo permanecía mudo, porque buscaba la nada. La nada es muda, y es moda. La nada es muerte y trágica farsa.
Lo que da vida, fuerza y luz ya lo tenía dentro mío, y yo buscaba afuera como tonto. ¡Estúpido!, es Él... es Dios. Y en adelante, seguirá siendo Él, y ojalá que cada vez más. Él, la razón de todo, Él y sólo Él el único motivo de inspiración. Él le da sentido a todo e ilumina este mundo. Por tanto, ¿qué me obliga a quedarme mirando el mar en esta tarde de verano? Pues, una vez más, Él: que hay Alguien en las aguas verde azuladas, que hay un Tú al que dirigirme desde el fondo de mi alma. Y que ese Tú me ama, eternamente me ama, me llama, me elige y me destina a la Gloria.
¿Lo demás? Frivolidades.
Amén.
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