martes, 25 de febrero de 2020

OSTROV: Una película para Cuaresma.

Queridos Gallardos, como todos saben, mañana comienza un nuevo tiempo litúrgico: Cuaresma. Tiempo fuerte de conversión a Dios. Lo que quizás algunos todavía no saben es que existe una película, tal vez lo mejor en arte cinematográfico en su género, propicia para ver en el inicio de esta etapa cuaresmal. O, ¿por qué no?, para verla varias veces durante este tiempo penitencial. Sí, porque OSTROV ("La Isla") es una de esas películas que hay que ver muchas veces, que hay que habituarse a ver todos los años, como "La Pasión de Cristo" de Mel Gibson. Son películas para rezar, para meditar, para contemplar. Hagan la prueba, y comprobarán que no exagero. Y no digo más con respecto a la misma porque a continuación compartiré un texto escrito hace ya tiempo donde transcribo las impresiones que la película rusa me dejó en el alma, luego de haberla visto unas cuantas veces. Pero primero, póngase cómodos mañana y vean recogidos la película (¡sin pororó, eh!). Después, el que quiera, lea tranquilo el extenso comentario a la película, y anímese a comentar luego del mismo sus propias impresiones -si es que alguna impresión profunda les dejó el inspirado film...

¡Santa Cuaresma para todos!

Cuaresma sufrida; Pascua florida.





Una reflexión a partir de la película "Ostrov".


La película rusa OCTROB (La isla) es una obra maestra del arte cinematográfico. De temática religiosa, es un film que provoca la oración. De difícil acceso, su interpretación hay que hacerla también en clave orante y hasta, quizás, es menester sumergirse en su ethos místico para lograr descifrarla acabadamente.

La trama permanecerá apenas oculta a lo largo de todo el roadaje. Mas, aunque su argumento pueda aparecer claro hacia el final -la théosis de un hombre aparentemente loco, o más preciso “bromista”- esto no significa que el mensaje central de la obra podamos asirlo y empaquetarlo, como si se tratase exactamente de una película más. De hecho, a medida que uno más veces la contempla, más y nuevas noticias se descubren. No interesa saber quién es su director y cuál haya sido la inspiración del mismo al escribir su magnífico guión para animarse el simple aficionado al buen cine a sacar sus conclusiones, o al menos intentar explicar el sentido del mismo. Sea como fuere, dado que he mirado dicha película ya varias veces, me arriesgaré a compartirles algunas intuiciones.

La obra rusa en cuestión es un ascenso místico. Una redención del tenor de obras como la de aquellos otros inmensos rusos de la literatura -Dostoievsky y Tolstoi- que gustan de patentizar en sus escritos. En necesario prestar suma atención a todos los detalles del film, aunque nos parezcan algunos tal vez demasiado nimios o insignificantes. Hay que verla con “muchos ojos” y atesorar todo lo que va aconteciendo desde el principio hasta el fin. Puesto que todo en la película significa algo, señala algo, sugiere algo. Desde la música, pasando por los colores y las tomas de los paisajes, hasta las acciones de todos sus personajes y los trascendentes diálogos entre ellos. Todo es elocuente, aún las pausas de silencio, y nada se puede echar por tierra por mera distracción (…probablemente sea ésta una de las causas por las que poca gente se tome el tiempo de pensar y contemplar la susodicha película).

Pero volviendo a la primera idea, este ascenso se comienza a desvelar en la primera imagen del relato: la caldera de fuego ardiendo. El protagonista -Anatoly- no es más que un pobre muchacho, enfermizo y raro, cuya labor es ser carbonero. Sí, en esta primera escena se ve el estado de su vida -en el fondo, de su propia alma-: el infierno. Miserable como es en donde se encuentra, muy pronto se lo verá lloriqueando en una actitud cobarde y deplorable, traicionando a su supuesto amigo y capitán -Thikon Petrovich-, para finalmente darle un tiro de puro miedoso y vil; y todavía más, regocijarse luego como un lunático de semejante crimen hecho a su camarada y a su patria. Así se muestra a las claras como un ser desgraciado que se merece lo peor; tanto que la explosión ulterior del barco repleto de carbón donde Anatoly había quedado sólo y con vida, vendría a ponerle un justo fin a ese mozalbete canalla y chillón.

Sin embargo, en la escena siguiente, se lo ve a Anatoly arrojado sobre una playa llena de barro y turba, siendo rescatado por tres monjes… ¡El Brazo de la gracia providente entraba en Acción! Cuando se está como el joven Anatoly, en trances de morir, en ese preciso instante, aparecen misteriosamente los Tres para salvarte: la Trinidad Santísima. Cuando se está tendido sin esperanza, “con el agua hasta el cuello” y todo deshecho, el Dios Unitrino se encarga de hacer de tu lodazal donde postrado estás una isla de misericordia divina. Y una vida nueva comienza…

Pasan, pues, los años -poco más de 33 años, lo que hace de la cifra numérica quizás otra sugerencia- y vemos al mismo…loco. Pero, ¿por ventura es éste el mismo chiflado de la juventud oscura? Poco a poco iremos descubriendo que el protagonista, ya viejo, sigue rematadamente loco; no obstante, su locura, ha mudado de sentido. ¿De qué locura se trata? Responder a este interrogante tal vez sea el único enigma real e importante a desentrañar en el curso de todo el film. ¿Habrá que enloquecer como el ahora Starets Anatoly para comprenderlo cabalmente? Sin duda que durante la vida de éste supuesto demente y siempre “bromista” -como lo apodaban en la comunidad de monjes que lo había rescatado tiempo ha y donde a partir de entonces moraba y trabajaba como…carbonero- nadie lo supo comprender. Ahora bien, después de su muerte -sublime-: ¿lo habrán comprendido, al menos, los Padres Filaret y Job? Es algo que no podríamos terminar de saberlo con certeza, pero que bien podríamos sospechar que sí. Que finalmente el misterio del personaje -en su doble sentido- de Anatoly fue develado para sus superiores monjes.

La locura, o mejor dicho, la santidad de Anatoly es el tema central de la película. Pero hay más… Que continúe el mismo oficio de carbonero, antes y después de su metanoia, es ilustrativo para destacar que su cambio completo y total, su metamorfosis, se producirá en las mismas condiciones y con los mismos elementos que cuando se hallaba en la “fosa infernal”. Es un signo de que por más que la Gracia de la conversión impacte en el alma con fuerza, no quiere decir esto que uno quede transfigurado de golpe y que ninguna mancha ya se asome en el rostro. Anatoly seguirá sucio y negro por mucho tiempo hasta que al fin llegue el día en que su cara quede limpia y resplandeciente, y su corazón en paz. “Hay ángeles cantando en mi corazón”, exclama con júbilo nuestro protagonista terminando la película. Pero vamos despacio…

También se puede colegir, en el hecho de que siga siendo carbonero, que él quiere borrar su delito quemando todo el cuantioso carbón que se había conservado en el barco que, ciertamente, estaba destruido por la explosión producida por el buque de guerra de los Nazis en la segunda Gran Guerra (42´). Este mismo barco atracó precisamente en esta minúscula isla de monjes perdidos. Y así se pasó más de 30 años echando el mismo carbón, más negro que la noche cerrada, sobre el fuego de otra caldera que arde. Así figuran las dos calderas. La primera era estéril  y cruel; esta segunda acrisola para hacer relucir el oro precioso en la Eterna Vida. En la primera el carbón obscurísimo nunca se acaba y las puertas de hierro jamás se cierran. En la segunda sí se cierran, una vez que el carbón del buque de carga averiado es totalmente incinerado. Entonces no seremos más carboneros, ni vestiremos más de luto ni andaremos más mugrientos…

Además de todo lo anterior, hay un Anatoly taumaturgo y profeta, que a su vez admite otras tantas lecturas. Vale aclarar, antes de que siga el comentario -un tanto extenso, es cierto- que en boca de Anatoly hay más palabras de la Sagrada Escritura, especialmente de los Salmos, que de su propia autoría. Y en esto también -el “loco por Cristo”- se distingue, en que su dicción tenga más Palabra Divina que palabra humana. Desde que se levanta -como lo vemos en una de las primeras escenas- hasta que se acuesta, lo primero que profiere en sus labios es: “Gospodi”, ¡Señor!

Pero volviendo a este perfil profético y milagrero de Anatoly, pareciera que su celo estará en que no se lo tenga por tal. Evita con violencia y con todo tipo de artificios extravagantes exhibir sus dones sobrenaturales (…¿o mostrarlos?). A priori uno constata que Anatoly miente por este afán de ocultarse, pero si uno observa detenidamente el Starets termina dando a entender que él es el Profeta y el Taumaturgo. Vale la pena insistir que, entre milagro y milagro, o profecía y profecía, la oración todo lo envuelve. Anatoly ora continuamente, siempre recurre a la oración y es en ella y desde ella que obra prodigios. Cierto es que lo prodigioso de su obrar no se debe pura y exclusivamente a la oración, o mejor expresado, en verdad sí se debe a ello el que acontezcan maravillas en virtud de su plegaria pero esta misma poco podría sin una vida penitente detrás que la respalde. Es así que, por sobre todo y ante todo, Anatoly es un orante y un penitente. Y es viviendo así, en intensa oración y penitencia, durante tantos años, que terminó convirtiéndose hacia el final de su historia en Exorcista… “porque a esta casta se la expulsa solo con oración y ayuno.”

Entonces allí lo vemos -ahora sí que vamos concluyendo- erguido, hidalgo, con “espíritu de príncipe”, dispuesto a batirse por última vez con el peor de sus enemigos, con el más mortal, y dañino y malvado; con el mismísimo Satán. Podríamos suponer que el enemigo del Mundo muy atrás quedó, que el de la Carne lo había dominado recientemente con la quema de todos los carbones -testimonio de toda una vida ejemplarmente ascética-, y que, entonces, solo un Enemigo le faltaba derrotar definitivamente. A éste último lo “conocía personalmente” por lo que se deduce que se ha cruzado en pugilato con este Adversario en otras ocasiones. Pero hasta aquí, el último round, el último cuerpo a cuerpo. Como así eran las cosas, Anatoly, cual caballero medieval, debía ponerse una armadura nueva y vestirse con austera elegancia para el lance final. El miserable Anatoly con su impertinente y continua toz, hecho una piltrafa humana entre el hollín y las brasas, yace ahora ínclito, vertical, todo pulcro y refulgente, con ganas de acabar con todos sus feroces enemigos y tenderse sereno en una “caja” para dormir…, y despertarse en el Paraíso. Y así lo ejecuta; como fue “preordenado”. Triunfa sobre el Diablo como un campeón. Se merece la “corona de gloria”. Esta escena, a mi juicio, es la mejor de todas.

 Mas luego de la lucha final, y aunque cueste reparar en ello, Anatoly se sabe purificado por entero. Por eso se desviste de su arruinado hábito negro y se pone una túnica blanca e inmaculada. Hay mucho para comentar en el escueto consejo final que le da a Job, pero eso quedará para otra instancia. Parte nomás en paz a su Gospodi. “Peleó un buen combate, corrió una noble carrera, conservó la fe”, pero pudo hacerlo todo por la gracia divina que nunca lo abandonó y siempre estuvo presente a lo largo de toda la magnífica película (… ¡la nieve!).

¡Que el Dios de los locos y de los bromistas tenga piedad de todos nosotros, pobres pecadores!

Amín.
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sábado, 22 de febrero de 2020

Requiescat in pace

Godoy Cruz, 18 de Marzo de 2003

"Pueden correr, más no atraparme!"-gritó don Hilario de Jesús, mientras salía disparado hacia el portón verde del colegio de la calle Tucumán a toda velocidad. El Hijo del Perla, Abbuba, don Virula y el Marqués se precipitaron como pudieron hacia los límites de la "Schola Francisci Xavieris", pero al llegar, descubrieron que Hilario estaba quieto, con los ojos muy fijos en una misiva que sostenía con sus destructivos dedos.

"Se van"-añadió el Rafi con voz queda. El resto del grupo se asomó por la puerta de salida y vieron como con presura una flota de 5 vehículos Mercedes Benz Clase B se alejaban hacia calle Beltrán. Llevaba cada uno pequeñas banderas en sus vidrios retrovisores, distinguiéndose en ellas una barca en el mar, y una paloma.

Hilario, mirando en el impecable papel el destinatario, leyó: A MdG. Pensando en la ya conocida salutación de los jesuitas en sus márgenes de hojas, Hilario musitó: "Para mayor honra y gloria de Dios". El Hijo del Perla, arrebatando la carta de las entonces salvajes manos del de Jesús, explicó:

-"No es eso lo que dice, hay una separación entre la primera y segunda letra."- acotó pausadamente y luego continuó: "Es para ud, Marqués del Godoy".

El Marqués tomó con sus manos el pergamino, lo desenrrolló, y leyó en alta voz:

Estimadísimo Marqués del Godoy: El cheque de donación de 20 Ha de sus feudos para la promoción del colegio San Ignacio de Loyola ha sido acreditada en nuestra cuenta bancaria el pasado Viernes. Según lo convenido en su momento, Ud dispondrá en el futuro de un único favor, a demandar al responsable principal de toda esta operación, cuyo nombre Ud ya conoce. Úselo sabiamente, saludos cordiales. 
                         
                       Arzobispado Metropolitano de la Provincia de Buenos Aires, 17 de Marzo del 2003

El grupo se miró consternado. ¿Que podían significar palabras tan misteriosas como las leídas? Sin embargo, el Marqués guardó la hoja en su guardapolvo gris con corbatín rojo, y dando media vuelta, marchó de prisa hacia la Honda Odisey roja, modelo '96, donde Horash, el vigote andante, lo esperaba desde hacía rato.

Ciudad del Vaticano, 13 de Mayo del 2020

Las campanas de la ciudad eterna tañeron durante más de media hora, desde la lejana Basílica de San Lorenzo Extramuros, pasando por la maravillosa Iglesia de Santa Inés, en Piazza Navona, hasta el corazón de la Plaza de San Pedro, donde las gemelas de bronce no dejaban de repicar por detrás de los relojes de la fachada principal de la Basílica del Pescador.

La multitud, abrazada por la columnata de Bernini, comenzó al unísono el rezo del Santo Rosario, y de todas las letanías a los santos. Concordando todos en que el Latín era lo más universal que aún les quedaba, se escuchó un voz múltiple y única a la vez: "In nomine Patris, et Filii, et Spiritui Sancti".

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Mientras tanto, en el Palazzo Regio, a tan solo unos 150 metros de distancia, el jefe de la guardia suiza, Hans Edberg, tocaba a la puerta del despacho del Cardenal Sodano, entregando por debajo de la puerta un sobre con una pequeña nota adherida con pegamento, firmada por la Secretaría del Santo Padre. Del otro lado, el purpurado recogió el sobre con impaciencia, y leyó la nota:

"Ante la reciente muerte de Su Santidad el papa, queda Ud encargado como Camarlengo del poder Ejecutivo de la Santa Sede, durante el plazo en que se extienda el período de Sede Vacante, iniciado hace 13 minutos, con la partida a la eternidad del Vicario de Cristo. Todas las facultades pontificias le quedan transferidas, así como la disposición del Óbolo de San Pedro, el Banco Vaticano, y el Instituto para las Obras de Religión. Como último deseo, el papa Francisco dejó este paquete a Ud como único destinatario, exigiendo el cumplimiento inmediato de lo que en el se pide."

Rasgando con ansiedad el papel madera, el Cardenal se sentó en el sillón del escritorio principal, cortó la punta del habano que estaba por encender, y llenó su vaso con una medida del whisky japonés que le había regalado Ho Chi Min a su abuelo paterno, durante la alianza de las potencias del Eje. El sobre únicamente contenía una vieja hoja "Rivadavia", probablemente con más de 15 años de antigüedad, en donde podían leerse unas palabras escritas que parecían salidas de las manos de un niño:

"Al Señor Arzobispo metropolitano de la ciudad de la Santísima Trinidad y el Buen Ayre.

 Exigo una sola cosa: que utilice todas sus influencias curiales y religiosas que posee para que en algún momento del futuro sea yo creado Cardenal de la Santa Iglesia Católica.
Saludos Cordiales, 
                                     MdG"

De pronto, otro sonido deslizante. El Cardenal, sobresaltado, miró de nuevo hacia la puerta. Un sobre blando esta vez, sellado por cuero de Florencia. Desabrochando los botones que cerraban el envoltorio, Sodano retiró el contenido del paquete: era un Capelo Cardenalicio.

El vaso rodó de sus manos, cayendo estrepitosamente al suelo. El Whisky nipón penetraba en la alfombra dorada a borbotones, mientras un metro más a la izquierda un habano encendido producía una quemadura al sillón del purpurado...

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Continuará











viernes, 7 de febrero de 2020

Surco abierto.

por El Alpataco.


Por la vieja plaza del pueblo andaban algunos en medio de la luz moribunda del crepúsculo. Entrado estaba el invierno: era fines de Junio. Estaba frío, eran las siete, hora en que muchos salen del laburo. Cubiertos hasta el mentón, apuraban sus pasos sin advertir mi presencia: andarían inmersos en sus negocios, seguramente. ``He aquí una ciudad que se agita, un cuerpo que se dispone dormir´´, pensé. Y ellos, sin saber cómo, nutrían al hombre que los vigilaba. En ese momento, los árboles perdían su estampa y comenzaban a confundirse sus formas y colores, lo mismo que los hombres. Un canto perdido en una copa, un revoloteo de alas al pasar un caminante, eran interrupciones insignificantes en medio de un cuerpo extenso que se dormía. Y, de repente, un silencio prolongado en la navidad del frío.

Todavía no se encendían las luces, por no sé qué olvido de placero; e inundome una tristeza gris en ese instante. Nada había que pudiera distraerme. Vi entonces el estado de mi alma. ``Con urgencia necesita operación´´, me dije.

Ya no sentía los pies: las alpargatas son pésimas para el frío. Refregué mis manos, las introduje en mi bolsillo, me apreté todo contra mis abrigos. Por fin el placero se dignó encender los faroles. Aún deambulaba alguno en la otra vereda de la plaza. Dispuse entonces levantarme y, al hacerlo, miré por última vez alrededor antes de retornar hacia mi casa. ``He aquí el hombre´´, musité. Fue así como sonrisa y lágrima llegaron a tocarse, como moja la garúa la corteza de los árboles.

Abrió escampada el cielo rebozado poco antes por las nubes, como el placero por su abrigo, y un cedro secular se dibujó exacto como una sombra. Había sido plantado durante la primera fiesta por manos acostumbradas a la tierra. Habían entregado aquellos hombres una posta que debió haber sido continuada, pero se había amortizado en nuestras manos. Uno a uno habíanse retirado de la plaza, y yo estaba con el cedro solamente. De pie, aún muerto de frío, ahora confundido, exclamé: ``¿Dónde están los hombres?´´. Ellos se habían ido con el último canto de los pájaros. Quedó todo tan mudo, como la simiente…

Al cubrirse el cielo nuevamente, avanzaba pocos pasos cuando emergieron estas palabras, incontenibles ya, como una profecía: ``¡Oh ciudad, yo te entrego lo que puedo: te entrego mi silencio!´´. Fuime al punto rumiando cosas graves, tal vez la manera de desaparecer frente a los hombres, para fecundarlos en mi tierra.

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miércoles, 5 de febrero de 2020

Leyendas del Mar Desconocido II "El Pintor de Piazza Navona"


Acaecía los años cincuenta cuando, en uno de los rincones más bellos y destacados de Roma, Italia, se asentaba un joven pintor de cuadros ambulante. Deseoso de compartir su arte con los millares de turistas y de paso, ganarse lo que necesitaba para vivir.
Comenzó, pues por presentar su trabajo en la famosísima Piazza Navona, lugar en el que, muchos cientos de años antes, se había alzado el gran Stadium del emperador Domiciano. Y, como parecía en esos tiempos una idea original y maravillosa, tuvo en ese entonces mucho éxito. Decenas de turistas se agolpaban frente al joven pintor para verlo trabajar en su arte y muchos peleaban por sus pinturas hasta el punto de que se llegaban a formar pequeños remates entre los visitantes. 
Pero poco a poco el joven comenzó a tener competencia y, a medida que los años avanzaban, la gran Piazza, como muchos otros lugares en las grandes metrópolis europeas, comenzó a llenarse de cientos de vendedores y artistas ambulantes que molestaban a los ciudadanos y aturdían a los turistas. Se llegó al punto en que se sacaron leyes que hacían ilegal la venta de cucherías en algunos lugares y la policía iba de aquí para allá verificando a quienes las vendían.
Tal caso no fue el del pintor, que, sin embargo, perdió gran parte de su clientela y comenzó a tener problemas para conseguir el pan de cada día. Llegando ya a la treintena, las cosas se le complicaban para conseguir trabajo y pintar al mismo tiempo y hubiese dejado ya su "hobbie" de no ser por un extraño admirador que permanecía fiel a él.
Y es que todas las mañanas una joven de unos venticinco años solía sentarse en uno de los bancos de la Piazza dirigiendo la mirada hacia el cuadro de nuestro pintor. Llevaba lentes negros y un chal de cuero y, como perro faldero, parecía admirar durante horas la obra del maestro.
El pintor, por su parte, la observaba de reojo, preguntándose repetidamente la causa de su interés. Pronto comenzó a fantasear con ir a hablarle y agradecerle su atención y, tal vez, con un café de por medio, conversar de arte y gustos. Del barroco y el siciliano. De la pintura francesa, de la alemana y la inglesa. 
Durante varias semanas el pintor mantuvo esta idea, siempre rehuyendo a causa de la vieja e inocente timidez por la que nunca se había casado. Pero un día de otoño, cuando las hojas coloradas todavía sembraban el suelo de la Via Appia se resolvió a conocerla. Y acercándose lentamente a ella, siempre guardando un retazo de temor, le preguntó.
-¿No son hermosos los colores del cielo esta mañana?
-Disculpe señor -dijo ella sorprendida y algo avergonzada mientras le acercaba un pequeño bastón -es que soy ciega de nacimiento.