por El Alpataco.
Por la vieja
plaza del pueblo andaban algunos en medio de la luz moribunda del crepúsculo.
Entrado estaba el invierno: era fines de Junio. Estaba frío, eran las siete,
hora en que muchos salen del laburo. Cubiertos hasta el mentón, apuraban sus
pasos sin advertir mi presencia: andarían inmersos en sus negocios,
seguramente. ``He aquí una ciudad que se agita, un cuerpo que se dispone
dormir´´, pensé. Y ellos, sin saber cómo, nutrían al hombre que los vigilaba.
En ese momento, los árboles perdían su estampa y comenzaban a confundirse sus
formas y colores, lo mismo que los hombres. Un canto perdido en una copa, un
revoloteo de alas al pasar un caminante, eran interrupciones insignificantes en
medio de un cuerpo extenso que se dormía. Y, de repente, un silencio prolongado
en la navidad del frío.
Todavía no se
encendían las luces, por no sé qué olvido de placero; e inundome una tristeza
gris en ese instante. Nada había que pudiera distraerme. Vi entonces el estado
de mi alma. ``Con urgencia necesita operación´´, me dije.
Ya no sentía los
pies: las alpargatas son pésimas para el frío. Refregué mis manos, las
introduje en mi bolsillo, me apreté todo contra mis abrigos. Por fin el placero
se dignó encender los faroles. Aún deambulaba alguno en la otra vereda de la
plaza. Dispuse entonces levantarme y, al hacerlo, miré por última vez alrededor
antes de retornar hacia mi casa. ``He aquí el hombre´´, musité. Fue así como
sonrisa y lágrima llegaron a tocarse, como moja la garúa la corteza de los
árboles.
Abrió escampada
el cielo rebozado poco antes por las nubes, como el placero por su abrigo, y un
cedro secular se dibujó exacto como una sombra. Había sido plantado durante la
primera fiesta por manos acostumbradas a la tierra. Habían entregado aquellos
hombres una posta que debió haber sido continuada, pero se había amortizado en
nuestras manos. Uno a uno habíanse retirado de la plaza, y yo estaba con el
cedro solamente. De pie, aún muerto de frío, ahora confundido, exclamé:
``¿Dónde están los hombres?´´. Ellos se habían ido con el último canto de los
pájaros. Quedó todo tan mudo, como la simiente…
Al cubrirse el
cielo nuevamente, avanzaba pocos pasos cuando emergieron estas palabras,
incontenibles ya, como una profecía: ``¡Oh ciudad, yo te entrego lo que puedo:
te entrego mi silencio!´´. Fuime al punto rumiando cosas graves, tal vez la
manera de desaparecer frente a los hombres, para fecundarlos en mi tierra.
A falta de comentarle la entrada anterior, le comento en esta para darle una calurosa bienvenida a nuestra nave de amigos gallardos, estimadísimo Alpataco de Tierrucas Yermas.
ResponderEliminarSepa que ambas publicaciones suyas, con un estilo bien marcado -cada vez mejor-, tienen un encanto particular, de difícil descripción. Se trata de escritos breves, con una pluma limpia y simple, y de un fondo hondo que invita al lector apresurado a detenerse en esta bitácora por más tiempo que lo habitual para intentar desentrañar las intuiciones veladas y agrupadas en sus graves textos.
Señor Alpataco ("algarrobo de piedra"); de estatura baja, de filosas espinas, poco agradable a la vista, desapercibido en los montes y sierras, escaso en vegetación, desnudo amigo del sol y de la tierra árida, planta de tímidas y perfumadas flores amarillas; le envío mi saludo desde la gran Ciudad.
Quedamos a la espera de sus próximas impresiones...
H+.