domingo, 31 de diciembre de 2023

Joseph, o de la vocación.

 A la memoria de Benedicto XVI, varón santo, sabio y artista, en su primer aniversario de su partida a la casa del Padre. Con gratitud y especial devoción.

16.4.1927 + 31.12.2022

José,

O de la Vocación.

 

Este fue el nacimiento de Jesucristo: María, su madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no han vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era un hombre justo y no quería denunciarla públicamente, resolvió abandonarla en secreto. Mientras pensaba en esto, el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo. Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su Pueblo de todos sus pecados». Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que el Señor había anunciado por el Profeta: "La Virgen concebirá y dará a luz un hijo a quien pondrán el nombre de Emanuel", que traducido significa: «Dios con nosotros». Al despertar, José hizo lo que el Ángel del Señor le había ordenado: llevó a María a su casa, y sin que hubieran hecho vida en común, ella dio a luz un hijo, y él le puso el nombre de Jesús.

(Mt I, 18-25.)

El nacimiento de Jesucristo en mi vida bien puede ser el origen de mi vocación existencial y trascendente. Toda genuina vocación -religiosa, apasionada, orante- podría describirse en esta hermosa escena del evangelio de Mateo. Podríamos intuir el origen de un llamado en este pequeño y colorido cuadro. El inicio de un camino hacia la plenitud, más también hacia la cruz.

María es María, nuestra Madre, y también es la Iglesia, Madre nuestra. La esposa o la prometida, es la Virgen, es la Iglesia, mas también es la Cruz redentora. José es el corazón profundo, es mi yo ideal, es la existencia auténtica. José, mi identidad, está comprometido con Ella, la Mujer, y desea vivir con Ella, fundar un hogar, formar una gran familia y dejar una descendencia numerosa. Esto quiso de entrada, siendo aún bastante joven, acaso un muchacho. No sabía, desde ya, lo que quería. ¡Pero lo quería! ¡Y cuánto la quería…!

Sin embargo, al propio corazón no había descendido el Espíritu Santo, todavía. Por entonces era el Gran Desconocido. Y esta Persona, no obstante, ya había visitado a la Mujer anhelada. Mucho antes, de hecho. El Pneuma era el alma de la Iglesia y era el divino Esposo de aquella Doncella. Pero el corazón aún no se había transformado en un ser espiritual; el llamado a la verdad y a la libertad todavía se escuchaba con oídos naturales, acaso demasiado temporales y terrestres. Faltaba un misterioso nacimiento previo a la Vida misma, para que pudiera ver y aceptar el nacimiento del Hijo: principio, centro y fin de toda vocación y de toda misión. En una palabra, había que despertar

Antes del despertar, no obstante, debía acontecer el milagro. En verdad, todo despertar es en sí un maravilloso milagro. Mas también lo es recibir visitas de Ángeles en los sueños. En definitiva, la vocación es una cadena de regalos maravillosos e inefables; una cascada de milagros… Incluso la criatura misma que recibe el llamado de lo alto y de lo hondo es quizá el mayor de los milagros: el ser humano. El corazón en sus profundidades es puro, es santo: es justo. Es allí donde se termina de responder al llamado, pues la capacidad de entrega total e irrevocable permanece allí, escondida, en todo su potencial. La energía de José se abrirá cuando oiga, por fin, el anuncio: la Buena Noticia. ¡El Mesías esperado! Comenzará su camino cuando sepa que no hay nada que temer. Que hay una alegría poderosa e incontenible que está a punto de estallar…

Con todo, si no hay dudas, de seguro que hay incertidumbres que abruman, e incluso espantan. Puesto que se trata de un Misterio tan grande, se hace difícil, si no imposible -humanamente hablando-, acoger el Misterio. Ser hospitalario con una Verdad inmensa, tremenda, decididamente majestuosa y aun terrible. Un Sentido que escapa a todos los sentidos, pero que en el fondo los sostiene y vitaliza. El corazón que aún no descubre toda su grandeza y su capacidad, órgano diseñado por el mismo Creador, que a su vez es el Señor de esta historia de amor y de luz, no puede asumir la tarea de continuar un proyecto en común con la Mujer que ama y ha elegido…

Y por eso sufre. Se desgarra en su interior. La tensión lo deja casi sin aliento, casi sin esperanza, ni siquiera con una ilusión. El amor primero, aquel frescor de los inicios sencillos y modestos en la Nazaret natal, aquellos encuentros fugaces o aquel cruce de miradas enamoradas en el aljibe del pueblo chico, todo se va apagando inusitadamente. Todo comienza a volverse, más que un recuerdo vibrante y animoso, una pesadilla amarga y triste. También furiosa, por momentos. El dilema de José es prácticamente invivible. No puede continuar su vida así nomás, como si nada pasara, como si todo fuera normal. Está el Misterio, insondable, infinito, que cuando llega y se instala: ¡todo cambia! Todo se revoluciona por dentro…

El corazón, aun siendo inexperto en el amor verdadero y traspasado por espadas, podía intuir la nobleza y santidad de Aquella que estaba encinta. Mejor dicho, no vacilaba acerca de su luminosa realidad, pero no la comprendía, y eso le retorcía las vísceras. No comprendía porque antes no podía contener semejante luz enceguecedora. Paradójicamente, era tan deslumbrante aquella lumbre que le parecía todo oscuro, a veces siniestro. Aunque tal oscuridad jamás le llevó a creer que “eso” era lo real: lo oscuro y siniestro. No, jamás. Entendía que no debía identificar las sombras con los grandes misterios de la vida y de la muerte. Sabía que Ella era la Mujer vestida de sol y era la Novia engalanada. Y era la Cruz de la que emanaba la Luz beatífica. Pero tantas y tales verdades misteriosas no podía soportar el corazón profundo y pequeño a la vez. Éste necesitaba una iluminación. Un aviso. Un mandato… ¡y urgente!

La urgencia provenía del gran dilema de: o hacerse cargo con violencia de la situación inconcebible, o de echarle la culpa a la Mujer con ánimo pusilánime y mente escéptica. O bien, una tercera vía superadora, integradora, y tal vez magnánima, era la de mantener la situación en secreto y alejarse de todo el embrollo para siempre, sin pena ni gloria. En cualquier caso, cargando él con el estigma de ser un fracasado y un irresponsable frente a la parentela y toda la aldea. Evidentemente, no era la elección ideal; ni lo óptimo ni lo más sensato. No era lo más santo, tampoco. Y es que en tales encrucijadas de la existencia lo acertado es esperar de pie en la misma cruz que se presenta; en el cruce de caminos distintos, opuestos y variados; en el suspenso angustioso entre cielo e infierno; en la tirantez de dos líneas que chocan y se juntan para luego seguir cada una su dirección precisa. Lo apropiado, lo creyente, es esperar la visita del Ángel. Es confiar en que, más allá de este mundo secularizado y cada vez más frivolizado y alienado, hay Ángeles que nos besan y nos susurran mensajes esenciales -si es que hemos aprendido a ser soñadores. Si el corazón aprende el primitivo arte de orar soñando y de soñar orando es posible seguir escuchando la Voz de Dios. Es posible ser obediente en la fe, y pasar a la acción. Aunque sea -y es- de noche…

José, lo que tenía que hacer, era dejar de pensar. Precisamente, su pensamiento lo llevó a la resolución de abandonar a su esposa. De dejar el inicial propósito de vida a un lado, y buscar otra cosa. De repudiar una vocación que, primordialmente, le hacía feliz. Pensó demasiado, y por eso se fue enfriando su espíritu, hasta llegar al titubeo y a la agonía… No sabía que parte del discernimiento era soñar, era sentir, era intuir y era, sobre todo, actuar. Pero justamente él creía que discernir, y discernir la clase de disyuntivas y problemas que ahora se le presentaban, era básicamente pensar, razonar, argumentar, juzgar... Pero no, querido Yosef; había más, mucho más por hacer, y antes que eso, por ser 

¡Ser hijo! Oír personalmente, íntimamente, que se era hijo: “hijo de David”; hijo del Padre. ¡Pues lo somos! José era hijo, primero, y por eso pudo ser padre: padre adoptivo de Jesús, el divino fruto de fidelidad y de unión amorosa con la Mujer. Madre, Maestra y Amante. Por eso pudo decir sí al Ángel. Lo más fuerte que oyó en sueños fue su filiación, seguido del “no temas” promisorio y confortante, decisivo. -No hay de qué temer, hijo mío, corazón amigo. El Espíritu está en Ella; el Espíritu viene a ti. ¡Arriba!

Sabiendo quién era y de dónde venía, ya estaba en condiciones de custodiar el Misterio. Recordar su infancia y su descendencia le devolvía el vigor y la claridad que necesitaba para arriesgarlo todo, para consagrarse entero al Designio señalado desde la eternidad. Revisó su biografía y reconoció que el Dios de sus padres Abraham, Isaac y Jacob siempre estuvo presente, cuidándolo y guiándolo hasta ese momento crucial de su historia única e irrepetible. Agradeció su buena fortuna. Y finalmente, podía res-ponder al llamado del Mensajero del Señor, es decir asumir la responsabilidad de su consagración total a esa Sagrada Familia que estaba originándose, humildemente, discretamente. Él, José, estaba siendo parte de una nueva familia, que a su vez lo acogería a él con el mayor de los amores. Más tarde acabaría por comprender y gustar la dulzura inefable de tener a María como esposa y a Jesús como el hijo bienamado que debía guardar con celo y pasión hasta el fin de sus días. Tal sería su secreta alegría que lo animaría en todos sus viajes y en la oculta existencia nazarena. Más tarde sabría que, efectiva y afectivamente, el Niño esperado era el “Dios con nosotros”: el Emmanuel.

José, el corazón casto, supo estar atento y vigilante a la voz del Ángel. Aprendió el lenguaje angelical -acaso porque su vida venía haciendo angélica, de alabanza permanente al Dios vivo. Pudo decir sí con confianza, en medio de la noche. Se hizo cargo de la misión, y actuó con rapidez y decisión. Le puso nombre al Niño que debía proteger, por mandato de lo Alto. Y el tan Deseado varón sería el que salvaría a su Pueblo, no él, no José. Éste era un siervo más que prestaba su existencia para que la obra redentora continuara, para que la Palabra se cumpliera cabalmente, hasta la última jota. Lo anunciado por los Profetas debía acaecer, y él lo sabía -lo sabía porque conocía y amaba la Escritura. José era un hombre bíblico en serio, que es otra manera de decir que fue un hombre justo, y por ello fue partícipe de la gran Historia Sagrada, y de una manera privilegiada. Con un papel singular.

El corazón profundo es esencialmente creyente. Confiado al Padre. Esperanzado en las Promesas. José creyó y por eso recibió a María en su casa. Pero María había creído antes, por esto Ella ya le había recibido a él en el hogar de sus entrañas maternales y esponsales. La auténtica vida, que siempre es vida en abundancia, hallaba una casa y un templo; una nueva creación. Y una nueva relación: de hijo, esposo y padre. ¿Dónde se había metido -o lo habían metido a- José? ¿Habría imaginado semejante experiencia de vida? ¿Cuáles habrían sido sus expectativas iniciales ante tamaña propuesta del Ángel visitador? Probablemente no habría tenido la más absoluta idea de lo que se le avecinaba. Él simplemente despertó sabiendo cuál era su vocación. Su visión nocturna le abrió un sendero, angosto, pero camino al fin, y por allí fue, siempre despierto. Desde entonces, sabía que no podía dormirse pues muchos enemigos le seguían el paso para hacerlo caer, y muchos más eran los curiosos que lo presionarían con impertinencias y cachondeos.


Pero él ya era todo para María y el Niño de su vientre -¡el qué dirán no importaba más!    

Y Ella era todo para él: el Socorro perpetuo; su sostén, su amparo, ¡la Rosa Mística!

¿Y Jesucristo? Era TODO para ambos, para los dos.


*


H.

jueves, 21 de diciembre de 2023

¡La voz de mi amado!

                      

¡La voz de mi amado! Ahí viene, saltando por las montañas, brincando por las colinas. Mi amado es como una gacela, como un ciervo joven.  Ahí está: se detiene detrás de nuestro muro; mira por la ventana, espía por el enrejado. Habla mi amado, y me dice:

«¡Levántate, amada mía, y ven, hermosa mía! Porque ya pasó el invierno, cesaron y se fueron las lluvias. Aparecieron las flores sobre la tierra, llegó el tiempo de las canciones, y se oye en nuestra tierra el arrullo de la tórtola. La higuera dio sus primeros frutos y las viñas en flor exhalan su perfume. ¡Levántate, amada mía, y ven, hermosa mía! Paloma mía, que anidas en las grietas de las rocas, en lugares escarpados, muéstrame tu rostro, déjame oír tu voz; porque tu voz es suave y es hermoso tu semblante».

(Cant II, 8-14)

Primero es la voz, después la presencia. Primero la escucha, luego, la visión.

Él viene y está; yo soy el que debe esperar y el que debe permanecer con él, y en Él.

Hay vida en el que viene, abundante vida, por eso salta, brinca y danza.

Posee una vitalidad excesiva, una energía desbordante, incontenible, que se derrama y expande por doquier, por do vaya…

Y tiene una agilidad, una elegancia, una fuerza y una sagacidad tales que parece una gacela.

Si percibo su voz sabré que viene, y que viene a mi encuentro. Viene por mí, viene a decirme algo, lo intuyo...

Él viene, siempre viene, él es el que siempre está viniendo, y siempre viene saltando y brincando entre montes y collados, como Hombrevida, como Tom Bombadil, como un divino Payaso...

No hay montaña, no hay colina, que lo pueda detener.

Él atraviesa y supera todas las paredes de piedra, por muy altas que puedan ser, por muy duras e impenetrables que puedan resultar.

Él viene igual -en parte ése es su oficio y su ejercicio: venir, estar viniendo.

El viene a buscarme, a buscarnos. Él tiene una cita conmigo, con la humanidad, a la que no puede faltar. La cita es urgente, impostergable, pues tiene algo importante que anunciar.

 

Gracias a esta Palabra de su Cantar sé que Jesús es el Amado.

Sé también que es mi amado y para mí, que pasta entre azucenas.

Sé que tiene una voz, que viene, que baila y juega, que corre veloz y con gracia, cual cervatillo.

Pero también sé que está, que ya está aquí, pero ¿dónde está?

Que puede detener su carrera y dejar de brincar, lo veo, más ¿cómo puede ser esto? ¿Por qué?  

Si fuera por este misterioso cervatillo él podría seguir corriendo y saltando y buscando a su amada.

Sin embargo, llega un punto en el camino donde tiene que frenar, detenerse y esconderse. Es un momento esencial para la amada, ¡vital!, pues ahora ella ha de actuar.

Es su turno. La hora de la amada. La hora de la respuesta.

El ciervo joven más no puede hacer porque se interpone un muro entre ellos, mas ese muro lo construyó la amada -acaso por desconfiada y miedosa.

Los muros no son jamás invención del Amado; él aborrece los muros y antemuros.

Muros y murallas separan a los amantes, aíslan a los seres vivientes, dividen a todas las criaturas.

(Podrían proteger, como a un jardín cerrado, pero éste no es el caso, muchas veces no es el caso.)

Porque el muro es de la amada, y no de él, el amado ha de quedarse justo detrás del mismo, oculto e invisible, y desde éste secreto lugar espía y observa a su paloma herida…

 

Hasta que le habla y le susurra palabras de amor y pasión para atraerla en pos de Sí, para inspirarla, para levantarla.

La ventana, el enrejado, son las heridas de la amada: desde allí nos mira la gacela, y nos acecha.

El muro todavía sigue allí, ¿y quién lo puso? La amada, aunque no sólo...

¿Cuál será la naturaleza del muro aquél? ¿Qué es? Porque es evidente que existe, y que aprisiona. No deja ver al Amado…

El muro es la existencia sufriente, la natura humana caída, el ego posesivo, la soberbia de la vida.

Pero si se mira bien, hay grietas en el muro -en todos los muros, por inexpugnables que parezcan-, y por allí se puede descubrir al que viene a salvarnos.

El desafío es apostarse allí mismo, en cada hueco, en cada llaga, y prestar atención al amante que quiere rescatarnos… de nosotros mismos.

Sólo él podrá sacarnos de las murallas de la muerte, del yo encastillado.

Y lo hace de la única manera que puede y sabe hacer: con Amor.

 

Amando despierta y levanta, llama y atrae, sana y protege.

Él conoce todo sobre nosotros, todo de mí.

Conoce los tiempos, los climas y las estaciones de nuestro ser.

Él sabe cuándo pasan las lluvias y los inviernos, y cuándo arriba el tiempo de las canciones.

Conoce la frialdad de mi ánimo y la esterilidad de mi mente.

También los gemidos y las lágrimas, que él recoge una por una en sus ánforas.

Él aprecia ese débil canturreo de una oración que apenas hace pie, pero que ya tiene alas.

Él ama mi tierra, nuestra tierra.

Él admira los frutos y las flores y los perfumes de nuestro huerto;

Todo lo ve, lo cuida, lo disfruta.

Cada viña en flor, cada breva, él la ama y la celebra.

Es el Señor de la vida, de los sembrados y de las cosechas.


El joven bello y fuerte de piel dorada busca a su esposa, busca a su amada.

Quiere una amiga, la niña de sus ojos, que no la encuentra por los bosques ni en la mar.

La torcaza ha puesto su nido en las grietas de las rocas, ¡y ha hecho bien!

Pero no puede quedarse más allí: ¡ha de salir, ha de volar hacia su amado!

Dejarse caer y planear, por el poder de la Palabra que la llama.

Suspendida en el aire por la Voz del que llama -el amado de mi alma.

¿Y qué quiere el infatigable Buscador? Quiere un rostro y quiere una voz.

¡Quiere mi rostro, quiere mi voz!

El rostro hermoso y la suave voz de la paloma en vuelo.

El semblante sereno de un corazón en paz.


¿Y por qué se esconde la tortolita? ¿Por qué es tan huidiza?

¿Por qué se expone a lugares peligrosos?

¿Por qué no desciende y se aleja de su nicho familiar?

¿Por qué no deja las zonas de conflicto -abismos y pendientes-, y se recuesta por fin en su dulce amado de las montañas?

 ¿Por qué dudas de tu voz, pichona?

¿Quién te dijo que eres fea, morena linda?


El Esposo ha puesto en ti sus ojos, y te ha embellecido.

Tu encantador Amigo se ha enamorado de ti, por ello cantas melodiosamente.

Déjate de historias, paloma, y entrégate a tu marido.

Él es el que viene.

Él es el que te salva.

¡¡¡Él!!!, el que te conoce y te ama.




H.


viernes, 15 de diciembre de 2023

Dos hombres sabios y salvajes entre adolescentes.

 

 Pero, ¿con qué compararé a esta generación? Es semejante a los muchachos que se sientan en las plazas, que dan voces a los otros, y dicen: «Os tocamos la flauta, y no bailasteis; entonamos endechas, y no os lamentasteis». Porque vino Juan que no comía ni bebía, y dicen: «Tiene un demonio». Vino el Hijo del Hombre, que come y bebe, y dicen: «Mirad, un hombre glotón y bebedor de vino, amigo de publicanos y de pecadores». Pero la sabiduría se justifica por sus obras. 

          (Mt XI, 16-19)

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¿Acaso se puede seguir confiando en la antojadiza raza humana, habida cuenta de su volubilidad y negatividad, ilustrada pintorescamente en esta breve parábola?

Si al Hijo del Hombre y al Mayor hijo nacido de mujer le endilgaron semejantes motes despreciativos y le brindaron semejante trato hinchado de espíritu burlesco y de malicia encubierta, ¿qué trato y qué mote no nos aguarda a nosotros, miserables, flojos imitadores del Cordero y su Precursor, perezosos discípulos de la Sabiduría que salva? Si de tal manera acosaron a estos grandes y santos varones los de su generación adúltera, ¿qué diferencia habría de haber en la nuestra?

La generación adolescente y caprichosa es la misma ayer y hoy.

A Dios, Cristo, lo descalificaron por ser demasiado humano, como un ser corrupto y dado a los vicios. Y al varón salvaje, Juan, lo humillaron con los ángeles caídos, comparándolo con una fuerza oscura y terrible, aunque sobrenatural.

El tipo humano perfecto, Jesús, resultó un peligro para la sociedad de su tiempo, un sujeto perdido irremediablemente. Y al individuo libre y fuerte, al Bautista, lo consideraron un enloquecido, más que eso, un poseso de los desiertos.

Ambos, sin embargo, son los arquetipos de hombres sabios y puros cuyas obras maestras, el testimonio de vida que dieron, los han justificado por todas las generaciones venideras, incluida la posmoderna nuestra del siglo XXI.  



H.

jueves, 14 de diciembre de 2023

La puerta del reino a la que llegó el Bautista.



 

«Desde los días de Juan el Bautista el reino de los cielos padece fuerza, y los que usan la fuerza se apoderan de él». 
(Mt XI, 15)
«La Ley y los Profetas llegan hasta Juan, desde ese momento el Reino de Dios se está anunciando, y todos les hacen fuerza». 
(Lc XVI, 16)

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Reino especial es este Reino de los cielos...

Reino que tiene vida en sí mismo, una vida que desborda y arrolla; reino en movimiento, reinado impetuoso.

Primero el Reino de los cielos se tiene que apoderar de uno, capturarlo, cautivarlo. Primero, la Gracia, para que pueda el hijo de mujer conquistar ese Reino escondido.

El Reino de gracia, la Gracia del reino, posee y padece una energía, un poder infinito que está al alcance de todos, que se tiene que alcanzar y tomarlo, ¿por asalto?. Es ésta fuerza misma la que nos permite el ingreso al reinado de Amor, y no la propia fuerza humana. 

Mi fuerza no vale de nada para semejante empresa, porque mi fuerza y mi poder es el Señor, ¡Él es mi salvación! (Is XII, 2). Mi Salud existencial y mi Reino interior.

El Bautista usó su fuerza descomunal, su espíritu salvaje, para poder arrebatar las llaves de este Reino elusivo. Su propia aventura, la singularidad de su vocación lo llevó hasta el umbral de la Puerta prometida: y la reconoció como Cordero. Llegó hasta la frontera, pero no pudo ir más allá, pues su poder procedía de la Ley y los Profetas, insuficiente para lo que se estaba inaugurando: la era mesiánica. Juan fue llamado "mayor" por haber estado tan cerca de tocar con su dedo la Salvación, pero sólo lo señaló de lejos, y después desapareció; menguó.

Hasta ser degollado, por su grandeza.

Juan el Bautista, el varón Mayor, si bien elogiado por su Señor, quedó subordinado en la nueva escala evangélica que instauraba su primo menor, Jesús de Nazaret. En adelante, habrían personas "mayores" que él. Y esos "más grandes que él"  serían "los más pequeños de aquel Reino" que tanto anhelaba el hijo de Zacarías.

Sorprendente afirmación del Maestro. Sufrida contradicción del Precursor. Tensión entre ambos, amorosa tensión de dos apasionados. Y todo por este Reino nuevo, pequeño como un grano de mostaza,... casi reino de nada...

El Bautista, con su increíble potencia, quedó reducido a la impotencia. Valió su esfuerzo y su ascesis de toda una vida, sí, para descubrir su límite. El Reino de Dios que comenzaba a anunciarse le era desconocido, totalmente misterioso. Inconquistable. Desde ese momento, dicho Reino abría sus puertas de par en par a todos los hombres amados por EL-que-había-de-venir: Jesucristo, de cuya plenitud todos hemos recibido gracia sobre gracia. Hasta Juan, la Ley de Moisés; después de Juan, la gracia y la verdad (cf. Jn I, 16-17).

Es decir: REINO.

Éste, de aquí en más, se recibe como niño; como un niño que nada sabe, nada quiere, nada puede y nada hace. Sólo confía. Confía en que el Padre le dará ese Reino, le dará todo lo que le pide. Le dará al mismo Rey, su Hijo bienamado. Sólo hay que creer en este Reino invisible... invisible para los que no son como niños,... para los que se han quedado en la Ley y los Profetas... 

El Reino de Dios se está anunciando todavía hoy, ¡ahora!, se sigue anunciando en mi vida, en mi corazón, en el mundo entero. ¿Todavía se anuncia? ¿No será mucho...? Pero no lo veo, no lo siento, no lo oigo ni percibo. ¿Me habré quedado sin oídos para oir, sin ojos para ver a este Reino, a este Rey...?

Se dijo que este Reino se conquista con la fuerza secreta... del mismo Rey. Pero también este Reino sufre otra fuerza, mejor dicho, otras "fuerzas" para que no se instaure, para que no se anuncie, para que no se cante y se celebre. Para no acogerlo en la propia biografía, especialmente a través de mis heridas...

Sufre resistencias, primero en mi ser. Soy yo el que me opongo, consciente o inconscientemente, a su extraordinario dinamismo. Todo y todos le hacen fuerza, dentro y fuera, arriba y abajo, en el Este y en el Oeste. Este Reino de Amor -el Evangelio anunciado- es tan poderoso y, al mismo tiempo, tan frágil...

Misterio de la fragilidad de Dios y de su reinado, que el rudo Bautista no pudo comprender.

Adviento es el tiempo para colaborar con este Reino que viene, pero que siempre está viniendo.

Es el momento para hacer que el Reino de los cielos sea real entre nosotros, en mí, en vos.

Para ser discípulos del Reino e hijos del Rey.

¡Somos ese Reino que se está anunciando!

¡Ya está aquí!


jueves, 23 de noviembre de 2023

LOS DIEZ LEPROSOS [II]

 



-Ved, ahí llegan los famosos diez leprosos... Pero, aguarden, ¡falta uno! ¿Acaso no eran diez los contaminados? Así nos habían  informado algunos zelotes. ¿Dónde está el décimo hombre? -exclamaban severos y altivos los sacerdotes mientras se iban acoplando en el pórtico de Salomón.
-Señores, venerables Padres, ese que falta, no más que un miserable samaritano, cuando íbamos a mitad de camino hacia aquí, estando en el desierto, se dio media vuelta y se marchó quién sabe dónde -contestó uno de los nueve.
-Pero, ¿no dijo a dónde iba? ¿O qué se proponía hacer, esa chusma?
-Los dos que caminaban al lado suyo escucharon cosas un tanto extravagantes, frases inconexas, cargadas de emocionalidad, oraciones mal articuladas, casi absurdas.
-Pero, ¿qué cosas decía, hermanos? Hablad, sin miedo.
-Cosas como... -ahora tomó la palabra uno de los testigos de los desafueros del samaritano ausente-: "¡me salvó, Él me salvó!" o "yo lo vi, yo, yo, y era Él, ¡Él!, y yo no me había dado cuenta". Y también dijo: "se acabó la maldición, comienza la misión", y todavía exclamó: "me salvó, a mí, me limpió, estoy limpio, al fin...". Y más frases por el estilo, y todo esto el samarita lo gritaba con frenesí, entrecortando lo que iba diciendo con suspiros o con risas estruendosas. ¡Vamos!, realmente parecía que estaba delirando, estaba como un poseído...
-¿Y acaso no lo habrá estado? Digo, poseído por Belzebul -inquirió un doctorcito de la ley, petiso, nariz de gancho y mirada torva.
-No, ¡bah!, no sabemos. Tal vez sí. ¡Cómo saberlo! Ese sujeto, ya saben, era un extranjero, de la raza maldita e ignorante que no sabe dónde está parado, no conoce cómo son las cosas. Y bueno, se dejó llevar por sus impulsos y por sus emociones y fue radical en su determinación. Lo que alcanzamos a oír justo antes de desaparecer de la compañía fue: "Yo vuelvo al Maestro Jesús, al que tuvo misericordia de mí". Y se fue, corriendo como un niño atolondrado. Intentamos detenerlos pero fue en vano. Algunos quisimos disuadirlo con argumentos categóricos, pero nada. No resultó. Los samaritanos son apasionados y bastante tercos, lo sabemos. Eso sí, daba un poco de miedo tratar con él cuando lo queríamos poner en razón. Tenía como fuego en la mirada y una necesidad irresistible que por dentro lo violentaba para dejar en cuanto antes el camino trillado y a los cercanos de siempre, y salir presuroso al encuentro de aquella Persona que había fijado en él sus ojos con un amor todopoderoso y que, yendo de camino, lo había limpiado. Tenía que agradecerle con urgencia, él intuía y sentía que eso era lo correcto, lo que debía hacer sin vacilación. Examinó durante un buen trecho todo lo acaecido, que lo llevó indefectiblemente a recordar y a revisar toda su biografía. Convengamos que las rutas por donde andábamos, atravesando montes y collados, nos permitían hacer todo tipo de ejercicios mentales, introspectivos, de fuertes reminiscencias. Las estepas salvajes, los parajes inhóspitos, nos  dejaban al desnudo con nuestros pensamientos y sentimientos. Es cierto que ya veníamos acostumbrados a tales ejercicios de contemplación porque el permanente traslado de un sitio desolado a otro nos disponían espontáneamente a orar a Yavhé. Nuestras circunstancias peculiares, dolientes, opresivas, nos educaron y hasta obligaron a alabar al Adonai como lo hacemos. ¡Éramos leprosos, qué quieren! Desde que los demonios se ensañaron con nosotros devorando nuestras carnes poco a poco tuvimos que aprender a orar desde el dolor, a gemir desde los inifernos. Desde la progresiva marginación y discriminación, desde la incertidumbre y desorientación, desde la tensión contradictoria de nuestras existencias llagadas. Pues transcurrían los días con sus noches y las manchas se iban extendiendo más y más por las extremidades de nuestro cuerpo marchito. Cada vez eramos más conscientes de la presencia de la Muerte en nuestras carnes. El tiempo pasaba lentamente y la lepra no se iba. La gente de antes con las que frecuentábamos ya no nos reconocía; ¡tal era la apariencia de muertos vivientes que teníamos! ¡Tal era la mudanza vertiginosa de la piel! ¡Tal la escena de muerte y pecado engullendo la vida! La pena, la angustia mortal, la desesperación que nos roía por dentro iba disminuyendo la energía vital. No había propósito para vivir. No se veían horizontes nuevos. La fuerza cedía, la esperanza menguaba, y la alegría de aquellos tiempos felices, infantiles, ya no estaban. Toda la persona se estaba derrumbando. Los nervios colapsaban. El ánimo estaba casi desmoronado, a punto de apagarse como débil pabilo que arde con intermitencias... Cuando, en aquel día, memorable por siempre, uno de los diez, lo divisó. Lo vio a Él, ya saben. Luego, todos lo vimos entrar en la aldea, por la puerta central. Habíamos oído hablar de Él, ya los rumores se habían dispersado por toda la Galilea y la Judea, y aún más allá de las fronteras conocidas. Manejábamos algo de información sobre ese Extraño Personaje. Y nos animamos a salir a su encuentro, movidos por la necesidad y el deseo. Fuimos todos, pero, eso sí, nos mantuvimos a distancia los diez, conocedores como éramos de las reglas y costumbres de nuestro pueblo. (Todavía me pregunto porqué el samaritano, siendo extranjero, y por tanto más libre ante tantas leyes y protocolos de Israel, no atinó a dar un paso más hasta alcanzar el manto de aquel Rabí...) Lo importante es que todos a una comenzamos a gritar con brío para que el Maestro tuviera piedad de nosotros. En el fondo, todos queríamos ser librados de la lepra corruptora. Parece que el Señor vió y escuchó los deseos de nuestros corazones rotos y se conmovió profundamente, se compadeció y nos dió una orden clara que todos seguimos puntillosamente, guiados por una fuerza misteriosa. Podría decirse que primero fue el propio cuerpo el que se movió, aquel pedazo de carne con gusanos y pus fue el que obró en consecuencia, incorporándose ante la Presencia vivificadora. Apenas oyeron los sentidos las palabras que brotaron con gracia de labios del Nazareno, nos pusimos en marcha hacia los sacerdotes. Ya en camino, pocas palabras intercambiábamos entre nosotros, un poco por el cansancio de la andadura lastimera, y otro poco por la conmoción sufrida a causa de lo acontecido. Estábamos raros. Y lo que sucedió después, ya lo referí en relación al Samarita. En verdad que no sabíamos bien lo que estaba  operando en nosotros. O era tal la buena noticia que nos resistíamos a creer que estuviera ocurriendo en serio, aquí y ahora. Semejante metamorfosis podría habernos matado de una alegría poderosa, de un júbilo con sabor a eternidad. Finalmente, llegamos aquí y, bueno, es todo más raro aún...
-¿Qué es lo "raro", buen hombre de Galilea? Expresate sin miedo, que no acabamos de entenderte -lo apuró un Anciano que habitaba en Jerusalén desde ahí mucho tiempo.
-Es difícil expresarme, mi señor, pero diré lo que siento -con valentía, aclaró la voz y alzó su mirada, diciendo-: el Sinedrio nos ha hecho dudar de la existencia de nuestra lepra, cuestionan nuestro encuentro personal con Jesús de Nazareth, dudan que le hayamos visto y oído, y hasta niegan que nos haya sanado y liberado enteramente. No creen que el que nos salvó es un hombre que está vivo, como nosotros, que posee una belleza imposible de describir, una energía imposible de clasificar, que con su mirada y su voz cambia la vida de las personas que le encuentran y que le siguen, que toda su Presencia emana una Luz que no es de este mundo...
-Ya está blasfemando, qué se cree éste vagabundo nauseoso... -empezaron a oírse voces entre el corro que le hacían a los nueve milagros.
Continuó el testigo, entusiasmado:
-Ahora tengo la certeza de que ha sido éste samaritano el único de los diez que "la vió", como se dice, que entendió lo que hay entender y que, seguramente, al volver por segunda vez ante ese Maestro Jesús, estaría haciendo lo correcto, no como nosotros. Él volvió a darle gracias. Aún más, el se postró rostro en tierra besándole los pies y alabándolo como Salvador suyo, por ser el Dios vivo y verdadero. Estoy seguro que hizo esto, yo hubiera hecho lo mismo.
-¿Eh, tú, cómo te atreves hablar así? ¿Eres consciente frente a quién te estás dirigiendo? Si sigues hablando con tanta insolencia te quemaremos la lengua, maldito canalla -se iban envalentonando cada vez más, ya no sólo los miembros del Sanedrín, sino algunos del pueblo que se habían reunido allí por curiosidad.

Pero ya el leproso curado, que así había hablado, no necesitaba continuar su testimonio... de momento. Le fue suficiente, para entonces, darse cuenta que, en su propio relato, con su timbre de voz, con su aliento vital, él también había sido alcanzado por la Misericordia. Inspirado por el Pneuma, que sopla donde quiere, tomó su cayado, se alejó de la secta que lo asediaba, y del resto de la masa superficial, y apresuró sus pasos en busca del Médico ambulante que había sanado a su compañero de ruta, ese forastero que al principio parecía un adversario o un Don Nadie, y que acabó siendo el más fiel de sus amigos...


 Según las crónicas de Lucas no se sabe qué fue de los nueve leprosos que no volvieron a agradecer y a glorificar a Dios en Jesucristo. No obstante, podemos conjeturar que uno de esos nueve, después de presentarse a los sacerdotes y de cumplir con lo que mandaba la Torá y que incluso el mismo Rabí había obligado, se dio cuenta enseguida de que algo andaba mal, de que el ambiente olía raro, de que en el reducto de su fe "ortodoxa" la clase dirigente se podía equivocar -y se equivocaba, y se equivocaron con él-, y, en fin, de que la Vida en abundancia y la Salud auténtica no se hallaba donde siempre creyó -o creía- hallarla.
    Este segundo ex leproso  se vio amenazado por la religión oficial de su época y por el totalitarista qué dirán. Si se proponía conservar su singular vivencia de fe y aumentar su experiencia de salvación gratuita y universal, tenía que partir de inmediato, ponerse en marcha... hacia rutas salvajes. Sí, las rutas del Espíritu Santo, porque Dios es un Dios Salvaje. Sabía que no podía domesticarlo. La conversión de su vida no admitía negociación alguna. Era un acontecimiento que se da o no se da. El que lo padece, lo entiende, y el que no, no. No se puede manipular esta Acción divina. La transformación no tolera aplazo, no acepta condiciones, como tampoco se gana o se compra con méritos. No. Sólo acontece. Irrumpe. Es visión, que ahuyenta toda ceguera. Es escucha, que rompe toda sordera. "¡Es gustar y ver qué bueno es el Señor!". Es pasión de una Espera. Atención a un Advenimiento. Es sanación: es la carne muerta: obras malas, sombras vanas, falsas ideas, tóxicas emociones, tinieblas de la mente, que hay que ir dejando caer en el camino, para caminar más ligero. Son las cosas que hay que dejar ir, soltar de una vez, es aborrecer todo lastre y toda la pesadez de los demonios envidiosos.
    El segundo leproso limpiado pudo capturar la verdad esencial de la vida a partir de su experiencia íntima con el Dador de la Salud. Como su padre Adán y su madre Eva, fue tomado del fondo de la Oscuridad por el Señor de vivos y muertos, en la Anástasis personal. Tocó y bebió la Fuente, dejándole más sediento, y abriéndole otra herida, sagrada, infinita, redentora. Nunca podremos saber si el noveno peregrino encontró a Jesús por segunda vez entre Galilea y Samaría. Este Jesús no se puede quedar quieto. Él es andarín. Es Soberano. El herido lo intuía, sabía que se trataba de un Ser misterioso y sorprendente, que hace nuevas todas las cosas y cura todas las lepras, que hoy está en Galilea, mañana en Samaria, y pasado en Mendoza. Que a menudo, cuando menos se lo busca, más se deja encontrar, en pequeñas cosas, en simples episodios. Que, como ama todos los caminos y a todas las personas, está en todas partes y se manifiesta de infinitas maneras. Porque Él es Él. Es el Maestro, es el Señor, es el Médico y Pastor bueno. Es el Nazareno, sí, el hijo de María y el hijo del Carpintero. Es Jesús, Ieshua. Es Dios. Y vive para siempre. A Él la gloria y la alabanza en la Santa Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén. Aleluya.   

miércoles, 15 de noviembre de 2023

LOS DIEZ LEPROSOS [I]



(Lc XVII, 11-19)

La Salud, el Dador, se ofrece a todos, sin excepción, sin acepción de personas. A todos se entrega, durante el camino. Se da en este viaje, como maná en el desierto. Es el viático del Éxodo, de todos nuestros éxodos. El Camino se posiciona en el medio del camino y entre los caminos. Se ubica en las fronteras, en el centro de las líneas divisorias y en las abandonadas periferias.

El que alcanza a tocar la Salud se sana, se une al Camino, y queda unificado. O queda herido de Unidad, de ser uno, mónos, uno en el Uno. "Solo ante el Solo". Solitario en la Comunidad. Unido en la Comunión. Buscador de esta Comunión cristiana y trinitaria. Portador de la Paz. Pontífice entre samaritanos y judíos, entre saduceos y fariseos, entre publicanos e israelitas, entre prostitutas y vírgenes, entre huérfanos y ancianos, entre viudas y doncellas, entre pobres y ricos, entre pequeños y poderosos, entre fracasados y exitosos. Ser puente. Puente, para ser pisado por los hombres, con tal que los viajeros lleguen a destino. Puerta para que el Reino de los cielos entre y salga por este mundo.

La Salud es Unidad. Mas también la Donación es limpieza de cuerpo y corazón. Y porque el Médico es movimiento, se adelanta siempre y se atreve a entrar hasta la última aldea, al confín de la patria. Hasta el pueblo y aun hasta el rancho más lejano y perdido va este Médico y Pastor de almas, a buscar la oveja descarriada, porque no quiere "que nadie se pierda" y procura "que todos se salven". Sí, los que están lejos de la Luz y del Templo de Dios también esperan la Salud, la Salvación.

El Maestro entra la pequeña aldea y sorprende con su visita. Sube hacia Jerusalén, eso lo tiene claro. El ascenso es seguro pero la subida misma no es rectilínea y uniforme. Ninguna vocación lo es. Menos la misión que Jesús recibió del Padre. O mejor dicho, todos los llamados y todos los envíos de la Historia de los hombres tienen a Cristo, Hijo de Dios, como espejo y signo, parábola y paradoja de todo itinerario humano-divino. Así este relato -como muchos otros relatos bíblicos- nos muestra a un Hombre misterioso, andariego, itinerante, que llama la atención con su aparición, con sus presencias inesperadas, y también con sus ausencias repentinas. Tiene un halo de magia que fascina y que encanta, atrayendo a multitudes, especialmente a los enfermos y a los desheredados de la sociedad de su tiempo... y de todos los tiempos.

A un tiro de piedra, pues, barruntan su figura señorial e indefiniblemente tierna un grupo de leprosos, que por causalidad se encontraban por allí, de paso. Sus pasos dieron con el Paso salvífico de un Dios escondido, oculto tras esas vestiduras de la época, del ambiente bucólico de la Palestina del siglo I, y con una larga melena y una tupida barba cubriéndole el rostro, salvajemente elegante, finamente viril. Los leprosos no se han olvidado aun que son hombres, según las crónicas de Lucas. Son "hombres leprosos". Hombres buenos que se contagiaron de lepra. Varones sanos que se enfermaron. Humanidad pura y caída, en estado de tensión y conflicto, gimiendo con dolores de parto la "nueva creación": la filiación. Hombres manchados, llamados a ser hijos y discípulos de un Reino que todavía no conocían...

Pero justamente por saberse inmundos y contaminados supieron gritar. Toda su carne putrefacta les enseñó a gritar. Sólo el grito podía acercarlos ante aquel Visitante que rebosaba vitalidad. Es el gemido orante el que acorta las distancias, la Gran Distancia. Por eso, aunque se quedaron a cierta distancia, se hicieron cercanos al que podía sanarlos de su enfermedad y liberarlos de su mal. Y esta primera confianza, confianza incipiente y común a los diez leprosos, fue el primer paso para la salud definitiva...

Sin embargo, la vida continúa. Y en la vida de los humanos, en la vida de la fe especialmente, son importantes los ritos y las reglas, el ley y el orden. Es necesario obedecer las costumbres santas y las sabias prescripciones para quedar curados, para mantenerse sanos, para abandonar la lepra. Pero... justo cuando todo parecía estar en calma y las cosas en la aldea mostraban su curso rutinario, sucede lo inesperado, acontece lo tremendo, ¡se produce el milagro!. Realmente se capta y se percibe, se ve durante el camino, a pocos kilómetros de la aldehuela quizá, que algo en la marcha ha cambiado. El cambio no está fuera, no, está dentro. El caminante es el que ha sufrido una metamorfosis. ¿Qué ha pasado? 

El color de las manos ha mudado. Se anda más ligero, más liviano. Hay paz en el alma y una sensación agradable que atraviesa todo el cuerpo. Se experimenta una limpieza distinta, que se parece a la limpieza de la mirada los niños, o a la sonrisa de las vírgenes consagradas. Andando se descubre, junto a otros peregrinos, que la auténtica liberación y la profunda sanación se está operando en todo el ser. O ya se ha operado, tal vez. Súbitamente. La piel muerta comienza a desgajarse como cáscara de maní. Existe un desgarro del cuero sucio que se siente como una punzada cruel y artera. El desprendimiento de las inmundicias del cuerpo ya es un hecho. El despertar es inminente...

Entonces, ¿a qué seguir andando para ver a los sacerdotes? ¿Acaso tiene un sentido el precepto legal y el baño ritual cuando la salud total ha arribado a mi existencia cuando menos lo esperaba? Cuando un poder divino, y a la fecha desconocido, comienza a invadir todas las partículas del ser, ¿qué importa ya mi propio hacer? ¿Qué propósito se sigue al estar tan preocupado por preceptos y rituales toda vez que me hacen aferrarme a estructuras rígidas y estrechas o a amargarme por situaciones farisaicas y leguleyas? El deber por el deber, el hacer por el hacer, el cumplir por el cumplir... y la rueda de la existencia devota sigue girando sobre su propio eje, mecánicamente, inconscientemente, vertiginosamente.   

Mientras, el extranjero ya ha pegado la media vuelta. El samaritano está más libre y predispuesto, menos presionado por la pesada carga de la Torá y del Talmud. Su situación de extranjería le permite estar más atento a los signos de la vida y de los tiempos. El cumplimiento de la Ley no lo subyuga como a sus compañeros judíos. Tampoco reniega de la Ley ni minimiza su importancia y su sacralidad. De hecho, el mismo Rabí, Ieshua, les mandó con autoridad que vayan a presentarse a los sacerdotes. Qué duda cabe que la Ley es importante. Quién duda que las normas establecidas están para cumplirse, que para algo están, y que mejoran a los hombres y a la sociedad. Más aún, quién podría cuestionar los caminos ordinarios de la Gracia. Mas, sin embargo, ¿qué pasa cuando en la vida acontece algo extraordinario? ¿Qué pasa cuando el ropero realmente se abre? ¿Acaso hay que seguir en el sendero trazado sin más? ¿Acaso es necesario continuar en el misma caravana  que te supo acompañar, y a veces guiar, en la vía recta y segura? ¿Y si lo correcto es girar 360 grados, cambiar el rumbo, viajar al Oeste, o simplemente escalar...? ¿Y si después de todo no es tan desatinado escuchar al fauno, matar la bruja y salvar el reino...?

Mucho se juega en tales decisiones. No es tan fácil renunciar a la dirección previamente tomada -o en la que sencillamente te encontrabas sin saber cómo, pues da igual. El caminante siempre se ha encontrado protegido y acompañado en el leprosario. En verdad, no del todo, puesto que el sabía que era un forastero. Pero él se dejaba llevar y seguía al resto, con la meta clara, al menos en la teoría, y con la clase sacerdotal aguardándonos. Sabíamos que estábamos en el buen camino y que la conciencia estaba tranquila porque había sido el mismo Señor el que nos había dicho qué hacer y cómo obrar. ¡Cómo se va a contradecir el Señor! Si Él nos mandó a presentarnos a los sacerdotes, ¿a qué desobedecerle girando sobre los propios talones para desandar el camino hacia tierras desconocidas? En Jerusalén está el Templo, los Sacerdotes y los Sacrificios perpetuos. Allí, los Ancianos, los Fariseos y los Escribas. Allí también la civilización, la vida social y política, el comercio y todo género de negocios. Sólo en este contexto sociocultural, conocido y familiar, venerable y tradicional podremos ser "alguien": unos verdaderos israelitas, cumplidores de la Ley, perfectos hijos de Abraham nuestro padre. Incluso toda la angustiosa experiencia de haber sido un leproso, un marginado, un nómada apestoso será sólo una mala pesadilla, un vago recuerdo, acaso una mera ilusión y una estúpida confusión. ¡No hubo lepra acá! Es más, ¿existe la lepra -la lepra existencial-, hoy como ayer? De ninguna manera, eso son cuentos de viejas, son fábulas del Pentateuco... 

Seguramente no era lepra lo que tenían los diez protagonistas de la narración lucana. El tiempo al tiempo. Todo se irá aclarando. Además, los sumos sacerdotes nunca se equivocan. ¡Jamás! Ellos nos dirán que estamos sanos y bien pero probablemente nos llamarán la atención para que seamos más cautos y cuidadosos en el futuro. Para que dejemos los viajes peligrosos, las malas juntas con peregrinos y migrantes, absteniéndonos del trato con bandoleros, mendigos y en definitiva toda clase de gente que pueda poner en riesgo la limpieza de nuestra raza -la estirpe de Abraham-, la pureza de la ley, la integridad de nuestras costumbres, el rigor de nuestra moral y la excelencia de nuestra doctrina. La consigna es corta: no se hagan más los "evangélicos". Si no, van a acabar mal. Estamos en tiempos de crisis donde los romanos nos oprimen cada vez más, los herodianos son una casta de degenerados y miles de divinidades nos asedian por doquier. Hay mucha diversidad y pluralismo en este país, también en el Monte Sión. No se separen y no se alejen del Templo ni falten a las Fiestas. Escuchen a los Doctores de la Ley. Sométanse a lo que dicta el Sanedrín. Ofrezcan sus sacrificios y holocaustos todas las veces que puedan, mientras más mejor. No se olviden el diezmo, del sustento diario para el mantenimiento del culto y para el sostenimiento de la Cada de Dios. Sean generosos, pero sean sobre todo prudentes y moderados. Agradezcan lo que tienen, confórmense con lo que hay. Miren la magnificencia de estas piedras sagradas. Admiren nuestros ritos heredados de generación tras generación por nuestros padres, y por los Profetas.

Hacen bien, por tanto, en presentarse a los sacerdotes Ojalá aprendan de una vez que es en este lugar y en este grupo donde se encontrarán a salvo, asegurados de toda idolatría y de toda ideología. Dejen de buscar tanto afuera. No se aventuren demasiado. El modernismo de los griegos, por ejemplo, está metido en todas, en todos los altares de dioses extraños. No conozcan a nuevas personas, ya la comunidad de creyentes que hay en Judea es bien grande. Tenemos que cultivar y afianzar la relación entre nosotros, asique dedíquense a fortalecer esa relación ya existente. No hagan vínculos nuevos que puedan desestabilizar lo que queda del rebaño fiel. Y la última advertencia: ¡ojo con ese Rabí itinerante! Sabemos que no se queda quieta, va de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo. Sabemos que prefiere a estar con gente humilde y pobre, y también con los más raros y criminales de la sociedad. Ustedes lo vieron entre Galilea y Samaria, saquen sus conclusiones. Es un Hombre que le gustan los límites, le gusta meterse en villorrios de mala muerte, abrirse con personas paganas y supersticiosas. No es un buen ejemplo ni tiene buena reputación ese Nazareno. Por todo esto, no le den cabida. Está bien que, de cuando en cuando, escuchen sus parábolas y contemplen sus prodigios, algunos de los cuales han sido para beneficio de ustedes. Pero hasta ahí nomás. No se pasen de rosca. No se hagan los locos ni intenten seguirlo o hacer las cosas que Él hace porque Él es Él y nosotros somos nosotros. El que se atreva  a imitarlo va a quedar en ridículo, primero. Y segundo, sepan que el que elige de verdad, en serio, seguir a ese Rabí, va a tener dificultades. El que de corazón se adhiera a su enseñanza, el que sin condiciones acepta su Anuncio, además de perder la cabeza, se va a meter en grandes problemas, y más encima en estos tiempos que corren. Sólo tenemos que esperar al Mesías preanunciado por nuestros Profetas. Ya viene. Y verán cómo pone orden en esta asamblea y en toda la tierra, como Rey poderoso y vengador, como Juez justo y temible. No se distraigan ni divaguen en vano. El tiempo es oro, por tanto no pierdan el tiempo con ese "Evangelio" que se anda predicando  en todos los rincones de nuestra patria. Eso es para chiflados, para consolar a los necesitados, para aliviarles a los enfermos su dramón. Pero nosotros sabemos que no hay que dramatizar tanto. La vida sigue, todo fluye...


-CONTINUARÁ-


jueves, 2 de noviembre de 2023

LÁZARO FELIZ



Jesús ama a su amigo que está enfermo.

Porque lo ama, por un amor fuerte de amistad, quiere curarlo. Se decide ir hasta al fondo del abismo donde sea que se encuentre. Nada lo detiene. Se guía sólo por el amor. El Señor siempre obra por amor, por un amor apasionado, constante, obstinado. Entonces es por amor que va en busca de su amigo, al rescate del enfermo que yace en las tinieblas y "en sombras de muerte". ¡Que hace tanto tiempo se encuentra en franca descomposición, en muy mal estado, y que huele fatal! Los pecados, los errores del pasado, los defectos morales y físicos, los desequilibrios psicológicos, en fin, todas nuestras miserias apestan.

El EGO es lo más nauseabundo que existe.

Lejos del Amigo, del Maestro, del Médico y del Señor de la luz y de la vida uno se encuentra sepultado, con una enorme piedra encima del alma, totalmente atado por los mil complejos, apegos y desórdenes que se han ido juntando con el paso del tiempo y de nuestra sufrida historia. Nuestro Lázaro interior está enfermo, atado, bloqueado, incapacitado para explorar la vida en abundancia y la verdadera libertad. ¡Hasta se ha acostumbrado a vivir en su oscuridad, se ha enamorado de sus propias sombras! El estado de mi Lázaro interno es realmente lamentable. Y no me di cuenta, sinceramente, que podía estar tan mal. Me faltaba desierto profundo, quizás... Mucho ruido para escuchar. Mucha dispersión para recogerme. Mucha preocupación y agitación por los negocios de la vida adulta no me permitieron cultivar la paz y amar el silencio. Ahora me encuentro que hiedo, recostado en las penumbras, confundido y con miedo. Me pregunto, en el seno de esta tumba (como Jonás en el vientre de la ballena), si el Maestro se acordará de mí en esta hora aciaga de mi vida. Estoy casi desesperado porque no veo la salida, el fin del túnel, la boca donde entra la iluminación de fuera y de Arriba. Tan en tinieblas estoy que a veces pienso que yo mismo soy esas tinieblas, me identifico inconscientemente con ese mal de los infiernos. Pero confío en los seres que verdaderamente me aman, en los Santos, como mis hermanas Maria y Marta, pues los que son así, fieles discípulos del Señor que escucharon su Palabra y acogieron su Presencia en Betania, tales podrán interceder por mí para que Jesús tenga misericordia de su amigo, que está profundamente herido y postrado sobre horribles miserias. Que anda desconsolado, y con espanto pues son demasiados los demonios que me rodean que, si el Salvador no viene a defenderme, caería en la desgracia sin cuento.


Pero aún espero. Confío. Vigilo. Deseo con vehemencia la visita del Altísimo. Y lucho con violencia (contra mi amor propio y contra mis demonios interiores: los malos pensamientos, los sentimientos tóxicos y las energías negativas), aguardando que, por fin, se abra la mole endurecida y áspera que me tapa y me impide el encuentro con la Victoria, con la Salud, con la Caridad y con la Fuente vital. La dureza y la pesadez de esta roca que he dejado por negligencia e ignorancia que se pusiera en el centro de mi corazón (¿o es el mismo corazón?) sólo podrá ser arrancada y destruida en mil pedazos por el Dios Fuerte. Esta tumba oscura y hedionda que yo mismo he cavado y a la que me he dejado arrastrar con amargura podrá ser inundada por la desbordante, vencedora y salutífera vitalidad luminosa del Dios Santo e Inmortal. Del Dios trinitario. 


Y sé que esto acontecerá.

Yo soy Lázaro y conozco a Jesús. 

Somos amigos.

Los dos estamos heridos.

Sus heridas, de hecho, me curaron ya. Sus llagas siempre están abiertas, y allí se exponen, a nuestras miradas, para recordar que Él también es hombre, también sufrió -los tormentos más indecibles sufrió- y sabe perfectamente de qué estamos hecho. Somos barro, somos masa, somos polvo que arrebata el viento. Pero Él se acuerda de mí, y de todos sus amigos, de los que aceptan que están enfermos y heridos, y sepultados en las sombras malolientes de la soberbia y de la mentira, del odio y de la violencia que nos devoran por dentro -¡acaso sin que nos demos cuenta!...


Él quiere darnos su Espíritu que es Verdad y es Libertad. El querría ser más amigo de nosotros pero para eso hay que ser como Él es: humilde, pobre, manso, pacífico, dulce, veraz, sincero, firme y fiel. Obediente al Padre, ¡siempre! Vive del envío del Padre, y no escucha razones de supuesto sentido común ni las reglas de convención. Tampoco atiende a las burlas y a la autosuficiencia de los provincianos de Judea. Si fuera así, no podría salvarme; salvarnos. Por fortuna, Dios no se rige por nuestros criterios mezquinos, calculadores y racionalistas. No. ¡No es tampoco "justiciero" como nosotros! Este amigo mío llamado Jesús de Nazaret, a quien desde que conocí personalmente teniendo una experiencia intensa y auténtica de su Amor todopoderoso y misericordioso; a este Rabí, digo, yo no lo suelto más... Desde tal encuentro íntimo con Él, desde que saborée su amistad, su presencia y su sabiduría, ¡su santidad!, lo sigo a todas partes, a donde Él me atraiga. Creo que por eso pudimos hacernos tan amigos en tan poco tiempo. Y por esto mismo creo decididamente que Él no me abandonará jamás. Que no me dejará estar por mucho tiempo en el caos y en el desconcierto, en cualquier tribulación. Que si Él a veces tarda en mostrarse luminoso y consolador con su servidor, siempre es para mi bien, para mi instrucción y para fortalecerme. Él lo sabe todo. Por algo también me ha dejado aquí una temporada, en esta tumba cerrada, sin oxígeno, sin luz, sin vida. Sin ninguna posibilidad de salir por mi cuenta, de escaparme de una buena vez. Sólo puedo esperar. Sólo puedo y debo esperar en silencio su salvación, con una confianza ilimitada, incondicional y radical.


Entre amigos de verdad es crucial semejante confianza absoluta. Entre discípulo y maestro, entre hijo y padre, es fundamental que exista una confianza y un amor que todo lo cree, que todo lo espera, que todo lo aguanta y que todo lo excusa. Sólo puedo agradecer mi relación con el Señor, con mi Amigo, pues Él ha sido bueno conmigo. Siempre me ha manifestado su bondad, su compasión, su grandeza y su perdón. Por todo ello le creo sin reservas, acepto todo lo que me dice y me manda, aunque puedo admitir que mucho me cuesta y me duele a veces, y confieso que es un Maestro exigente. Mas es necesario, en definitiva, que sea así Él y eduque como lo hace. No habría otra manera, si no, de poder alcanzar nuestra estatura como hombres creados a Su imagen. No podríamos vivir conforme a nuestra vocación celestial. No alcanzaríamos la gloria divina a la que hemos sido destinados. Pero también -y esto es igual de importante-, sencillamente si Jesús no enseñara como lo hace y no nos diera su ejemplo claro a seguir, no podríamos conquistar esa libertad que tanto deseamos y esa felicidad que tanto buscamos. Para ser personas plenas, hay que vivir con el Espíritu de este Galileo que conocí hace años, andando de camino por esta tierra bendita...

La esencia del Espíritu del Mesías quedó definida en su archi-conocido (pero vivido y gustado por algunos pocos) Sermón de la Montaña. 


Yo soy Lázaro, y sé en quién he puesto mi esperanza.

Aguardaré a que se obre el milagro de mi existencia.

Intuyo que Jesús está viniendo en camino, con los apóstoles y con una muchedumbre de discípulos y testigos que lo acompañan, para despertarme: Él me devolverá a la Vida eterna, Él me hará renacer y me renovará con su potencia y dinamismo infinitos.

¡Él es la Resurrección y la Vida!

Su energía pascual irrumpirá majestuosamente y sorprendentemente en medio de mis penas y de mis ansias: en el centro de mi existir doliente y anhelante.

Sólo Él es capaz de sanar mi personalidad entera; Él, el único que puede redimir mi biografía; Él, quien me dará una segunda oportunidad para vivir en abundancia y para servir con alegría en su paz, en su amor y en su soberanía... ¿Quién hay como el Santo de Dios, el Hijo de David?


Marta, hermana, grita más fuerte, alza tu voz, que todos los del pago chico, los parientes y los conocidos te oigan:

 "Sí, Señor, yo creo que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que viene a este mundo". 

Marta, hermanita, sigue creyendo porque si crees, con fuerza y en serio, verás la gloria de Dios.

Marta, Marta, mira que mi enfermedad no es mortal; mi enfermedad es para gloria de Dios, para que el Hijo amado sea glorificado.


Recuerda que la amistad y la enfermedad son los puntos débiles de nuestro querido Señor, son los signos claros de su Presencia amorosa entre nosotros, son las heridas sagradas para que el Médico sabio nos sane y la garantía segura de que el Maestro hermoso nos llama por nuestro nombre propio y excepcional; singular.


No hay que temer ni dudar ni preocuparse en vano. Jesucristo va allí donde justamente huele más mal, donde están las piedras más duras y pesadas, donde se encuentran las cuevas más oscuras y siniestras, donde están los cuerpos más postrados y los nudos más complicados y difíciles de desatar. Donde falta el aire para subsistir, la luz para contemplar la Belleza. Ha eso vino y viene y está viniendo Aquél que nos amó primero. Sólo hay que desear ardientemente su venida y sus visitas secretas, suaves, fogosas; de puro amante. Al instante puede curarte, si tú quieres... Sólo hay que abrirse, disponerse, silenciarse, vaciarse y prepararse. Éste es todo el entrenamiento ("ascesis" significa: entrenamiento, preparación, esfuerzo amoroso). Y por sobre todo: rezar como bienaventurado del monte, como el Profeta en el fondo del Leviatán. Sólo así Dios hará que la bestia abra sus fauces y nos lance a una playa nueva, con vida, sanos y salvos, para cumplir la misión que Él nos encomendó. 


Por todo ello, escuchen la orden dada con poder y brío:

 "¡Quiten la piedra!" 

¡Quiten el ego arrogante!

 "¡Lázaro, ven afuera!"

¡Amigo, ven a Mí, ve hacia la Plenitud!

 "¡Desátenlo para que pueda caminar!"

¡Libre ya de todo lastre y vanidad, camina en la verdad del Evangelio!



Amén. Aleluya. Alabanza y acción de gracias.



[Días después...] Yo, Lázaro, me estoy escapando y me voy alejando de todos los fariseos, de los doctores de la Ley y de los sumos sacerdotes de mi comarca, que me conocen, porque dicen que muchos por mi causa se apartarán de ellos -de sus meticulosos rituales y de la estricta observancia legal- y se convertirán al Nazareno: pasarán a creer en Jesús, el Hijo del Dios vivo y verdadero. Me quieren matar, y eso que algunos de ellos fueron testigos del Gran Milagro. Pero estoy tranquilo y aún contento, pues no estoy sólo en esta persecución y aventura, sino con Aquel que me resucitó y vive para la eternidad. Sí, en Él todo lo puedo, y soy. ¡Alabado sea por siempre!

jueves, 14 de septiembre de 2023

PREGÓN A LA CRUZ SOLA

 




¡Qué sola se ve la Cruz sin Jesús!


Cristo se fue.


«El Rey duerme» en la entrañas del orbe.


El Rey duerme…


¡Qué expresión tan cargada de misterios, de enigmas insondables!


Mientras, el Leño sigue de pie.


Sigue en pie. Continúa en su posición vertical. Siempre de ascensión.


Solo. Se encuentra solo.


Sin el Cuerpo.


Solo sin aquel Cordero inmolado.


Todavía la Sangre sagrada que lo recorre debe seguir goteando.


Goteando y goteando y goteando.


Todavía hay mucho olor a sangre,


Pero no es un hedor: es un perfume singular.


Esta Sangre aromática pinta los palos cruzados que hasta recién sostenía el Precio y el Peso de la salvación.


Era Jesucristo ese Peso y ese Precio.


Y ya no está.


Se lo llevaron.


Lo han descendido del madero.


Lo han velado y sepultado, raudamente.


~


Ahora el Madero pide Cristo.


La Cruz reclama con vehemencia y elocuencia que le devuelvan al Cristo Sangrado. Sangriento.


No se reconoce sin Él.


No entiende su pose y su misión sin Él.


¿A quién elevará en adelante?


¿A quién levantará?


¿A quién sujetará con lealtad y con desgarradora ternura?


 


Pero el Madero sigue allí en el Gólgota.


¿Qué hace allí sin la Víctima sagrada?


¡José! ¡Nicodemo!


¿Qué hace en la Iglesia hoy cuando a Jesús lo han arrancado de la Tierra de los vivientes?


¡Ministros! ¡Guardias!


¿Qué continúa haciendo sola en mi corazón sin el Sacrificio expiatorio?


¡Ay, corazón, corazón!


~


La Cruz está sola y desnuda, aún teñida de púrpura real, pero completamente sola.


Hasta María, la Madre de Cristo, se ha ido.


La Virgen María se ha ido con las otras Marías y con el Discípulo Amado.


Todos sus mejores amigos han abandonado la solitaria cruz.


 


Stat crux! Mientras sus “amigos” le dan la espalda.


Stat crux! Mientras el Pueblo elegido continúa su fanfarria.


Stat crux! Mientras el mundo gira y gira en la desgracia.


~


Tal vez hoy la Iglesia esté viviendo su viernes santo temporario.


Su viernes, y su sábado santo también.


Viernes y sábado en donde está la Cruz pero no Cristo,


Donde están los sagrarios pero no el Santísimo.


Sagrarios vacíos, cruces peladas, iglesias vacías.


Está presente la cruz sola en todo su horror y con toda su crudeza.


¡Ea! ¡Éste es el Símbolo de nuestra época!


~


El Árbol noble, con el velo profético, yace sin el Redentor.


La gente de hoy, los pueblos de hoy, buscan Vida, vida en abundancia,


Pero sólo se encuentran con la temible y terrible Cruz rosada.


¿Rosada?


Bañada con la sangre rosada del Dios vivo.


–Naciones modernas: ¿queréis gustar al Dios vivo? Ibis ad crucem!


Ibis ad crucem!, parecen clamar las piedras, las selvas y los montes.


Ibis ad crucem!, parecen gritar los rascacielos, las autopistas y los puentes.


Ibis ad crucem!, parecen pregonar las cúpulas y campanas eclesiásticas.


~


Porque hay cruz en todas las cosas.


Cruz, en todas las personas.


Cruz siempre, y en todas partes.


¿No será la Cruz el metafísico trascendental perdido?


~


El Señor de la Cruz ya no está junto a Ella.


El mismo que la buscó libremente.


El mismo que la besó y la abrazó con emoción y pasión


-Siempre unido a su Padre-


El mismo que la cargó con dignidad y hombría de Hijo de Dios y de Hijo de hombre.


El mismo que la aceptó plenamente consciente.


¿Dónde está?


¿Que dónde está?


¡Mira lo que preguntas, zagal!


¡Mira hasta donde lo buscas, zagalito!


Te lo diré: ¡está en el infierno!


Está en los infiernos.


En mi propio infiernillo se encuentra el Señor.


Allí está realizando la obra dura y profunda de Regeneración.


¡Aguarda cómo lo hace con gracejo e hidalguía!


¡Admírate, chiquillo!


¿Y qué hace allí, porfías en preguntar?


Pues está liberando a los cautivos, despertando a los dormidos y anunciando la Buena Noticia.


Ahí no “duerme” el Rey, chiquillo, de ninguna manera.


En esos abismos sigue trabajando como su Padre. 


¡Con su Padre!


Y nos rescata.


Aún hoy. Especialmente hoy.


¡Ahora!


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Por de fuera se ve negro el panorama.


Se ve cruz la existencia; ¡Crucificante!


Por dentro, ¡já!, por dentro es pura lumbre.


Crux lux!, Crux lux!


«PER CRUCEM AD LUCEM» 


Ésta es mi jaculatoria hoy.


Quiere ser mi lema, mi enseña y mi baluarte.


Mi grito de guerra.


Otro que «In hoc signo vinces» de los antiguos cristianos.


Vaya estandarte, ¿a que sí?


“Los estandartes del Rey avanzan”.


Aunque el Rey parezca dormir en esta hora aciaga:


Sus estandartes y sus banderas, ya se adelantan.


Avanzan siempre hacia delante, ¡en buena hora!


No digáis, impíos, que está ausente mi Capitán.


¡Ved que no duerme!


Es el Misterio refulgente de la Cruz.


Es el sacramento del Leño que burló a Satán, ¡un portento!


¡Ah, Madero sangrado, si eres terror de los demonios y de los herejes!


Quien te abraza será abrasado.


Quien te abriga será abrigado.


Quien te guarda será guardado.


Y quien te recibe, oh Beatitud, ha hallado toda la Salud.


Ha llegado al puerto seguro.


¡Al alcázar que en dos mil años no se ha rendido ni se rendirá, hijo mío!


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Alégrate, Cruz, pues tú eres el «Nauta» que conduce a los hombres perdidos en este mundo extraviado a las orillas del Paraíso,


 A las costas cálidas del añorado Reino: 


JESÚS NAZARENO

REY DE LOS JUDÍOS.


 


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