A la memoria de Benedicto XVI, varón santo, sabio y artista, en su primer aniversario de su partida a la casa del Padre. Con gratitud y especial devoción.
José,
O de la Vocación.
Este fue el nacimiento de
Jesucristo: María, su madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no
han vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su
esposo, que era un hombre justo y no quería denunciarla públicamente, resolvió
abandonarla en secreto. Mientras pensaba en esto, el Ángel del Señor se le
apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas recibir a María,
tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu
Santo. Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús, porque él
salvará a su Pueblo de todos sus pecados». Todo esto sucedió para que se
cumpliera lo que el Señor había anunciado por el Profeta: "La Virgen
concebirá y dará a luz un hijo a quien pondrán el nombre de Emanuel", que
traducido significa: «Dios con nosotros». Al despertar, José hizo lo que el
Ángel del Señor le había ordenado: llevó a María a su casa, y sin que hubieran
hecho vida en común, ella dio a luz un hijo, y él le puso el nombre de Jesús.
(Mt I, 18-25.)
†
El
nacimiento de Jesucristo en mi vida bien puede ser el origen de mi vocación
existencial y trascendente. Toda genuina vocación -religiosa, apasionada,
orante- podría describirse en esta hermosa escena del evangelio de Mateo.
Podríamos intuir el origen de un llamado
en este pequeño y colorido cuadro. El inicio de un camino hacia la plenitud,
más también hacia la cruz.
María
es María, nuestra Madre, y también es la Iglesia, Madre nuestra. La esposa o la
prometida, es la Virgen, es la Iglesia, mas también es la Cruz redentora. José
es el corazón profundo, es mi yo ideal, es la existencia auténtica. José, mi
identidad, está comprometido con Ella, la Mujer, y desea vivir con Ella, fundar
un hogar, formar una gran familia y dejar una descendencia numerosa. Esto quiso
de entrada, siendo aún bastante joven, acaso un muchacho. No sabía, desde ya,
lo que quería. ¡Pero lo quería! ¡Y cuánto la
quería…!
Sin embargo, al propio corazón no había
descendido el Espíritu Santo, todavía. Por entonces era el Gran Desconocido. Y esta Persona, no obstante, ya había visitado a
la Mujer anhelada. Mucho antes, de hecho. El Pneuma era el alma de la Iglesia y
era el divino Esposo de aquella Doncella. Pero el corazón aún no se había transformado
en un ser espiritual; el llamado a la verdad y a la libertad todavía se
escuchaba con oídos naturales, acaso demasiado temporales y terrestres. Faltaba
un misterioso nacimiento previo a la Vida misma, para que pudiera ver y aceptar
el nacimiento del Hijo: principio, centro y fin de toda vocación y de toda
misión. En una palabra, había que despertar…
Antes
del despertar, no obstante, debía acontecer el milagro. En verdad, todo
despertar es en sí un maravilloso milagro. Mas también lo es recibir visitas de
Ángeles en los sueños. En definitiva, la vocación es una cadena de regalos
maravillosos e inefables; una cascada de milagros… Incluso la criatura misma
que recibe el llamado de lo alto y de lo hondo es quizá el mayor de los
milagros: el ser humano. El corazón en sus profundidades es puro, es santo: es
justo. Es allí donde se termina de responder al llamado, pues la capacidad de
entrega total e irrevocable permanece allí, escondida, en todo su potencial. La
energía de José se abrirá cuando oiga, por fin, el anuncio: la Buena Noticia.
¡El Mesías esperado! Comenzará su camino cuando sepa que no hay nada que temer.
Que hay una alegría poderosa e incontenible que está a punto de estallar…
Con
todo, si no hay dudas, de seguro que hay incertidumbres que abruman, e incluso
espantan. Puesto que se trata de un Misterio tan grande, se hace difícil, si no
imposible -humanamente hablando-, acoger el Misterio. Ser hospitalario con una
Verdad inmensa, tremenda, decididamente majestuosa y aun terrible. Un Sentido
que escapa a todos los sentidos, pero que en el fondo los sostiene y vitaliza.
El corazón que aún no descubre toda su grandeza y su capacidad, órgano diseñado
por el mismo Creador, que a su vez es el Señor de esta historia de amor y de
luz, no puede asumir la tarea de continuar un proyecto en común con la Mujer
que ama y ha elegido…
Y
por eso sufre. Se desgarra en su interior. La tensión lo deja casi sin aliento,
casi sin esperanza, ni siquiera con una ilusión. El amor primero, aquel frescor
de los inicios sencillos y modestos en la Nazaret natal, aquellos encuentros
fugaces o aquel cruce de miradas enamoradas en el aljibe del pueblo chico, todo
se va apagando inusitadamente. Todo comienza a volverse, más que un recuerdo
vibrante y animoso, una pesadilla amarga y triste. También furiosa, por
momentos. El dilema de José es prácticamente invivible. No puede continuar su
vida así nomás, como si nada pasara, como si todo fuera normal. Está el
Misterio, insondable, infinito, que cuando llega y se instala: ¡todo cambia!
Todo se revoluciona por dentro…
El
corazón, aun siendo inexperto en el amor verdadero y traspasado por espadas,
podía intuir la nobleza y santidad de Aquella que estaba encinta. Mejor dicho,
no vacilaba acerca de su luminosa realidad, pero no la comprendía, y eso le
retorcía las vísceras. No comprendía porque antes no podía contener semejante
luz enceguecedora. Paradójicamente, era tan deslumbrante aquella lumbre que le
parecía todo oscuro, a veces siniestro. Aunque tal oscuridad jamás le llevó a
creer que “eso” era lo real: lo oscuro y siniestro. No, jamás. Entendía que no
debía identificar las sombras con los grandes misterios de la vida y de la
muerte. Sabía que Ella era la Mujer
vestida de sol y era la Novia
engalanada. Y era la Cruz de la que emanaba la Luz beatífica. Pero tantas y
tales verdades misteriosas no podía soportar el corazón profundo y pequeño a la
vez. Éste necesitaba una iluminación. Un aviso. Un mandato… ¡y urgente!
La
urgencia provenía del gran dilema de: o hacerse cargo con violencia de la
situación inconcebible, o de echarle la culpa a la Mujer con ánimo pusilánime y
mente escéptica. O bien, una tercera vía superadora, integradora, y tal vez
magnánima, era la de mantener la situación en secreto y alejarse de todo el
embrollo para siempre, sin pena ni gloria. En cualquier caso, cargando él con
el estigma de ser un fracasado y un irresponsable frente a la parentela y toda
la aldea. Evidentemente, no era la elección ideal; ni lo óptimo ni lo más
sensato. No era lo más santo, tampoco. Y es que en tales encrucijadas de la
existencia lo acertado es esperar de pie en la misma cruz que se presenta; en
el cruce de caminos distintos, opuestos y variados; en el suspenso angustioso
entre cielo e infierno; en la tirantez de dos líneas que chocan y se juntan
para luego seguir cada una su dirección precisa. Lo apropiado, lo creyente, es
esperar la visita del Ángel. Es confiar en que, más allá de este mundo
secularizado y cada vez más frivolizado y alienado, hay Ángeles que nos besan y
nos susurran mensajes esenciales -si es que hemos aprendido a ser soñadores. Si
el corazón aprende el primitivo arte de orar
soñando y de soñar orando es
posible seguir escuchando la Voz de Dios. Es posible ser obediente en la fe, y
pasar a la acción. Aunque sea -y es- de
noche…
José,
lo que tenía que hacer, era dejar de pensar.
Precisamente, su pensamiento lo llevó a la resolución de abandonar a su esposa.
De dejar el inicial propósito de vida a un lado, y buscar otra cosa. De repudiar una vocación que,
primordialmente, le hacía feliz. Pensó demasiado, y por eso se fue enfriando su
espíritu, hasta llegar al titubeo y a la agonía… No sabía que parte del
discernimiento era soñar, era sentir, era intuir y era, sobre todo, actuar.
Pero justamente él creía que discernir,
y discernir la clase de disyuntivas y problemas que ahora se le presentaban,
era básicamente pensar, razonar, argumentar, juzgar... Pero no, querido Yosef;
había más, mucho más por hacer, y antes que eso, por ser…
¡Ser hijo! Oír personalmente, íntimamente, que se era hijo: “hijo de David”; hijo del Padre. ¡Pues lo somos! José era hijo, primero, y por eso pudo ser padre: padre adoptivo de Jesús, el divino fruto de fidelidad y de unión amorosa con la Mujer. Madre, Maestra y Amante. Por eso pudo decir sí al Ángel. Lo más fuerte que oyó en sueños fue su filiación, seguido del “no temas” promisorio y confortante, decisivo. -No hay de qué temer, hijo mío, corazón amigo. El Espíritu está en Ella; el Espíritu viene a ti. ¡Arriba!
Sabiendo quién era y de dónde venía, ya estaba en condiciones de custodiar el Misterio. Recordar su infancia y su descendencia le devolvía el vigor y la claridad que necesitaba para arriesgarlo todo, para consagrarse entero al Designio señalado desde la eternidad. Revisó su biografía y reconoció que el Dios de sus padres Abraham, Isaac y Jacob siempre estuvo presente, cuidándolo y guiándolo hasta ese momento crucial de su historia única e irrepetible. Agradeció su buena fortuna. Y finalmente, podía res-ponder al llamado del Mensajero del Señor, es decir asumir la responsabilidad de su consagración total a esa Sagrada Familia que estaba originándose, humildemente, discretamente. Él, José, estaba siendo parte de una nueva familia, que a su vez lo acogería a él con el mayor de los amores. Más tarde acabaría por comprender y gustar la dulzura inefable de tener a María como esposa y a Jesús como el hijo bienamado que debía guardar con celo y pasión hasta el fin de sus días. Tal sería su secreta alegría que lo animaría en todos sus viajes y en la oculta existencia nazarena. Más tarde sabría que, efectiva y afectivamente, el Niño esperado era el “Dios con nosotros”: el Emmanuel.
José, el corazón casto, supo estar atento y vigilante a la voz del Ángel. Aprendió el lenguaje angelical -acaso porque su vida venía haciendo angélica, de alabanza permanente al Dios vivo. Pudo decir sí con confianza, en medio de la noche. Se hizo cargo de la misión, y actuó con rapidez y decisión. Le puso nombre al Niño que debía proteger, por mandato de lo Alto. Y el tan Deseado varón sería el que salvaría a su Pueblo, no él, no José. Éste era un siervo más que prestaba su existencia para que la obra redentora continuara, para que la Palabra se cumpliera cabalmente, hasta la última jota. Lo anunciado por los Profetas debía acaecer, y él lo sabía -lo sabía porque conocía y amaba la Escritura. José era un hombre bíblico en serio, que es otra manera de decir que fue un hombre justo, y por ello fue partícipe de la gran Historia Sagrada, y de una manera privilegiada. Con un papel singular.
El corazón profundo es esencialmente creyente. Confiado al Padre. Esperanzado en las Promesas. José creyó y por eso recibió a María en su casa. Pero María había creído antes, por esto Ella ya le había recibido a él en el hogar de sus entrañas maternales y esponsales. La auténtica vida, que siempre es vida en abundancia, hallaba una casa y un templo; una nueva creación. Y una nueva relación: de hijo, esposo y padre. ¿Dónde se había metido -o lo habían metido a- José? ¿Habría imaginado semejante experiencia de vida? ¿Cuáles habrían sido sus expectativas iniciales ante tamaña propuesta del Ángel visitador? Probablemente no habría tenido la más absoluta idea de lo que se le avecinaba. Él simplemente despertó sabiendo cuál era su vocación. Su visión nocturna le abrió un sendero, angosto, pero camino al fin, y por allí fue, siempre despierto. Desde entonces, sabía que no podía dormirse pues muchos enemigos le seguían el paso para hacerlo caer, y muchos más eran los curiosos que lo presionarían con impertinencias y cachondeos.
Pero él ya era todo para María y el Niño de su vientre -¡el qué dirán no importaba más!
Y Ella era todo para él: el Socorro perpetuo; su sostén, su amparo, ¡la Rosa Mística!
¿Y Jesucristo? Era TODO para ambos, para los dos.
*
H.
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