¡La voz de mi amado! Ahí viene, saltando por las montañas, brincando por las colinas. Mi amado es como una gacela, como un ciervo joven. Ahí está: se detiene detrás de nuestro muro; mira por la ventana, espía por el enrejado. Habla mi amado, y me dice:
«¡Levántate, amada mía, y ven, hermosa mía! Porque ya pasó el invierno, cesaron y se fueron las lluvias. Aparecieron las flores sobre la tierra, llegó el tiempo de las canciones, y se oye en nuestra tierra el arrullo de la tórtola. La higuera dio sus primeros frutos y las viñas en flor exhalan su perfume. ¡Levántate, amada mía, y ven, hermosa mía! Paloma mía, que anidas en las grietas de las rocas, en lugares escarpados, muéstrame tu rostro, déjame oír tu voz; porque tu voz es suave y es hermoso tu semblante».
(Cant II, 8-14)
†
Primero es la voz, después la presencia. Primero la escucha, luego, la visión.
Él viene y está; yo soy el que debe esperar y el que debe permanecer con él, y en Él.
Hay vida en el que
viene, abundante vida, por eso salta, brinca y danza.
Posee una
vitalidad excesiva, una energía desbordante, incontenible, que se derrama y
expande por doquier, por do vaya…
Y tiene una agilidad,
una elegancia, una fuerza y una sagacidad tales que parece una gacela.
Si percibo su voz
sabré que viene, y que viene a mi encuentro. Viene por mí, viene a decirme
algo, lo intuyo...
Él viene, siempre
viene, él es el que siempre está viniendo, y siempre viene saltando y brincando
entre montes y collados, como Hombrevida,
como Tom Bombadil, como un divino Payaso...
No hay montaña, no
hay colina, que lo pueda detener.
Él atraviesa y
supera todas las paredes de piedra, por muy altas que puedan ser, por muy duras
e impenetrables que puedan resultar.
Él viene igual -en
parte ése es su oficio y su ejercicio: venir,
estar viniendo.
El viene a
buscarme, a buscarnos. Él tiene una cita conmigo, con la humanidad, a la que no
puede faltar. La cita es urgente, impostergable, pues tiene algo importante que
anunciar.
Gracias a esta
Palabra de su Cantar sé que Jesús es
el Amado.
Sé también que es
mi amado y para mí, que pasta entre
azucenas.
Sé que tiene una
voz, que viene, que baila y juega, que corre veloz y con gracia, cual
cervatillo.
Pero también sé
que está, que ya está aquí, pero ¿dónde
está?
Que puede detener
su carrera y dejar de brincar, lo veo, más ¿cómo
puede ser esto? ¿Por qué?
Si fuera por este
misterioso cervatillo él podría seguir corriendo y saltando y buscando a su amada.
Sin embargo, llega
un punto en el camino donde tiene que frenar, detenerse y esconderse. Es un
momento esencial para la amada, ¡vital!, pues ahora ella ha de actuar.
Es su turno. La
hora de la amada. La hora de la respuesta.
El ciervo joven
más no puede hacer porque se interpone un muro entre ellos, mas ese muro lo
construyó la amada -acaso por desconfiada y miedosa.
Los muros no son
jamás invención del Amado; él aborrece los muros y antemuros.
Muros y murallas
separan a los amantes, aíslan a los seres vivientes, dividen a todas las
criaturas.
(Podrían proteger,
como a un jardín cerrado, pero éste
no es el caso, muchas veces no es el caso.)
Porque el muro es
de la amada, y no de él, el amado ha de quedarse justo detrás del mismo, oculto
e invisible, y desde éste secreto lugar espía y observa a su paloma herida…
Hasta que le habla
y le susurra palabras de amor y pasión para atraerla en pos de Sí, para
inspirarla, para levantarla.
La ventana, el
enrejado, son las heridas de la amada: desde allí nos mira la gacela, y nos
acecha.
El muro todavía
sigue allí, ¿y quién lo puso? La amada, aunque no sólo...
¿Cuál será la
naturaleza del muro aquél? ¿Qué es? Porque es evidente que existe, y que
aprisiona. No deja ver al Amado…
El muro es la
existencia sufriente, la natura humana caída, el ego posesivo, la soberbia de
la vida.
Pero si se mira
bien, hay grietas en el muro -en todos los muros, por inexpugnables que
parezcan-, y por allí se puede
descubrir al que viene a salvarnos.
El desafío es
apostarse allí mismo, en cada hueco, en cada llaga, y prestar atención al
amante que quiere rescatarnos… de nosotros mismos.
Sólo él podrá
sacarnos de las murallas de la muerte, del yo encastillado.
Y lo hace de la
única manera que puede y sabe hacer: con Amor.
Amando despierta y levanta, llama y atrae, sana y
protege.
Él conoce todo
sobre nosotros, todo de mí.
Conoce los
tiempos, los climas y las estaciones de nuestro ser.
Él sabe cuándo
pasan las lluvias y los inviernos, y cuándo arriba el tiempo de las canciones.
Conoce la frialdad
de mi ánimo y la esterilidad de mi mente.
También los gemidos
y las lágrimas, que él recoge una por una en sus ánforas.
Él aprecia ese
débil canturreo de una oración que apenas hace pie, pero que ya tiene alas.
Él ama mi tierra, nuestra tierra.
Él admira los
frutos y las flores y los perfumes de nuestro huerto;
Todo lo ve, lo
cuida, lo disfruta.
Cada viña en flor,
cada breva, él la ama y la celebra.
Es el Señor de la
vida, de los sembrados y de las cosechas.
Quiere una amiga,
la niña de sus ojos, que no la encuentra por los bosques ni en la mar.
La torcaza ha puesto su nido en las grietas de las rocas, ¡y ha hecho bien!
Pero no puede
quedarse más allí: ¡ha de salir, ha de volar hacia su amado!
Dejarse caer y
planear, por el poder de la Palabra que la llama.
Suspendida en el aire por la Voz del que llama -el amado de mi alma.
¿Y qué quiere el infatigable Buscador? Quiere un rostro y quiere una voz.
¡Quiere mi rostro, quiere mi voz!
El rostro hermoso
y la suave voz de la paloma en vuelo.
El semblante sereno de un corazón en paz.
¿Y por qué se
esconde la tortolita? ¿Por qué es tan huidiza?
¿Por qué se expone
a lugares peligrosos?
¿Por qué no desciende y se aleja de su nicho
familiar?
¿Por qué no deja
las zonas de conflicto -abismos y pendientes-, y se recuesta por fin en su dulce
amado de las montañas?
¿Quién te dijo que
eres fea, morena linda?
El Esposo ha
puesto en ti sus ojos, y te ha embellecido.
Tu encantador Amigo
se ha enamorado de ti, por ello cantas melodiosamente.
Déjate de historias, paloma, y entrégate a tu marido.
Él es el que
viene.
Él es el que te
salva.
¡¡¡Él!!!, el que te
conoce y te ama.
H.
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