Aquella misma noche en que los misticongos sorprendieran a Don Hilario en su retiro cuaresmal, se sentaron todos en tornos al mesón de aquella sencilla cabaña situada en las altas montañas. Luego de la cena fraternal, cada uno en sus respectivos puestos, comenzaron a hacer lo suyo. Algunos abrían los whiskys, otros preparaban las pipas, y otros simplemente pensaban qué temas podrían abordar en aquella plática nocturna.
El recinto se hallaba entre penumbras, y el ruido de los truenos y de las densas gotas de fuera, hacían sentir a todos muy acogidos.
-¡Delicioso este whisky! -comentó Fonsé con gran satisfacción; y dirigiendo una mirada cómplice a don Branca, siguió diciendo-, creo que llegó el momento en que usted anuncie sus buenas nuevas.
Don Branca, devolviendo la misma mirada respondió:
-Comparto en que ha llegado la hora-. Y levantando su whisky en señal de brindis, exclamó con una sonrisa en los labios:
-Caballeros, tengo el agrado de comunicarles que Doña Retesa, la del sol del mediodía, aceptó ser mi compañera de viaje...¡Estoy de novio!
Todos los misticongos estallaron en aplausos y vítores al neo-novio don Branca.
Toma aliento don Branca, luego de la gran emoción que sentía en esos instantes, y prosigue:
-¡Salud, muchachos; y gracias, porque sin ustedes, no hubiera podido conquistar jamás a la Doncella Negra!-, terminó de decir la última frase un tanto excitado.
Se oyó en la sala un respetuoso pero exultante "¡salud!" por parte de los amigos del cabezón Branca.
Luego de esto, Don Virula, que mantenía su rostro semi-oculto por la capucha, preguntó:
-¿Qué es, amigo mío, lo que más le agrada de ella?.
Todos notaron su aspecto melancólico; sus ojos estaban fijos en la nada y fumaba con excesiva lentitud.
-Bueno...-titubeó Branca-, es una buena pregunta, pues me agradan tantas cosas de ella...
-A mí me derretía su mirada- cortó en seco Don Virula, todavía mirando al vacío.
Todos enmudecieron y no se escandalizaron de su frase esquiva porque sabían que el melancólico había sufrido un fuerte desamor días recientes, con la Infanta Dorada. La pena estaba fresquita. Don Fonsé, el sanguíneo, quiso romper ese momento incómodo, y exclama:
-Bueno, compadre, no se me ponga así...
-¡Stácu! -tronó la voz de dom Abubba-. Me interesa lo que dices; por favor continúa...
Don Virula, sacándose la capucha, volvió la vista y la paseó por sus amigos, diciendo:
-Recuerdo que poseía una mirada penetrante, profundísima, ¿Alguna vez ustedes han reparado en las distintas maneras de mirar de las mujeres? Se que esto no es producto del embobamiento del amor, puedo asegura que, más allá del color de ojos, hay mujeres con mirada profunda y otras que no.
-¡Correcto! Ciertamente que sí -respondió convencido Don Hilario.-. Sin embargo, me atrevo a decir que hay un tercer tipo de mirada. Ustedes juzguen: hay mujeres prosificadas que miran siempre la superficie, más aún, su mirada va de un lado a otro sin reposo, y jamás te miran a los ojos. Ahora bien, como dice Don Virula, están las de mirada profunda; pero he aquí, que dentro de estas, están aquellas que simplemente tienen mirada transparente, las cuales suelen ser muchachas bondadosa y muy inocentes, y están las de mirada profunda, esas que cuando te miran a los ojos, te interpelan, como queriendo leer tus más profundos pensamientos y comprender tus más hondos sentimientos.
-¡Tienes razón! -se animó a decir Jimmy, que se mantenía en un silencio casi orante-. Es admirable ver cómo la mirada acompaña la madurez de la persona, hasta quizá, espiritualmente. Aquellas muchachas serenas y con muchas cruces sufridas, poseen una mirada más apaciguada, más madura. De igual modo se da en lo contrario.
-De hecho que los ojos son el portal del alma -dijo Branca-. Uno, quizás con las palabras, tiene que reducir el lenguaje inexplicable del alma; en cambio con una mirada, no sucede así...
-"¡Una mirada vale más que mil palabras!" -lo interrumpe bruscamente el negro Ojota.
-¡Qué cautivante todo esto! -dijo el starets del violín, rascándose la barbilla-. ¿Tú qué dices, estimado Don Virula? Las miradas veloces posaron de inmediato en el huesudo.
-Opino que ella tenía una mirada terrible... terriblemente hermosa -y poniéndole una mano en el hombro del starets, continúa conmovido-; cuando hablaba con ella, en sus ojos había juventud, brillo, dolor, compasión, y sobre todo una fuerte señal de interrogación. Es más, recuerdo que en aquellas interminables conversaciones, sucedía algo maravilloso y aterrador: el diálogo de palabras pasaba a segundo plano, y se armaba una especie de combate visual. ¡Las palabras seguían!, pero los dos sabíamos perfectamente que la lucha había comenzado, donde ella me interpelaba con sus ojos fijos en los míos y los míos en los suyos. Habían veces que yo vencía, y ella bajaba la mirada, como señal de retirada. Pero al instante tronaban las trompetas y venía a la carga con más vigor. Levantaba sus ojos, que chocaban en batalla, y yo debía retirar los míos, para volver a contraatacar...
Silencio necesario.
Don Virula hecha un gran suspiro, como volviendo a la realidad, luego de una fuerte emoción. Y siguió diciendo con nostalgia:
-Todo era como.., como si los dos lucháramos por ocultar lo más íntimo, y descubrir lo auténtico del otro -tomó un sorbo largo del rico "La mítica reunión", y se prendió otro cigarro (rubio...).
Los demás siguieron hablando del tema con gran ímpetu, y sólo Don Hilario percibió que Don Virula, con la herida abierta, bajó su mirada, y no habló más, hasta que se hubo cambiado de tema, muchos cigarros después.
Don Virula de los Gamos