Hace no mucho tiempo, en un lugar que, a decir
verdad, era bastante sencillo pero a su vez misterioso, vivía un caballero
andante. Un varón inquieto por dentro y algo sereno -no tanto- por fuera. Aquel
hombre trataba de ser honrado, viril, valeroso; quería ser, en definitiva, un
HOMBRE. Habían días en que subía a su alazán, y cabalgaba, tratando de tocar, de
poseer, de poder acariciar con sus míseras manos, el horizonte. Algo absurdo, pensarán ustedes. Sin embargo, había algo especial en esa búsqueda. Aquel
caballero se iba a dormir, y al despuntar el alba, renacía su esperanza, la de poder abarcar con sus
brazos esa línea interminable, o como diría un gran amigo: "inalcanzable".
Ahora entenderán cuando dije que este
caballero tenía en su interior una gran intranquilidad y que por fuera no se
mantenía tan pasivo. Dirán ustedes: "que hombre tan loco y necio, tan ciego, tan
iluso". Mas, deben comprender que él tenía un ideal. Un ideal fijo, y cuando un
hombre tiene eso, no hay quien lo pare. Con un ideal, al hombre le brota por la
piel el fervor, la emoción, la aventura. Es como un elefante enfadado con los
ojos vendados -en este caso, por su propio egoísmo, por su ego-. Quería saciar
su sed él mismo por medio del horizonte.
Todos los días eran iguales, intentar
alcanzarlo. Algunas veces el techo de aquella misteriosa línea lo colmaba de
luz; gentileza de su gran amigo el sol. En esos momentos, el caballero pensaba
ilusionado que llegaría el momento de poder abrazar el deseado horizonte, pero
siempre terminaba igual: desilusionado por no poder saciar su sed. Una
mañana -muy distinta a todas las demás- este caballero se preparaba para salir a
buscar ese horizonte. A lo lejos se ve imposible, a medida que se acercaba se
daba cuenta de que era muy voluble, "qual piuma al vento". Esa misma mañana aquel
hombre decidió hacer su última excursión, porque estaba desilusionado y
agobiado por esa angustia de no alcanzar el horizonte que carcomía su alma.
Antes de emprender viaje, alzó sus ojos al cielo y exclamó: -¡Oh, Altísimo,
aparta de mí este peso, pero si me lleva a tu Amor, que se cumpla Tu Voluntad, Señor! Y así partió aquel peregrino, una última vez en busca de saciar su sed.
El sol todavía no se quitaba el velo, los pájaros aún dormían y sólo se
escuchaba el fluir del río. A medida que cabalgaba, se iba asomando el sol, el
cual perjudicaba su visión, pues es imposible estar cerca del fuego y no
calentarse. Llegó un momento en que la luz del sol le daba de frente y aquel
caballero no podía ver nada, hasta tal punto que se topó con la rama de un
árbol y cayó. Así permaneció durante un buen tiempo, inconsciente, tendido en el suelo.
Al despertar se preguntó: -¿Dónde estoy?¿Dónde está mi caballo? No puedo
recordar nada. La respuesta que escuchó fue un silencio enorme… No sabía para
dónde ir ni qué pensar. Se sentía triste y decepcionado. Sólo y “abandonado”, volvió a su hogar, donde vivía su esposa e hijos.
A lo largo del relato nunca mencioné a su
familia pero deben saber que sus seres queridos sufrieron mucho por él a causa de su
egoísmo. Pues aquel caballero se había olvidado de su esposa, su fiel
compañera, por ese loco afán de alcanzar el ingrato horizonte. No había tenido gestos para con
ella ni con sus hijos.
Es así que, al volver a su morada, comprendió que se había
olvidado de su familia. Pero ellos lo recibieron con los brazos bien abiertos.
Por eso se dió cuenta de que a veces, por buscar lo bueno, se pierde lo mejor. Sin
embargo, este caballero no perdió lo mejor que tenía gracias a Dios.
Don
Calixto Medina.-