Aquel día
de Mayo en que el otoño se goza reposar en los álamos amarillos, andaba yo de
paseo por las remotas tierras de Maipú. Aquél hermoso rincón de mi ciudad me
transportaba por bellos pensamientos y mis ojos se posaban atentos en cada
detalle de aquel terruño.
Como una
paradoja irónica, paseaba yo montado en la "vorágine" misma: un asiento
individual de micro de la línea 10, que como por arte de providencia me
esperaba en la puerta de mi facultad, situada lejos de Los Gamos y de Maipú, listo para enseñarme sus lares tan queridos y desconocidos para mí. Al ver
tan noble sorpresa me subí dispuesto a aceptar la aventura, y saludando al
chofer le pregunté por qué tierras lejanas me llevaría, y él sonriendo, como
quien sabe que no defraudará a quién le presta su gentil servicio, me dijo: “a
Maipú…”. Al oírlo, aquel nombre resonó en mi interior, sus vibraciones eran
conocidas por mis huesos, pues aquella muchacha, o mejor dicho, “La muchacha”,
vivía en ese mismo distrito.
Y me embarqué
como quien zarpa “duc in altum” sin saber lo que deparaba el azul destino. Tan
apacible era este mediodía que todo se amoldaba perfectamente y se embriagaba
de paz al paso del gigante blanco rodado. Alamedas y viñas junto a incontables
olivares entregaban al viajero el típico paisaje de Mendoza, y recordaban
aquella humilde canción que reza: “hermosos paisajes que no han de olvidarse…”.
Cavilaba…
disfrutaba… volvía a cavilar, y otra vez disfrutaba más a gusto aún.
El micrero
cuál ángel guiador me llevó por sus barrios y por el centro tan conocidos y
familiares para él. Disfrutaba (él) cada metro de asfalto que dejaba atrás
gozando cada esquina, cada recoveco, cada árbol, cada florcita, cada vecino, y
todo lo que su huella una vez más marcaba en su turno diurno de colectivo
público.
Poco a poco
se fueron poblando los asientos. Vi personas de diversos colores, razas,
descendencias y personalidades, como si el mundo entero se hubiera reducido a
esa pequeña habitación llena de ventanas y asientos. El viaje que había
comenzado con su primer pasajero (quien escribe estas palabras) ahora ya se
llenaba de color y calor.
El centro
maipucino pasó con sus hermosas iglesias coloniales y su orgullosa plaza
principal; al igual que la famosa Lunlunta, Russell y Vieytes, junto a múltiples olivícolas y bodegas rodeadas de campos interminables que la ruta
atravesaba. Todos ellos, eran lugares en los que uno encuentra sentido al “porqué”
del enamoramiento apasionado por esta tierra bendita del gran Alfredo Bufano,
que regó todos los surcos con sus hermosos poemas. De a poco, todo iba quedando atrás al paso
del gran micro.
Ahora transitábamos hacia el Norte y hacia el Oeste. Cada vez
sentía que el corazón me hablaba más y más fuerte; pronto iba a descubrir si
aquel transporte público de línea pasaría o no por la puerta de mi amada, y si
alguna vez podría yo necesitar de su hospitalidad y cordialidad para llevarme
hasta la casa de ella. De pronto me sorprendió el nombre de “Luzuriaga” con su
soberbio metro-tranvía rojo sobre rieles. Esto hizo saltar mi corazón de
alegría pues todo indicaba que en solo unas pocas cuadras más adelante, si todo
marchaba bien, pasaría por su casa.
Bodegas antiguas y otras abandonadas, viejos galpones y abedules altos daban a
entender que aquel sitio tenía historia y sabiduría, no era una niña sino una
mujer pasada en años, ella era: “la vieja Luzuriaga”. Aquellos hermosos pagos
mercedarios, pues la Viren de la Merced es su protectora, notaban y daban a
conocer con obviedad su maternal cuidado. El imponente y famoso “Torreón” se
alzó de golpe, despojado ya de la antiquísima bodega de la cual formaba parte; y
por fin, después de tantas vueltas llegamos, luego de cruzar las vías, a la tan
querida por mí “calle Sarmiento”. El corazón ya no aguantaba su rápido latir
palpitante, y parecía que se iba a escapar de mi pecho nervioso por sentir esa
presencia cada vez más cercana de aquella “razón de mis desvelos”. Y por fin,
al llegar a su casa el micro se
detuvo como queriendo darme tiempo a escribir con lujo detalle aquel grato
instante junto con todos mis sentimientos y pensamientos bellos que se
entrecruzaban, mezclándose corazón y mente, cuerpo y alma. Miré la callecita que
en pocos pasos me llevara hasta la misma puerta de su casa; y así: escribiendo,
pensando, sonriendo y mirando, el semáforo de aquella esquina dio luz verde, y aquel
momento que fue sólo un fugaz instante de plenitud, que pareció durar una
eternidad en mi interior, se fugó. Sentí, aún sin volver en mi, que todo ese
tiempo había sido creado sólo para aquel segundo en que alcanzaba el gozo de
simplemente sentirme felizmente “cerca suyo” y nada más.
Siguiendo
mi viaje, como el tiempo que no se detiene “casi” nunca, pues el tiempo si se
frena de vez en cuando (como en aquel momento en que el semáforo aún estaba en
rojo), llegué a la esquina de mi casa sin poder creer que aquel amigo llamado
181 ¡me llevara por sólo $6 hasta “su casa” y luego a la mía!
Don Camilo
di Benedetto