martes, 26 de septiembre de 2017

MAIPÚ en el 181


Resultado de imagen para olivares de Maipu, mendoza

Aquel día de Mayo en que el otoño se goza reposar en los álamos amarillos, andaba yo de paseo por las remotas tierras de Maipú. Aquél hermoso rincón de mi ciudad me transportaba por bellos pensamientos y mis ojos se posaban atentos en cada detalle de aquel terruño.

Como una paradoja irónica, paseaba yo montado en la "vorágine" misma: un asiento individual de micro de la línea 10, que como por arte de providencia me esperaba en la puerta de mi facultad, situada lejos de Los Gamos y de Maipú, listo para enseñarme sus lares tan queridos y desconocidos para mí. Al ver tan noble sorpresa me subí dispuesto a aceptar la aventura, y saludando al chofer le pregunté por qué tierras lejanas me llevaría, y él sonriendo, como quien sabe que no defraudará a quién le presta su gentil servicio, me dijo: “a Maipú…”. Al oírlo, aquel nombre resonó en mi interior, sus vibraciones eran conocidas por mis huesos, pues aquella muchacha, o mejor dicho, “La muchacha”, vivía en ese mismo distrito.

Y me embarqué como quien zarpa “duc in altum” sin saber lo que deparaba el azul destino. Tan apacible era este mediodía que todo se amoldaba perfectamente y se embriagaba de paz al paso del gigante blanco rodado. Alamedas y viñas junto a incontables olivares entregaban al viajero el típico paisaje de Mendoza, y recordaban aquella humilde canción que reza: “hermosos paisajes que no han de olvidarse…”.

Cavilaba… disfrutaba… volvía a cavilar, y otra vez disfrutaba más a gusto aún.

El micrero cuál ángel guiador me llevó por sus barrios y por el centro tan conocidos y familiares para él. Disfrutaba (él) cada metro de asfalto que dejaba atrás gozando cada esquina, cada recoveco, cada árbol, cada florcita, cada vecino, y todo lo que su huella una vez más marcaba en su turno diurno de colectivo público.

Poco a poco se fueron poblando los asientos. Vi personas de diversos colores, razas, descendencias y personalidades, como si el mundo entero se hubiera reducido a esa pequeña habitación llena de ventanas y asientos. El viaje que había comenzado con su primer pasajero (quien escribe estas palabras) ahora ya se llenaba de color y calor.

El centro maipucino pasó con sus hermosas iglesias coloniales y su orgullosa plaza principal; al igual que la famosa Lunlunta, Russell y Vieytes, junto a múltiples olivícolas y bodegas rodeadas de campos interminables que la ruta atravesaba. Todos ellos, eran lugares en los que uno encuentra sentido al “porqué” del enamoramiento apasionado por esta tierra bendita del gran Alfredo Bufano, que regó todos los surcos con sus hermosos poemas. De a poco, todo iba quedando atrás al paso del gran micro.

Ahora transitábamos hacia el Norte y hacia el Oeste. Cada vez sentía que el corazón me hablaba más y más fuerte; pronto iba a descubrir si aquel transporte público de línea pasaría o no por la puerta de mi amada, y si alguna vez podría yo necesitar de su hospitalidad y cordialidad para llevarme hasta la casa de ella. De pronto me sorprendió el nombre de “Luzuriaga” con su soberbio metro-tranvía rojo sobre rieles. Esto hizo saltar mi corazón de alegría pues todo indicaba que en solo unas pocas cuadras más adelante, si todo marchaba bien, pasaría por su casa. 
Bodegas antiguas y otras abandonadas, viejos galpones y abedules altos daban a entender que aquel sitio tenía historia y sabiduría, no era una niña sino una mujer pasada en años, ella era: “la vieja Luzuriaga”. Aquellos hermosos pagos mercedarios, pues la Viren de la Merced es su protectora, notaban y daban a conocer con obviedad su maternal cuidado. El imponente y famoso “Torreón” se alzó de golpe, despojado ya de la antiquísima bodega de la cual formaba parte; y por fin, después de tantas vueltas llegamos, luego de cruzar las vías, a la tan querida por mí “calle Sarmiento”. El corazón ya no aguantaba su rápido latir palpitante, y parecía que se iba a escapar de mi pecho nervioso por sentir esa presencia cada vez más cercana de aquella “razón de mis desvelos”. Y por fin, al llegar a su casa el micro se detuvo como queriendo darme tiempo a escribir con lujo detalle aquel grato instante junto con todos mis sentimientos y pensamientos bellos que se entrecruzaban, mezclándose corazón y mente, cuerpo y alma. Miré la callecita que en pocos pasos me llevara hasta la misma puerta de su casa; y así: escribiendo, pensando, sonriendo y mirando, el semáforo de aquella esquina dio luz verde, y aquel momento que fue sólo un fugaz instante de plenitud, que pareció durar una eternidad en mi interior, se fugó. Sentí, aún sin volver en mi, que todo ese tiempo había sido creado sólo para aquel segundo en que alcanzaba el gozo de simplemente sentirme felizmente “cerca suyo” y nada más.
Siguiendo mi viaje, como el tiempo que no se detiene “casi” nunca, pues el tiempo si se frena de vez en cuando (como en aquel momento en que el semáforo aún estaba en rojo), llegué a la esquina de mi casa sin poder creer que aquel amigo llamado 181 ¡me llevara por sólo $6 hasta “su casa” y luego a la mía!

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Don Camilo di Benedetto

lunes, 4 de septiembre de 2017

Crónicas de un día memorable.




Las crónicas al presente son muy otras que las recientes. De hecho, su importancia es menor, notablemente menor. Con todo, esto no quita que se deje en el olvido lo acontecido en la jornada del sábado 26 de Noviembre. Fue un día memorable que exige ser contado, compartido entre amigos Gallardos, de los cuales varios fuimos partícipe de la salida sabática. ¿Y por qué diantres una salida común y corriente a la montaña ha cobrado este carácter de perpetuidad? ¡A por ello!

Esta vez no eramos 8, sino 7 los dinosaurios que presenciamos dicho encuentro. Estos dinos eran de menor edad, y al parecer -tan sólo al parecer-, menos terribles (del griego δεινός deinos 'terrible'). Un dino armado de puros huesos sería el único en ausentarse de la aventura por tener otros deberes que cumplir. Pobre de él, siempre se lamentará de haber faltado por querer ser gallina, en vez de dinosaurio.

Como sea, los 7 jóvenes dinosaurios se concentraban el viernes a la noche en diferentes cuevas para partir al día siguiente prestos y despiertos. Sin embargo, ya 4 de ellos tendrían una imprevista correría culpa del Diplodocus, el dino más alargado. Aparentemente tal correría o "pasadita" fue realizada con éxito, pero no tenemos resultados positivos hasta ahora. Habrá que esperar un tiempo para conocer sobre ello. Esto lo que hacía, no obstante, era augurar un sábado lleno de aventuras inesperadas.

Fue el enamorado Diplodocus el que no pudo dormir bien esa noche a causa de las Musas importunas. Tanto que al otro día no se levantó a la hora indicada con mucha insistencia, por lo que hizo exasperar muy de mañana al resto de los dinosaurios. Esta negligencia no quedó impune y el consejo dinosauriano decidió excomulgarlo por un tiempo hasta que recapacitara su mala acción, o mejor dicho, su inacción. Por eso, salimos tarde hacia los Lugares Altos donde debíamos asistir a Misa puntualmente, cosa que logramos aunque sólo por mérito de la plateada Amarokalia.
El recorrido fue fugaz, desde la flor de G. hasta el volcán T.; nos llevó sólo 45 minutos. El castigo a Diplodocus comenzaba a ejercerse sin piedad; fue llevado todo el trayecto en la caja de Amarokalia. Arribamos bien y vivimos una hermosa Liturgia. Salimos rápido en silencio, prontos para tomar el fantástico camino de La Carrera. En este paso propio de cuentos de hadas haríamos un buen asado como Dios manda. La penitencia a Diplodocus amenguaba aunque la excomunión permanecía intacta; ya no viajaría más en la caja.

Teníamos todo listo para darnos ese buen gusto que tanto regocija a los amigos; a saber, comerse un asadito con nuestra Cordillera de testigo primero. Claro que disfrutábamos intensamente de los paisajes que se nos ofrecían para una deleitable contemplación mientras andábamos por el paso de La Carrera, oyendo cuyanísimas tonadas de fondo. Hicimos una parada para sacar las fotos de rigor y fumar las pipas de un rigor mayor. Casi que vamos los 7 a por 7 caballos que estaban a un tiro de piedra. Esta intención salvaje permaneció en el caletre de algunos dinosaurios...

Intentamos explorar La Quebrada del Cóndor pero una tranquera interceptaba a Amarokalia. Diplodocus, movido por el castigo que aún pesaba sobre sus hombros, trató a su modo dinosauriano penetrar el rancho de entrada mas decidimos darnos a la fuga por temor a los vaqueanos de esos lares. Seguimos el camino señalado hasta llegar al famoso y mítico mirador que descansaba en una lomita desde donde se podía contemplar todo Potrerillos, incluyendo el mismo dique que se asomaba tímido entre dos quebradas. Una vez allí, motivados por la suave brisa y el cielo soleado, decidimos pernoctar. Y ya se encontraba Diplodocus construyendo la estructura de leña para hacer el fuego...

En eso se oye a unos metros el siguiente grito atronador: "¡A por las cabras!". Giramos pero fue en vano; 2 dinosaurios partían en picada tras las huellas de la cabrada. Sin embargo, los que quedamos alrededor del fuego ya encendido no nos inquietamos demasiado por aquel estruendoso alarido. Nunca pensamos que hubiese gravedad en aquella sentencia sino sencillamente deseos de explorar un poco los montes cercanos. Por eso comenzamos a descorchar los tintos y a tirar la carne a la parrilla viajera.

Habiendo pasado 2 horas desde que se habían ausentado los dinos supuestamente cazadores, uno de los que yacía junto a las brasas exclama: "Son ellos, allá vienen bajando... ¡¡¡Y CON UNA CABRA NEGRA!!!". Al instante dejamos todos de hacer lo que estábamos haciendo y nos pusimos a otear la colina contigua. Efectivamente, uno de los dinos cargaba sobre sus hombros un cabrito negro con manchas blancas y unos diminutos cuernos.

Arriban los cazadores con su presa y la dejan en el suelo. Allí procedimos a atarle las patas con banderines rojos conquistados en la destrucción de "santuarios" diabólicos, los del ídolo Gil. Por fortuna, no había nadie más que nosotros en aquel momento sobre el mirador. Luego de atar al bicho, lo introdujimos en la caja de Amarakolia, sin saber demasiado que haríamos con él. Por entones, el asado de Diplodocus ya estaba listo...

Una vez bien alimentados en el vientre, empezamos a entonar zambas clásicas para alimentar ahora el corazón. Sí, sería una tarde de puras zambas sin mezcla de otros géneros folklóricos. Así que el cazador nro. 2, Datousaurus, tomaría su "Lunita" para abrir la farra de montaña. Mientras tanto el cazador nro. 1, el del Líbano que miraba con antojo a ciertas charrúas, se encargaría de ir vigilando al chivo oculto en la caja de Amarokalia. ¿El nombre del chivito? Agonía. 

Estando los dinos guitarreando con grande emoción, sucede una leve desgracia que muchos interpretaron "castigo de Yahvé". Resulta que Diplodocus se quemó su rostro narigudo con agua hirviendo. Hubo un pequeño fallo en el proceso casero de calentar el agua para el mate y el narizado quedó tendido en el piso con sus brazos y sus piernas bien abiertos. Muy al principio todos nos asustamos mas muy pronto todos tomamos la situación con mofa. Pobre Diplodocus, nadie se apiadaba de él, como nadie se apiadaba de Agonía.

Después de este episodio tragicómico, todos decidimos marchar al embalse pues ya los vientos comenzaban a azotar el campamento. Ahora tocaba el turno de otro suceso tragicómico. Descenderíamos desde el mirador hasta el dique con Amarokalia, yendo a gran velocidad. Lo más peligroso fueron las primeras curvas del descendimiento donde un dino aseguró rozar su característica mancha prehistórica con el guardarraíl (también conocido como "quitamiedos", pero que en este caso no hizo tal cosa, sino que aumentó el miedo de todos los dinos presentes).

Finalmente todos llegamos enteros a un embalse de aguas azules iluminado por poderosos rayos de sol y cobijado por enormes montañas con sus cumbres nevadas. Allí ya no cantaríamos a voz en cuello como en el mirador, sino que danzaríamos como Hobbits de la Comarca. Mas, habiendo pasado la alegría de bailar dinosaurianamente a orillas del inmenso dique, llegó la serena y decisiva hora de definirse con respecto a Agonía. Algunos dinos optaban por la muerte del chivo en el acto, seguido de su cena; otros más idealistas querían tenerla de mascota por un tiempo y engordarla mucho, hasta llegar el momento de matarla y comerla; y otros propusieron llevarla hasta el legendario Rincón de la Dalila y allí hacer el sacrificio con Agonía, y asarla luego a fuego lento. Todos nos inclinamos por esta última propuesta que debíamos llevarla a cabo de inmediato.

Rápidamente dejamos el dique y las altas montañas, para adentrarnos en el micro-clima "vistalbense". Salvo el dino de la manchita, los demás no sabíamos muy bien que estábamos haciendo. El salvajismo se apoderaba cada vez más de los dinosaurios, en especial de Diplodocus y Datousaurus. Llegando a la estancia de Paleusaurus, dejamos por unos minutos en libertad a Agonía. Todos los dinosaurios estarían montando lo necesario para el sacrificio, mientras que uno estaría cuidando de que no se escape la víctima. Estando todo listo, comienza el ritual.

Ninguno de los dinos sabía sobre el arte de carnear, excepto Microraptor que decía él haberlo hecho con su tío, tiranosaurio de mucha experiencia. El facón se lo habían otorgado al mayor de los dinos, mas éste no se animó a ejecutar el acto sanguinario. Pudo hacerlo, al final, el despiadado Diplodocus. Luego siguieron los pasos de destriparlo, sacarle el cuero y lavarlo. Por último, echarlo a la parrilla y asarlo. A pesar de la inexperiencia de los dinos, todo se hizo con bastante destreza. Hubo un error, casi imperdonable: el horrendo chimi de Diplodocus que afeó la carne del chivito. Y sí, se merecía una nueva ex-comunión por esto, pero ya había sufrido mucho aquel día. Las cicatrices de su frente así lo testimoniaban.

No todo terminaría en el triunfante banquete de aquella noche de invierno, puesto que seguirían de andanzas los dinosaurios, aunque sólo unos 4. Mas ya se ha contado suficiente -quizás más de lo conveniente- sobre lo acontecido aquel maravilloso sábado. Sin embargo, díganme ahora, reptiles Gallardos: ¿fue o no fue una jornada memorable aquella?