El otoño nuevamente daba su distinguido toque en las tierras
cuyanas. Los árboles intentaban copiar a los arcoíris con sus gamas de colores;
sus hojas rojas, amarillas, naranjas, marrones y verdes de los distintos
arbustos edifican ante los ojos contemplativos sensaciones que sólo el que en
Mendoza un otoño ha tenido la dicha de pasar será capaz de comprender.
Por aquellas tierras paseaban Don Calixto Medina
y Don Ábila de la Manchita. Reiteradas veces manifestaron su agradecimiento
ante tal bello paisaje. El primero ya había tomado nota en su pequeño cuadernito
inspiraciones poéticas que sólo dicha estampa otoñal podía otorgar. Mientras
tanto el segundo cebaba unos amargos en su famoso “Matoncha”, mate trenzado que
siempre lo acompañaba.
Los paisanos llevaban un largo trecho marchando por las
tierras del “Godoy”. Iban camino a la casa del Marqués, llevando
correspondencia que se le enviaba desde el “Guaymallén Antiguo”.
Y como costumbre entre tales gallardos, las charlas fueron
derivando en muchos temas, sean ya filosóficos, poéticos, literarios,
deportivos y los infaltables reportes sobre las damas y los amores.
Don Calixto, con sus ya clásicos ataques melancólicos
planteó a su amigo un gran dilema, luego de que el tono de las charlas tomaba
más seriedad. Tenía un allegado suyo, a quien mucho estimaba, que apenado le
había pedido consejo espiritual, pues había un defecto que le hacía recaer en
una falta grave constantemente.
Sin adentrarnos en detalles, la conversación paseo por
muchas cautelas y advertencias que aquel allegado debería tomar y más; para que Don Calixto pudiese ayudar a su amigo. Don Ábila sin
dudarlo, le dijo que necesitaba consejo, pero ya no de algún simple gallardo,
que por más buenas intenciones que tuviese no tenía la experiencia de los
grandes maestros. Necesitaba recomendaciones y lecciones de algún Starets,
algún sabio y ancestral maestro, que supiese enseñarles no tanto ya por libros
de teología (que estos maestros ancestrales manejan), si no por lo que ha ellos
principalmente les faltaba, una gran experiencia.
Ya que estaba de paso y no era un gran desvío, tomaron un
camino que pasara por el Catell del Monte. Allí habitaba el famoso, pero aun
así muy humilde Elvirilacio; viejo cura al cual muchos gallardos acudían, no
solo por mandato y órdenes del Marqués de Godoy, si no por su sencillez y buen
consejo.
Encontraron al anciano sentado en un jardín interno del
lugar arrodillado frente a una imagen de Nuestra Señora. Cuando los vio llegar,
guardo el rosario en el bolsillo de la sotana y les dio la bienvenida a los
jóvenes.
Luego de algunas palabras, Don Calixto le planteó al viejo
cura la situación que se les había presentado a aquellos gallardos, e insistió
en que les aconsejara para poder ayudar a aquel amigo suyo. Le dijo sobre la
constante caída que padecía, y que por más confesión y propósitos de enmienda
que se propusiese aun así volvía a caer; también que algo desesperanzado se
cansaba de combatir aquella falta.
El viejo starets quedo un momento en silencio mientras contemplaba
el cuadro de Nuestra Señora ante el cual había estado orando. Luego suspiro y
habló así a los dos gallardos:
“Queridos míos, saben
ustedes que nuestras almas son como majestuosas águilas, que deben volar
altivas y puras hacia lo alto. Hubo una vez un águila que despistada choco
contra una roca y cayó por el suelo de una montaña. Algún cazador que allí aguardaba,
le ató una de sus patas a una cadena y la dejo presa al suelo.
El águila cuando se
recuperó del golpe, extendió sus grandes alas e intento planear nuevamente
hacia lo alto. Pero cuando la cadena dio toda su extensión, vino en pique abajo
y se golpeó otra vez con las rocas del suelo. Así intento volar en reiteradas
ocasiones, pero obteniendo el mismo resultado, caer y chocar sus majestuosas plumas
y la cadena que le ataba contra las piedras del suelo.
El águila se sintió
envejecer en el barro, y cesó de intentar volar ante tantos intentos fallidos.
Dejó que sus plumas se oxiden y no intentó tomar vuelo una vez más. No hizo más
que caminar y rasparse contra el piso de la montaña.
Lo que la pobre águila
nunca supo, fue que, de tantos intentos y caídas, la cadena que lo ataba al
suelo fue dañándose poco a poco, a tal punto que, si el águila hubiese dado un
intento más por volar, esta se rompería y podría liberarse definitivamente.
Hubiese podido elevarse como antaño hasta las altas nubes del cielo y dejar
atrás aquel barro y aquel suelo que maltrataba su plumaje.
Pero se dejó dominar
por la desesperanza y la desazón, no confió en los dones que de lo alto había
recibido para volar con más fuerza y altura, como ninguna otra criatura de la
tierra puede.
Así hijos míos, cuando
uno se ve maniatado a alguna falta, haya alguna inclinación particular que no
deje a su alma volar altiva y majestuosamente, no dejen de confiar en la gracia
del Espíritu, puede que su constancia sea la que rompa aquellos grilletes,
aquella cadena que no le deja crecer. Porque no será nuestra propia fuerza la
que los libere, si no la gracia de Dios. La cuestión es ser constantes en pedir
aquella gracia e intentar volar cada día hacia lo alto.”
El viejo cura sin despedirse miró la hora que era, sacó su
rosario de su bolsillo, y fue a sentarse en el interior del templo, para dar el
sacramento de la penitencia a las almas que entrasen a pedirlo.
Con una sonrisa externa, y con seguridad un regocijo interno
superior, Don Ábila y Don Calixto retomaron su marcha, reavivaron el mate y
siguieron charlando alegres, sabiendo que había un amigo perdido al cual
ayudarían con un gran consejo...
Don Ábila de la Mancha