Así
como había comenzado la Cuaresma -tan aguafiesta ella-, así también quería
terminar este tiempo con otro retiro. Más exacto, quería vivir don Hilario con
intensidad el Triduo Pascual. Aunque, si la última retirada al desierto terminó
siendo extravagante y llena de rarezas, esta vez sería aún más extraña e
impactante. Esta vez, el anacoreta barbudo, se retiró bien lejos de la city,
para poder concentrarse totalmente en los misterios más importantes del
Cristianismo: la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. En
efecto, se encontraba en un valle fértil y hermoso, a unos noventa kilómetros
de su humilde barrio Liquidámbar. El valle era conocido con el nombre de Usco.
Y así fue nomás, que este viejo solitario, pudo pernoctar en una sierra de
Usco, para entregarse a la oración. Sin embargo, iba a ocurrir lo imprevisto,
lo que no estaba en la mente del anacoreta liquidambareño.
Pudo instalarse en
un arroyo seco, y dentro de todo, cómodo. Mientras iba a buscar leña, para
proveerse de un fueguito a la noche, alcanza a vislumbrar una Fortaleza
antigua, y a un tiro de piedra de esa gran Fortaleza, un Santuario enorme
edificado para la Gloria de Dios. Hilario ve esto, y se queda completamente
atónito, pero esto no era nada comparado con lo que vería más tarde. Se abren
en ese instante, las puertas de este Alcázar inhóspito, y sale desde dentro una
carruaje con cuatro caballos bien fornidos y bien hermosos. El carruaje pasa a
gran velocidad por las narices del viejo Hilario y no atinó a parar para
observar al viandante misterioso. Lleno de polvo queda el viejo debido al
galope brusco de las bestias sobre la calle de tierra.
Este se sacude, y se lanza a inspeccionar ese sitio tan
encantador y tan misterioso. Logra observar a lo lejos un lago con agua clara,
por allá unos gigantes árboles de múltiples colores, más acá un arroyo
cristalino. A su paso se encontraba con toda clase de aves y de bichos. Y sin
notarlo, se encontró rodeado de viñas, hartas de uvas violetas. Ese lugar
verdaderamente estaba hechizado y uno podía tranquilamente percibir la
presencia de Alguien que protegía ese lugar y que lo mantenía mágico. Cruzando
las viñas, pudo ver fácilmente un campamento. Sí, un espacio lleno de carpas
desperdigadas, al amparo de largos y frondosos álamos. ¿Qué era todo eso?
Bien. Mientras
alcanzaba su pipa Feli, la única que le quedaba, una figura extraída de los
cuentos de hadas se le acerca al barbudo para interrogarlo. Tal figura era
singular: una túnica áspera, color tierra, que le cubría el cuerpo entero,
ceñido por un cinto ancho, del mismo color que la túnica. El porte de esta
figura era grandilocuente. Lo llamaban en el valle de Usco: el Señor de los
Penduleos. Como decía, interrumpe este sujeto al viejo Hilario con las
siguientes palabras:
-¿Con que ha caído
de bruces en este vergel mitológico? -le pregunta el hombre corpulento en un
tono calmo y claro.
Repasa en su mente
el viejo peregrino, palabra por palabra, para no contestarle una barbaridad, a
tal transeúnte extraordinario. Y así fue que le respondió:
-Así es, mi señor...
-¡Athonita! -le
contesta rápidamente el de la túnica marrón, y prosigue:- No se asuste por todo
lo que se le presenta a la vista. De a poco se va a ir enterando de todo: del
lugar donde está parado, de quiénes somos, por qué estamos acá, etc... Por
ahora le ruego, si Ud. lo desea, a quedarse unos días con nosotros, que también
queremos vivir intensamente los Días Santos de nuestra religión católica
-finaliza su invitación cortés.
Se asusta el de
barbas negras porque pensó que el nuevo sujeto que estaba conociendo le estaba
leyendo la mente.
-Como lo veo
intranquilo -continúa la presentación el Athonita-, debe saber que nosotros (yo
y mis hermanos que visten igual que yo) somos una familia que se dedica a
alabar y servir a Dios todo el día, todos los días, hasta la muerte. Lo hacemos
mediante el trabajo y la oración. Nos llaman: los Rezantes. Y los jóvenes que
ve son amigos de nosotros que vienen aquí con el mismo fin que Ud."
Traga su saliva el
viejo, yendo en contra de los códigos de cortesía, y comienza a hablar,
despacio:
-Muchas gracias, don
Athonita, es Ud. muy amable. Déjeme que busque mis cosas, al otro lado de la
sierra, y enseguida vuelvo para instalarme en este campamento de..
¿eremitas?".
-Algo sí, algo sí...
Pero, vamos de a poco, mi querido...
-Ah, Hilario, don
Hilario de Jesús es mi nombre -contesta apresurado el viejo, que al lado del
otro hombre robusto, era tan solo un pichón.
Este sería el inicio
de un relación que duraría para siempre, pero que sin embargo exigiría un libro
grueso para plasmarla con lujo de detalles.
Mas eso no quita
que anote algunos hechos notables del retiro vivido en aquellos "días
borrachos". Sí, efectivamente el cronos estaba embriagado, y el sol jugaba
a las escondidas. Pudo el viejo descubrir entre esos jóvenes, a sus amigos
Misticongos, que conocían este sitio misterioso desde hacía algún tiempo, pero
que nunca se atrevieron a revelárselo a su amigo viejazo.
Éstos, le informaron al viejo Hilario un poco más acerca de
dónde se encontraba y quiénes eran esos tales "Rezantes". Se enteró,
por ejemplo, de que al Jefe de esa tribu lo llamaban: "Papi", por
cariño y por respeto. Lo que sí, nadie sabía de dónde provenía Papi, y algunos
sospechaban que tenía más de cuatrocientos años. Rumores, nada cierto hasta entonces.
También se enteró, y esto sí lo comprobó el viejo con sus propios ojos, de las
artesanías que hacían estos humanos irrepetibles. Y todo lo que hacían era
bello y rico. Aunque Hilario reclamaba en voz baja, diciendo: "Acá faltan
pipas bien talladas, con un buen tabaco; también faltan cervezas caseras; y,
¡cómo no!, unos deliciosos whiskys." Pero claro, él allí no podía opinar.
Y algunos cosas más sucedieron, dignas de anotar, pero que harían al escrito
algo denso.
Aunque sí es digno y
feliz de relatar cómo terminó aquel retiro singular. Sucedió que, en la noche
de la Vigilia Pascual, terminada la misa, todo los tradihippies se dirigían a
un modesto salón para tomar suculentos vinos y comer manjares poderosos en el
Ágape de la Resurrección. En efecto, Cristo ha resucitado, y los corazones de
todos los presentes estaban exultantes e hinchados de gozo y alegría. Mucho se
tomó esa noche, otro tanto se comió, y qué decir de las risas que hacían de ese
yermo silencioso, un lugar lleno de sonidos puros y celestiales: una verdadera
fiesta cristiana. En fin, mucho júbilo había en tal momento gozoso, y en el
interior de don Hilario, Ángeles cantaban con gran alborozo. Todo era
maravilloso. Y el Cielo, efectivamente, se había traslado a la Tierra; e
Hilario pudo comprobarlo.