¿Por qué dices tú, oh Jacob,
y hablas tú, oh Israel:
“El Señor no conoce mi camino,
Dios no tiene interés en mi causa”?
¿No lo sabes y nunca lo has oído?
El Señor es el Dios eterno, el Creador de
los confines de la tierra,
no se fatiga, ni se cansa;
su sabiduría es insondable.
Él da fuerzas al desfallecido
y aumenta el vigor del que carece de
fortaleza.
Desfallecerán los jóvenes, y se cansarán,
y los mismos guerreros llegarán a
vacilar.
Pero los que esperan en el Señor
renovarán sus fuerzas;
echarán a volar como águilas,
correrán sin cansarse,
caminarán sin desfallecer.
Is
40, 27-31.
Por eso también nosotros, teniendo en
derredor nuestro una tan grande nube de testigos, arrojemos toda carga y pecado
que nos asedia, y corramos mediante la paciencia la carrera que se nos propone,
poniendo los ojos en Jesucristo, el autor y consumador de la fe, el cual en vez
del gozo puesto delante de Él, soportó la cruz, sin hacer caso de la ignominia,
y se sentó a la diestra de Dios. Considerad, pues, a Aquel que soportó la
contradicción de los pecadores contra sí mismo, a fin de que no desmayéis ni
caigáis de ánimo.
Hebr
12, 1-3.
En lo cual os llenáis de gozo, bien que
ahora, por un poco de tiempo seáis, si es menester, apenados por varias
pruebas; a fin de que vuestra fe, saliendo de la prueba mucho más preciosa que
el oro perecedero -que también se acrisola por el fuego- redunde en alabanza,
gloria y honor cuando aparezca Jesucristo.
I
Pe 1, 6-7.
La atmósfera real en la que cursa la
peregrinación del cristiano en la tierra está saturada de paz y gozo espiritual
y celeste. Se trata en verdad de una peregrinación hacia la Jerusalén Celestial
donde todo ha de ser religioso. Los que emprenden tal camino lo hacen sólo en
virtud de las promesas de la Nueva Alianza garantizadas por Cristo. Poco
importa el cansancio, las pruebas y las tentaciones que ineludiblemente hayan
de sufrir los peregrinos, pues tienen ya a la vista la ciudad celestial y deben
cobrar ánimos pensando en la felicidad de sus habitantes. Ellos, los que
caminan, no sólo formarán parte de ella muy pronto, sino que ya están
participando (Heb 3,1) y alcanzarán la consumación (Heb 12,23).
P.
Spicq, O.P. “Vida cristiana y
peregrinación, según el Nuevo Testamento”.
+++
No solamente hay que hacer la peregrinación, sino también hay
que pensar la peregrinación.
Que otros relaten las
crónicas de la peregrinación o le dediquen unos versos sentidos. Nosotros
intentaremos reflexionar desde y sobre la peregrinación. La peregrinación que
se realiza, sea ésta de Nuestra Señora de la Cristiandad, sea cualquiera que se
haga dentro de la Iglesia católica, invita a pensar con renovado interés muchas
cuestiones esenciales para el cristiano que se nos escapan en el trajín
cotidiano y rutinario: como ser el sentido de nuestro peregrinaje, la condición
de nuestro ser peregrinantes, las pruebas y tentaciones durante el camino, la
meta del viaje cristiano; entre otras realidades fundamentales. Sin tanto orden
ni método, compartiremos algunas reflexiones peregrinas.
Lo primero que se nos
viene a la mente luego de cualquier
peregrinación es: o lo que se sufrió en la misma o lo que se gozó en la misma.
Tal vez sean una misma y única cosa. Dolor y gozo estrechamente vinculados.
Júbilo escondido en el seno del sufrimiento. Quizás uno al peregrinar no sea
del todo consiente de esta misteriosa realidad; no obstante, acontece. Por ahí
es una realidad espiritual que reclame de silencio y soledad para descubrir
que, en efecto, hay una simultaneidad de prueba y gracia. A la par que se sufre
-¡y vaya que se sufre!-, se alegra el alma con una alegría verdaderamente
indescriptible. Y no, no es solamente el motivo último de la alegría el que
vayamos todos los cristianos andando entre cantos de alabanza en una comunión
intensa y vivificante hacia una meta común. Hay más. Claro que todo esto
aporta, suma. El buen espíritu se contagia y desborda por todas partes. Es
tanto y tan fuerte el regocijo comunitario durante la marcha triunfal que el
peregrino se olvida de sus dolores, o los sublima. Todo queda como absorbido
por una dicha poderosa que a todos convoca, y todavía más, exige
imperiosamente. Pero hay más. El secreto gozo oculto en el sufrimiento del
peregrino refiere a otra cosa, habla y grita otra cosa, se comunica con otra
cosa. O mejor dicho, entra en comunión/comunicación con Alguien. No es tarea
sencilla percibir esto durante el camino. Sin embargo, cuando a uno por
señalada gracia se le da la oportunidad de caer en la cuenta de esta verdad,
¡cuánto se consuela y se alboroza el corazón!
Los dolores durante la
caminata suelen ser tan violentos que es difícil no pensar otra cosa que en
susodichos dolores. Que me duele esto, que me siento mal, que no doy más. “El
sufrimiento es como un agujero negro” que todo lo chupa, lo succiona. Y uno
fija su pensamiento en eso y solo eso, ¡y ay de aquel que se pasó toda la
peregrinación obsesionado con sus míseros dolores! Es un peligro, ciertamente.
Por otra parte, muchas veces son los mismos sufrimientos violentos, agresivos y
lacerantes los que mueven el alma a salirse de sí misma y dejar de considerar
sus sufrimientos. Es entonces cuando uno piensa en otras cosas o en otras
personas. Aparecen a la mente y al corazón realidades que, tal vez, jamás
habían sido objetos de meditación: como el dolor, la lucha, la paciencia, la
perseverancia, la fragilidad humana, la fortaleza del hombre, la humildad y la
magnanimidad, la necesidad de la oración continua, etc. También se medita sobre
la vida toda: qué es vivir, cómo vivir, para qué vivir y el fin de la vida: la
muerte. Seguramente se medita sobre la Iglesia y especialmente en su estado
actual, lo mismo pasa con la Patria y tantos fenómenos de nuestra época. Pero
lo más interesante es cuando el Dolor invoca al Varón de Dolores: Jesús. Y uno
se acuerda de Él, de Su vida y Su propia peregrinación en la Tierra; Su paso
por este mundo. Y mágicamente se detienen los pensamientos a cavilar con mayor
agudeza sobre Sus dolores. Cómo sufrió, en qué sufrió, para qué sufrió, cuánto
sufrió y en qué sufrió. Del pesebre al sepulcro. De cómo era necesario, como
tantas veces insistió Él mismo a sus discípulos, sufrir para entrar en la
Gloria. Y es por esta vía de meditación que uno culmina en la más dulce y
dichosa contemplación: el Cielo.
Se entiende que uno
mientras marcha a paso apresurado y azotado por diversos dolores físicos
(aunque también se puede haber peregrinado y haber sido atribulado con
padecimientos espirituales, psicológicos
o morales) los pensamientos que recién describimos no se den prolijamente y
recogidamente. Más bien estos pensamientos son como relámpagos que van
iluminando la huella del caminante. ¡Pero benditos relámpagos que dan claridad,
consuelo, fuerza y alegría! Hay que saberse aprovechar de estos momentos de luz
meridiana y ser avaros con semejante lumbre, atesorándola en el fondo del alma:
éste es uno de los grandes secretos del peregrino cristiano. O también, su
arte. El arte de guardar la luz y beber de ella mientras se avanza entre tinieblas en un camino que se nos antoja, por momentos, interminable.
Indudablemente que
todas las reflexiones que se puedan tener durante una breve peregrinación son
para sacar una lección que podamos aplicar a nuestra vida: que es la verdadera
peregrinación. Porque si no, a mitad de camino nos quedaríamos, de algún modo.
¿De qué serviría una experiencia tan singular, tan bendita, tan fuerte como
hacer una peregrinación -en nuestro caso, a la Basílica de Luján- si después de
eso volvemos al hogar con el mero sentimiento de que lo pasamos muy bien y de
que fueron días inolvidables? ¿Seguro que van a ser días inolvidables? Todo
depende de cuánta inteligencia le hayamos puesto y le pongamos a esa dichosa y
dolorosa aventura de haber peregrinado tres días hasta las plantas de la
Inmaculada. Por caso, ya sería una negligencia no considerar que no volvemos
propiamente a nuestro “hogar”, sino que hay un solo Hogar y ése es del Padre
Eterno. O que la oración no es una cuestión de si tengo ganas o no tengo ganas
de rezar, sino que se trata de una necesidad impostergable del peregrino
orante. O la distinción necesaria de que necesito de una comunidad de
cristianos fervorosos para seguir en el camino recto que me conduce a la Patria
definitiva, pero que también necesito cultivar mi dimensión de peregrino
solitario y aprender a -como me decía un amigo ejemplar (RIP)- “cortarse solo
con Cristo”. O que la “pere” no terminó ya y todo acabó en el Ite missa est del Obispo en la misa
final de la Basílica de Nuestra Señora, sino que continúa… Pienso que tal vez
éstos sean los frutos de una auténtica peregrinación cristiana, entre
tantísimos otros.
Y lo último. Si bien
se ve a ojos vistas la importancia y la urgencia de reflejar o proyectar la
vivencia de la peregrinación eventual con la propia existencia como
peregrinación hacia el Paraíso, y en tren de hacer dicho ejercicio de
meditación como venimos haciendo y que aún se puede ampliar el abanico de
puntos de cavilación, quedaríamos insatisfechos si no traemos a colación la
contingencia e indigencia del peregrino cristiano. Somos creaturas miserables,
¡y cuánto nos olvidamos de esta verdad tremenda y evidente todos los días!
¿Acaso hace falta vivir y padecer una peregrinación para comprender esta
verdad? Pareciera que no. Sin embargo, ¡cuánto ayuda hacer una y sacar provecho
de esta realidad! Porque es en ella que uno experimenta todas y cada una de sus
flaquezas. Allí uno muerde sus miserias, mastica sus debilidades, digiere sus
fragilidades. Lo que es el hombre… Tan poca cosa a sus anchas. Es un vértigo,
sin dudas, asomarse mientras peregrinamos a esa revelación de que volveremos al
polvo. Es un espanto para el viajero atento el saberse inclinado hacia la nada,
o peor aún, hacia el pecado. El sabor a muerte que hay a cada paso dado. Las
energías que decaen, los dolores que aumentan, la desesperanza de no llegar, la
tentación de frenar y no seguir… Con todo, a esta verdad -que hay que mirar de
frente- hay que añadirle aquella otra Verdad que es Cristo mismo: el Camino
Viviente y Vivo. En el Nuevo Testamento esta revelación es clara y decisiva,
sobre todo en la Carta a los Hebreos. Nuestro Señor es el Archegos y el Prodromos, el
Jefe y “el que corre delante”. Es la Cabeza del nuevo éxodo. Es el que nos
precede en el camino hacia el Padre y el que nos introduce en Su Casa. Es la Puerta.
Toda peregrinación se resume en Él y de Él depende. Él nos guía, nos manda, nos
educa y nos lleva. ¡Y está vivo!
Por todo lo dicho, la
única ruta es la FE en Jesucristo que nos envía el Espíritu y nos da al Padre.
Es la fe que engendra la hyponeme (paciencia,
constancia, perseverancia). María, Madre de Dios y Madre nuestra, es modelo de
esta fe y es la que siguió más de cerca al Salvador. A Ella acudamos, sí,
siempre, que es la Omnipotencia Suplicante.
¡Grita, oh peregrino,
tu fe probada, y no aflojes tu andar decidido!
Arriba te esperan…