¿DÓNDE ESTÁ ESPAÑA?
Vindicación del ser hispano en el alma frente al hombre posmoderno desde la mirada de Anzoátegui.
Introito.
"¿Dónde está España?"[1] es un poema del
comunista converso José Antonio Balbontín. En dicho poema su autor -varón
enamorado de España- plantea el drama de un anciano que es interpelado por su
nieto sobre el lugar que ocupa España en el mapa, y que, a raíz de semejante
interrogante, el abuelo se deja llevar por el abatimiento y la melancolía de ver
a su Patria hundida, arrancándole de sus entrañas la siguiente exclamación: “¡España
ha muerto, hijo mío! No la busques en el mapa. ¡España yace sin pulso sobre la
estepa agostada!”
Con estos
versos del poeta madrileño hemos querido dar inicio a esta reflexión dado que
el drama allí representado -drama que intencionadamente hemos dejado abierto
para arribar a la solución hacia el final de estos pensamientos- es el mismo
que nos queremos plantear en nuestros días, pero desde una óptica diferente.
Todos nosotros bien podríamos ser el niñito del poema que otea a su patria en
el mapa y pregunta por ella ingenuamente, pero no es ya su ubicación física la
que nos estaría interesando ahora, sino su lugar en la geografía interior de
nuestro ser. Trataremos de explorar el espacio metafísico y espiritual que
ocupa la España inmortal en nuestros corazones. La exploración será somera por
defecto del novel escritor y en razón de los límites establecidos de la bitácora. (De hecho, no podremos hacer
siquiera un resumen de porqué entendemos al hispano y la Hispanidad en
continuidad directa con la Medievalidad y la Antigüedad, teniendo que
presuponer esta realidad histórica). Y para esta aventura -o urgente
vindicación- tendremos que interrogar gravemente a un anciano sabio sobre el ubi íntimo de esta España. Me refiero al
cabal hispanoamericano Ignacio Braulio Anzoátegui. Este inmenso poeta argentino
hará las veces de abuelo nuestro para orientarnos, ahora superando pesimismos,
sobre el verdadero lugar de España en el alma.
Ha sido el
mismo Anzoátegui quien nos ha inspirado a través de dos libros fundamentales
suyos para el presente artículo: Tres
ensayos españoles[3] y Genio y figura de España[4]. En ambos libros,
pequeños pero sustanciosos, nos muestra el autor toda la grandeza del hombre
español o del ser hispano y toda la excelencia de España o de la Hispanidad
como ideal. Aquí hago una aclaración: cuando Anzoátegui habla del hombre
español se refiere al hombre hispanista o hispanófilo de raigambre medieval ;
asimismo, cuando habla de España es aquella misma que amó Primo de Rivera quien
proclamaba en uno de sus grandes discursos: “Nosotros amamos a España porque no
nos gusta. Los que aman a su patria porque les gusta la aman con una voluntad
de contacto, la aman física, sensualmente. Nosotros la amamos con una voluntad
de perfección. Nosotros no amamos a esta ruina, a esta decadencia de nuestra
España física de ahora. Nosotros amamos a la eterna e inconmovible metafísica
de España.” En
contraposición a este elogio hispánico se encuentra la figura del hombre
moderno que será dura y genialmente
puesta en ridícula por la pluma lírica y marcial del poeta trinitario. En este
ocurrente y agudo contraste se pone de manifiesto con total originalidad la
nobleza y la vileza de los dos tipos modélicos en pugna constante: el hispano y
el moderno.
Escueta
distinción entre el hombre moderno y el hombre posmoderno.
Con todo, nosotros
bien sabemos que en la sociedad actual el modelo que ha triunfado es este
último, que ya ni siquiera lo llamamos “moderno”,
sino que con Guilles Lipovetsky lo venimos a nombrar como “posmoderno” (o también “hipermoderno”)[6]. En efecto, este
filósofo y sociólogo contemporáneo es un paladín a la hora de analizar los
rasgos más significativos de nuestra era posmoderna. Entre muchas maneras que
la define, dice el pensador francés en sus ensayos: “la cultura posmoderna es
un vector de ampliación del individualismo.”[7] Entiéndase aquí al individualismo como sinónimo de aquel grandísimo mal de la
época moderna: el antropocentrismo, compendio de todo lo moderno, opuesto al
cristocentrismo o teocentrismo que marcó la época medieval y antigua. Para
Lipovetsky el hombre posmoderno viene a extremar o a enfatizar las taras del
hombre moderno anterior al siglo XXI. Por caso, si el moderno era narcisista,
el posmoderno es ultranarcisista, con
todo lo que esto conlleva. Aunque no solamente el diagnóstico del crítico de la
Francia se reduce a detectar los frutos maduros -siempre frutos ponzoñosos- de
la Modernidad en nuestra época, sino también a destacar que se ha producido -o
está aconteciendo en este momento histórico- un cambio radical entre lo que
fuera el hombre moderno de antaño y lo que es -o está comenzando a ser- el
hombre posmoderno de hogaño. La
Posmodernidad, apoteosis de la Modernidad, es también el inicio de una
nueva era que se ha dado en llamar “la
era del vacío” (así titula el mismo Lipovetsky el libro en que recoge algunos de sus muchos ensayos sobre el tema en cuestión.) Si hasta ayer el moderno soñaba en la
Revolución, luchaba en la vanguardia por sus convicciones y anhelaba un paraíso
terrestre conforme a sus ideales, el hombre “posmo” de hoy, también conocido últimamente como “millennial” (y no aludo aquí
exclusivamente a los jóvenes puesto que hay millennials
de cuarenta años), vive en la
indiferencia total ante la existencia, sumido en la apatía más amarga y
desoladora frente a la vida, sin puntos de referencia ni horizontes
esperanzadores. En una palabra, el posmoderno le rinde culto a la nada misma;
su vida es pura vacuidad... Y todavía la profecía davídica sigue resonando para
éstos que fabrican y adoran ídolos: “Semejantes
a ellos serán quienes los hacen, quienquiera confía en ellos.”[8]
Sin embargo,
sabemos que ríos de tinta se han gastado en autores de alto vuelo para denunciar
todos los problemas y los males del espíritu y la mentalidad modernos. Como a
su vez, también, no se nos escapa la cantidad de escritores de talla que han
ponderado las perfecciones de la Tradición y la estatura espiritual-moral del
hombre tradicional y antiguo. Nuestro objetivo es sumarnos en esta encomiable
tarea, sobre todo para estar alerta en una atmósfera soporífera. La nada a la
que sirve el posmoderno y la vacuidad en la que se mueve, como señalábamos
recién, no son dos realidades claramente discernibles. La nada y la vacuidad
coetáneas son dos fenómenos huidizos, mutables, alucinógenos y alienantes. Son
los peores males contemporáneos, indudablemente, pero están disfrazados y
enmascarados de mil formas. Por esto mismo, para no permitirnos que se nos filtre
el hombrecillo posmoderno y para que se reanime -si es que yacía postrado- ese
sujeto hispano que llevamos en el pecho, presentaremos un paralelismo
antitético entre éste último y aquel otro. De este modo, quedarán resaltadas
las cualidades o virtudes propiamente españolas, y se podrá apreciar cómo son éstas mismas las que más
frontalmente chocan con las características de los posmodernos. Así las cosas,
con fines didácticos utilizaremos este recurso hermenéutico-estilístico, que
ojalá sea adecuado para realizar el cometido que nos hemos propuesto. Por
último, cabe aclarar que sólo nos detendremos en cuatro notas antagónicas entre
cada paradigma que nos han resultado de especial interés.
Hombre hispano Vs. Hombre posmoderno
1) En los
escritos de Anzoátegui sobre nuestro tópico, lo que más resalta y lo que
atraviesa toda su obra en conjunto, es el sentido sobrenatural del hispano
frente al sentido naturalista del moderno, devenido sentido antinatural en el
posmoderno. El hispano vive de cara al Padre; el moderno, de cara a un lejano
Arquitecto; el posmo, de cara a la Nada. El hispano vive según las virtudes
teologales; el moderno vivía las caricaturas de estas virtudes: confianza en el
hombre, optimismo mundano y filantropía hacia la humanidad; ya el posmo ni
siquiera vive estos “valores” modernos. El hispano sabe que su corazón es campo
de batalla entre Dios y el Diablo, entre los Ángeles y los Demonios, y así lo
ofrece resignadamente. El moderno le hacía la guerra a Dios o al Diablo, o a
los Dos desde el parapeto de su corazón ensoberbecido. Pero, el posmo,
sencillamente se olvida que tiene un corazón… Veamos cómo nos ilustra el poeta
Anzoátegui en este primer punto. “España, eterna e inmóvil, vive de cara al
cielo y de cara al infierno, que es una manera de alcanzar el cielo”.
Después, refiriéndose al orden social del imperio español, dice que era un
“orden de santidad y de pecado, donde la santidad está al servicio de la gloria
y el pecado está al servicio del arrepentimiento, porque todo en España está
ordenado al cielo.”
En otra parte insiste en la misma idea cuando afirma que “el sentido de la
realidad española […] cuando es verdaderamente española, no es otra cosa que
una viva y decidida conmemoración de la Redención.”
También afirma sobre la madre patria que siempre tuvo una imperiosa inquietud:
“la inquietud de la caridad, que, para España, más que una virtud es una necesidad
nacional.”
En síntesis, España tenía una conciencia y es que “Ella se sabía eterna.”
2) Del punto
anterior, por ser axial, se desprenderán todas las siguientes comparanzas.
Ahora bien, con respecto a la conciencia de pecado y del estado de hombre caído,
urge hacerse a un costado y dejar que el mismo Anzoátegui dé cátedra al exponer
lo siguiente: “El hombre medioeval sentía el olor del pecado; el hombre moderno
se empeña en ponerle al pecado olor a desinfectante. El hombre medioeval hacía
penitencia después de pecar; el hombre moderno adopta precauciones antes de
pecar.”
Y así prosigue en esta línea el ingenioso escritor, pero ahora pasemos a otros
fragmentos del mismo donde nos muestra aún mejor la conciencia hispano-católica.
“Toda la vida del español oscila entre la aventura del pecado y la aventura de
la santidad. […] Él sabe que su última aventura pertenece a Dios. Por eso tiene
confianza en la vida, porque tiene confianza en la muerte.”
“El español peca por tres razones: porque tiene ganas, porque no quiere
arrepentirse de cometer el pecado y porque quiere arrepentirse pronto de
haberlo cometido. Su caída tiene algo de salto; su pecado tiene un trampolín
situado en el abismo, que lo devuelve a la altura.”
“El santo español sabe de qué manera debe abofetear a cada instante al pecador
que lleva consigo y el pecador español sabe con qué firmeza debe resistir al
santo que lleva dentro de él.”
Como se ve, el hombre hispano es un hombre de Fe, un ser profundamente
religioso, “porque el español sabe que Dios ha creado al hombre para que le sea
leal.”
Y por esto mismo “constantemente el español tiene miedo de que Dios se
arrepienta de haberle llamado a la santidad.”
3) Bien. Para
esta nota nos apoyaremos fehacientemente en el genio de Anzoátegui. A causa de
su liberadora trascendencia, el hombre hispano vive sufridamente como un exiliado
en este mundo. En cambio, a causa de su angustiante inmanencia, el hombre posmo
intenta vivir displicentemente como un ciudadano del mundo. De aquí que el hispano
sea un caballero nostálgico y el posmo un ensimismado melancólico. De aquí que
el hispano conciba su vida como una novela escrita por el Gran Novelista y el
posmo crea que su existencia es una vulgar comedia o una mera tragedia bajo el
sello del anonimato más cruel y despiadado. De aquí que el hispano sea un
apasionado y un enamorado de la vida, que sabe vivir y que sabe morir, porque
sabe Quién es el que da y toma la vida cuando Le place. Tan consciente es de
estar hecho a imagen y semejanza de la Santa Trinidad, y tan decidido está en
pelear por alcanzar ese destino divino, que termina resultando en este
destierro una auténtica paradoja -o como dirá Anzoátegui: “un escándalo
irresistible, una preocupación actual.”
Todo lo contrario le sucede al hombre posmo que hoy contemplamos con lástima y
desagrado. El posmo es un desalmado que nada ni nadie lo conmociona, que todo
le da igual, y que no le importa saber vivir y morir porque no le interesa pensar
bien: ésta es su principal enfermedad. Por eso, por abolir su vocación a la
grandeza y descuidar el designio sempiterno, el posmoderno deviene un ser
contrahecho; un ser vertiginosamente absurdo.
4)
Finalmente, confesamos que ambos arquetipos, el hispano y el posmoderno, están
locos. Rematadamente locos. No obstante, la diferencia de ambas locuras radica
en que el posmo “es el único animal razonador que emplea su razón para
engañarse a sí mismo”,
es aquel “hombre tranquilo [que] es la negación del hombre. Es el hombre que
vive en el equilibrio del hombre y de la bestia, porque ignora que la salvación
no puede alcanzarse sino por el desequilibrio del hombre que triunfa sobre la
bestia. Es el hombre que acalla su exigencia de cielo y su horror de infierno
para no desvelarse con las exigencias del cielo ni con los horrores del
infierno. Es el hombre que en nombre de la humanidad renuncia a su propia
naturaleza humana…”
Contrariamente a esta chifladura, “España vive […] en el servicio del buen amor
o del loco amor, pero en el servicio siempre del amor enloquecido. La vida y la
muerte son para ella la locura de la vida y la locura de la muerte. Esta es la
grandeza de la España de ayer y de la España de hoy […]. Es el ejemplo que la
vieja España lega a la nueva España. Don Quijote muere con toda la grandeza de
su locura; muere realizando los cuatro actos que el mundo considera como los
cuatro actos cardinales de la locura de un hombre: confesando su pecados,
pidiendo perdón a sus enemigos, perdonando a sus ofensores y repartiendo sus
bienes.”
¡Queridos amigos, esta es la bendita locura quijotesca que todavía nos mantiene
en pie! ¡Sea!
Conclusión
A pesar de todo, aquí estamos…
vindicando a este ser hispano en peligro de extinción. Aquí estamos tratando de
fustigar sin piedad el arquetipo de hombre posmoderno que se nos propone en
todas partes. Aquí estamos, como niños que todavía no están huérfanos y que
cierran los puños para decir con el Poeta: “¡No quiero que muera España!”
Aquí estamos, en suma, para concluir este análisis oyendo en lo más profundo de
nuestro ser lo que Balbontín junto al Cid, al Quixote, a Santa Teresa y a
Alfonso el Sabio, junto a los mártires de Barbastro y a todos los monjes del
Valle de los Caídos, nos dice aquí y ahora, con voz portentosa:
“¡Hijo de mi entraña!,
tu enojo me desenoja y tu indignación me agrada.
España vive de nuevo y nadie podrá matarla.
España alienta y renace como una llama
en la ilusión de tus ojos y en el candor de tu
alma.”