lunes, 26 de octubre de 2020

Llueve en las sierras.


 


Llueve en las sierras

Malvinas (Mdz.)

No cejaba la tarde en su imperio azul: el yuyo se apretaba a las piedras; la tierra, crujiente y hervorosa, se retraía bajo la cruel tiranía del sol. Era una tarde cualquiera en tiempo de verano. Apenas se divisaba en la cuesta la firme silueta de un jinete. Descendía éste perezosamente arreando un piño de chivas, que copiaba los movimientos de su pastor de forma deshilvanada hacia el zanjón, como una prenda desgarrada. Debajo de un toldo observaba el descenso una mujer. Al arribo de las madres, en compañía de sus crías, salieron al encuentro un pelotón de perros ladrando. Pero tras los gritos impacientes de un jinete fatigado se dispersó el tropel a través del jarillal. Desmontó y desensilló, con la misma parsimonia con que bajara la cuesta. Finalmente, se desplomó a la vera de su mujer que lo observaba y aguardaba mate en mano.

-                    Si el tiempo no cambea, la van a pasar fiero.

-                   ¿Queda pasto en la mesilla? -pregunta la mujer.

-                    Casi no hay.

Y un silencio prolongado se hizo de repente. Algún que otro chivato osó balar desde el corral, implorando leche a una madre reseca y esquilmada. Ni siquiera los pájaros tenían ánimo de cantar. Hacía días que el arroyo apenas humedecía la tierra, brotando recién de noche en un delgado filo de agua. El cielo era un pozo azul, terrible y despiadado.

La tarde llegaba a su apogeo, y se esperaba ya la mengua del calor. Cuando el poniente traía la noche a remolque, como un mar oscuro poblado de buques, por fin la tierra respiraba, la hacienda se trasladaba, había vida. Ocurrió entonces que una brisa liviana sacudió el acacio. Al momento pasó otra, y otra, y una más. Se aflojó la tensión del aire, los animales comenzaron a desentumecerse. Por encima de la loma, a espaldas del rancho, un vellón entre blanco y aplomado se asomó y avanzaba tempestuoso, como tirado por una cuadriga de corceles. Tronó. Junto al susto puso el trueno en marcha al matrimonio que desaladamente guardaba y cubría cosas, ponía orden a un desbande de pollos, a la yegua bajo techo, y no mucho más. Se desató el viento y aguacero.

Ahora ambos, un poco mojados, contemplaban la cortina de lluvia radiantes, con una expresión feliz en el rostro y una pureza jovial en la mirada: dos niños se asomaron agradecidos en medio de una piel tostada que no desmentía la solidez de la piedra, ni olvidaba los rigores de la labor. ``¡Llueve! ¡Llueve!´´, entonaban un niño y una niña metidos en su juego. ``¡Llueve! ¡Llueve!´´, parecían cantar los animales. ¡Oh, bendición del cielo!

Pasado el aguacero, todavía oyéndose algunas cascadas y el torrente del zanjón, salieron ambos rancho afuera, libertados; y el único tono, la nota dominante era una exhalación profunda de la tierra, dilatada, como un cuerpo que al fin encuentra su alivio después de una jornada intensa de labor.

No fue otro aquel día caluroso de febrero, cerca del Nevado, hará dos años ya.


El Alpataco

3 comentarios:

  1. Ciertamente, lo mejor que he leído en el blog. Un relato apegado a la tierra, ajeno a toda pompa y artificio innecesarios que declaran ser virtud pero que solo ocultan, tapan y dificultan la llegada a su única virtud, es decir, la verdad. Una narración humilde, y por lo mismo brillante.

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  2. La verdad, estimado Alpataco, que este escrito suyo es sencillamente conmovedor. Aún más, y jugando con los términos, lo que conmueve es la sencillez de su relato. Texto fresco, cristalino y franco. Preciosa narración. Lo felicito.

    Podría suscribir en lo que hay de cierto al primer comentario del "Unknown", pero olfateo en el mismo un dejo de agresión o menosprecio implícito al blog que no puedo más que rechazar y combatir, por lo injusto (y hasta pedante) de su dardo subrepticio. Más correcto y cortés (como siempre, por otra parte), estuvo el querido Anónimo Normando, a quien saludo y me alegra que nos siga acompañando con su paternal presencia.

    Cordialmente,
    Hilario.

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