Llueve en las
sierras
Malvinas (Mdz.)
No cejaba la tarde en su imperio
azul: el yuyo se apretaba a las piedras; la tierra, crujiente y hervorosa, se
retraía bajo la cruel tiranía del sol. Era una tarde cualquiera en tiempo de
verano. Apenas se divisaba en la cuesta la firme silueta de un jinete.
Descendía éste perezosamente arreando un piño de chivas, que copiaba los
movimientos de su pastor de forma deshilvanada hacia el zanjón, como una prenda
desgarrada. Debajo de un toldo observaba el descenso una mujer. Al arribo de
las madres, en compañía de sus crías, salieron al encuentro un pelotón de
perros ladrando. Pero tras los gritos impacientes de un jinete fatigado se
dispersó el tropel a través del jarillal. Desmontó y desensilló, con la misma
parsimonia con que bajara la cuesta. Finalmente, se desplomó a la vera de su
mujer que lo observaba y aguardaba mate en mano.
- Si el tiempo no cambea, la van a pasar
fiero.
- ¿Queda pasto en la mesilla? -pregunta la
mujer.
- Casi no hay.
Y un silencio prolongado se hizo
de repente. Algún que otro chivato osó balar desde el corral, implorando leche
a una madre reseca y esquilmada. Ni siquiera los pájaros tenían ánimo de
cantar. Hacía días que el arroyo apenas humedecía la tierra, brotando recién de
noche en un delgado filo de agua. El cielo era un pozo azul, terrible y
despiadado.
La tarde llegaba a su apogeo, y
se esperaba ya la mengua del calor. Cuando el poniente traía la noche a
remolque, como un mar oscuro poblado de buques, por fin la tierra respiraba, la
hacienda se trasladaba, había vida. Ocurrió entonces que una brisa liviana
sacudió el acacio. Al momento pasó otra, y otra, y una más. Se aflojó la
tensión del aire, los animales comenzaron a desentumecerse. Por encima de la
loma, a espaldas del rancho, un vellón entre blanco y aplomado se asomó y
avanzaba tempestuoso, como tirado por una cuadriga de corceles. Tronó. Junto al
susto puso el trueno en marcha al matrimonio que desaladamente guardaba y
cubría cosas, ponía orden a un desbande de pollos, a la yegua bajo techo, y no
mucho más. Se desató el viento y aguacero.
Ahora ambos, un poco mojados, contemplaban la cortina de lluvia radiantes, con una expresión feliz en el rostro y una pureza jovial en la mirada: dos niños se asomaron agradecidos en medio de una piel tostada que no desmentía la solidez de la piedra, ni olvidaba los rigores de la labor. ``¡Llueve! ¡Llueve!´´, entonaban un niño y una niña metidos en su juego. ``¡Llueve! ¡Llueve!´´, parecían cantar los animales. ¡Oh, bendición del cielo!
Pasado el aguacero, todavía
oyéndose algunas cascadas y el torrente del zanjón, salieron ambos rancho
afuera, libertados; y el único tono, la nota dominante era una exhalación
profunda de la tierra, dilatada, como un cuerpo que al fin encuentra su alivio
después de una jornada intensa de labor.
No fue otro aquel día caluroso de
febrero, cerca del Nevado, hará dos años ya.
El Alpataco
Ciertamente, lo mejor que he leído en el blog. Un relato apegado a la tierra, ajeno a toda pompa y artificio innecesarios que declaran ser virtud pero que solo ocultan, tapan y dificultan la llegada a su única virtud, es decir, la verdad. Una narración humilde, y por lo mismo brillante.
ResponderEliminarMagistral!!!
ResponderEliminarLa verdad, estimado Alpataco, que este escrito suyo es sencillamente conmovedor. Aún más, y jugando con los términos, lo que conmueve es la sencillez de su relato. Texto fresco, cristalino y franco. Preciosa narración. Lo felicito.
ResponderEliminarPodría suscribir en lo que hay de cierto al primer comentario del "Unknown", pero olfateo en el mismo un dejo de agresión o menosprecio implícito al blog que no puedo más que rechazar y combatir, por lo injusto (y hasta pedante) de su dardo subrepticio. Más correcto y cortés (como siempre, por otra parte), estuvo el querido Anónimo Normando, a quien saludo y me alegra que nos siga acompañando con su paternal presencia.
Cordialmente,
Hilario.