«Si están crucificados sobre la roca y marcados con una cruz de luz: fundada está la Iglesia.»
«El admirable hijo del carpintero llevó a su cruz las moradas de la muerte, que todo lo devoraban, y condujo así a todo el género a la mansión de la vida.»
-San Efrén de Nísibe, “El arpa del Espíritu”-
«Este madero, en el que el Señor, cual valiente luchador en el combate, fue herido en sus divinas manos, pies y costado, curó las huellas del pecado y las heridas que el pernicioso dragón había infligido a nuestra naturaleza.»
-San Teodoro de Studion-
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Estaba rezando, adorando a la cruz junto altar mayor. Ya habíamos rezado Completas. Muy pocas personas quedaban en el templo, un par de monjes y algunos huéspedes. La cruz era lo único que se encontraba iluminado en el centro de la iglesia. Había un silencio acogedor y tenso a la vez. Todo invitaba a quedarse allí más tiempo pero con cuidado. Los pocos rayos de un atardecer anaranjado que se filtraban en la iglesia se iban retirando del recinto sagrado cortésmente. También el canto de las aves se iba silenciando con suavidad. La noche caía en Las Condes, un viernes santo más… ¿Uno más? ¿Cómo cualquier otro año? ¿Cómo los últimos 27 viernes santos que he vivido, incluido éste?
Cuando hubose ido el último monje orante de la iglesia, apagó el reflector cuya luz caía oblicuamente desde el alto techo hacia la encrucijada misma del madero, que yacía junto a la mole de piedra para el sacrificio eucarístico, con una pequeña lámpara votiva cargada de aceite de nardo sobre el ara del altar. Ahora el templo espacioso se encontraba en total oscuridad, exceptuando la tenue luz de llama de la lámpara encendida que iluminaba a medias y perfectamente la solitaria cruz.
A oscuras y en celada, también se retiraron los pocos huéspedes que quedaban. En ese momento tuve el presentimiento de que algo verdaderamente increíble estaba por acontecer. En efecto, había magia en el ambiente. Flotaba en el aire un ángel, aleteando los volúmenes de iglesia tan particular. Me di cuenta que no había nadie -nadie mortal-, pues ya no se oía ninguna respiración ni otro ruido humano capaz de lastimar los silencios más sagrados y necesarios. Todo estaba en tinieblas, en repleto silencio, y yo continuaba allí, solo… ¿Solo?
Si bien tenía mucho sueño y el día había sido muy largo y cansador, no entendía cómo mi cuerpo seguía aun con energías para estarse allí quedo, orando ya pasadas las Completas desde hacía un tiempo considerable. En verdad sí sabía qué, mejor dicho, quién me sostenía en ese momento tan especial. Me acordé rápidamente del Señor y sus escapadas al monte a orar, de noche, para estar con su Padre -que era su mayor delicia, sin comparación-. Sin embargo dudé en irme inmediatamente al sobre, apenas concluidas las oraciones de la noche con la comunidad. Y también me acorde de Pedro, Santiago y Juan que no pudieron velar y orar siquiera una hora con el Maestro en el huerto de los olivos. Por pura misericordia me quedé más tiempo,… ¡una eternidad!
Cuando apagaron la luz blanca y artificial que, no sin cierta altanería, se proyectaba sobre el centro del presbiterio, otra luz se encendió, pero ahora natural e interior: íntima. Una chispa se encendía en mi corazón, y yo me di cuenta. Se reactivaban los sentidos internos, y también los externos, que se estaban amodorrando por la fatiga acumulada en la jornada de Viernes de Pasión. Y sin mediar pensamiento alguno, mi cuerpo se irguió y se dirigió derechamente ante las gradas del imponente bloque mineral “ala de mosca”. Me puse a rezar intensamente. Con los brazos en cruz, aprovechando la soledad maravillosa en la que gratuitamente me encontraba en la iglesia monacal. Sin miradas curiosas, sin luces chillonas, sin carraspeos ni respiraciones molestas. Confieso que extrañaba orar así…
Estas cosas las reflexiono ahora. En aquel instante solamente rezaba y rezaba, con mucho fervor. Empero, resultó que el mismo ardor de la oración me empujaba a estar más cerca de la cruz todavía. Volví a pararme, y adelanté unos pasos, hasta el pie de la cruz. La besé con emoción -quizás demasiada emoción, casi con excitación-. Tuve que controlar la devoción -si es que se controla-, y, acto seguido, me postré. Mis manos abrazaban la cruz, como sosteniéndola -¿o era yo más bien el sostenido por aquel rústico leño?-. No sé cuánto tiempo habré estado en dicha posición de honda adoración. De lo que sí estoy cierto, y damos testimonio de ello, es lo que pasaré a relatar a continuación. Sonará a un cuento fantástico, y puede ser que lo sea, pero, ¿podremos por un momento suspender la congénita incredulidad que tiñe nuestros horas enmohecidas por la seguridad, la suficiencia y esa impertinente obviedad que todo lo contamina, febrilmente?
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Continuaba en el piso, sobre la alfombra, postrado, respirando profundamente, hasta que de repente comencé a oír como otro respiro, que no era el mío, un aliento que venía desde arriba y parecíame sentir su espiración detrás de mis orejas y en mi nuca. Mis manos enteras, que engolfaban el asta, empezaron a percibir un latido que provenía como de las entrañas mismas del madero. Era un pálpito singular, un hálito sobrenatural. Hasta entonces eran sensaciones del cuerpo, táctiles, que bien podrían ser puras sugestiones que me llevaban a desvariar -me hallaba muy fatigado-. Sin embargo, después aconteció lo siguiente, en donde se vio comprometido otro sentido: el oído.
–Aún no te levantes.
Fue lo primero que escuché. La voz era lenta, ronca, grave y profunda. Cavernosa. Troncal.
–Sólo Él se levanta en ésta Oscuridad.
Me empezó a correr un escalofrío de la cabeza a los pies. Tuve miedo cuando escuché la palabra “Oscuridad”.
–El mundo debe permanecer dormido y los hombres, postrados como tú.
Se dirigió a mí con un “tú” que me dio una inusitada confianza. Asique me animé a preguntarle:
–¿Quiénes eres… Señor? –dudé un poco en dirigirme hacia aquella voz con el título de “Señor”.
Oí un resoplido bien largo, vehemente y sostenido. Después de esta prolongada hesitación, escuché otro sonido, uno parecido como el que hacen los humanos con la saliva de la boca cuando la abren y la cierran habitualmente después de un bostezo. O de los ancianos cuando juegan con su dentadura postiza.
Solo recién me contestó, pausadamente:
–Decirte quién soy es contarte una historia, una laaaaarga historia, amiguito –noté al instante que me llamó “amiguito” y eso me ruborizó tanto aunque no sabía porqué, pero también experimenté una ternura misteriosa e intensísima.
Luego añadió:
–¿O acaso no ves que estás hablando con un Árbol?
Apenas oí tal interrogante caí en la cuenta de dos cosas. Lo primero: que, efectivamente, estaba todavía en el mismo lugar de antes, es decir al pie de esos dos palos atravesados que seguramente fueron arrancados de algún árbol plantado en cualquier bosque chileno; posiblemente traídos del huerto del mismo monasterio. Lo segundo: me acordé fácilmente de los Ents de Tolkien, especialmente del sabio y gentil Bárbol.
–Yo soy aquel Árbol de la Vida plantado en el centro del Primer Jardín… –Interrumpió felizmente la Voz mis pensamientos para pasar a relatarme su historia y su identidad. Dejé que hablara todo lo que quisiera.
Continuó a viva voz:
–Soy también el leño que cargaba Isaac para el sacrificio que iba a hacer su padre Abraham en el monte.
Soy el timón del arca que construyó Noé con los de su casa.
Soy la escalera hasta el cielo que vio Jacob en sueños.
Soy la vara de Aarón que tantos prodigios realizó en manos de Moisés.
Soy la cítara del rey David con la que entonaba melodiosos salmos.
Soy la retama donde descansó el profeta Elías antes de su misión.
Soy el báculo de José, el castísimo esposo de María, de la cual nació Jesús de Nazaret.
Yo continuaba completamente mudo, escuchando con todo mi asombro.
–Yo soy, finalmente, y esto creo que ya lo sabes pues de otra manera no estarías allí, postrado, a mi único pie, la cruz redentora del género humano. -En verdad, no estaba seguro de ”saber” si era la tal cruz redentora.
Aquí se hizo un silencio reverencial.
Después prosiguió su fascinante historia de salvación, diciéndome a mí, o sencillamente exclamando al viento:
–De mí cuelga el precio del mundo que arrebató al infierno su presa.
De mí brota el río admirable para lavar tierra, mar, astros y mundo.
De mí se sostiene el peso más dulce que vieron las edades.
De mí se canta que soy trono y cetro del Rey excelso y vencedor.
De mí también se canta que soy cátedra del único Maestro bueno.
De mí se escribe que soy el verdadero altar del único Sumo Sacerdote eterno.
De mí también se dice que soy el ara de la inocente Víctima inmolada.
De mí se cuenta que soy el buen nauta que conduce a puerto seguro en todo naufragio.
De mí se cuenta también que permanezco firme mientras el mundo gira en su perdición.
De mí se proclama que soy noble, digno, fiel, hermoso, resplandeciente y engalanado con púrpura real.
De mí, en suma, se recuerda que soy la única esperanza de todas las creaturas.
Seguía mudo, absorto, pasmado.
–La leyenda también narra que fui el mástil de la nave de Ulises, el escudo de Eneas, la lanza del Quijote y el báculo de Gandalf.
Ahora sí que quedé completamente desconcertado y atónito. Me costaba dar crédito a todo lo que oía bajo encantamiento.
–Por todas estas glorias que has escuchado, ¡oh, joven postulante! –me llamó “postulante” y tuve vértigo–, yo soy el emblema enarbolado y el estandarte enhiesto de todos los soldados de Jesucristo. En mi presencia huyen todas las criaturas malignas, visibles e invisibles. Con mi signo se vencen todas las batallas sagradas. Contra mí se estrellan todos los pensamientos malvados. Soy el terror de los demonios. Soy el espanto del Tirano encadenado. Todo cristiano es desde ahora, si acepta, consorte de mi gloria fecunda conquistada por el Salvador gloriosísimo.
–...
–Verás, pequeño, mi Señor y yo somos el uno para el otro. En el transcurso de los siglos, especialmente en estos últimos siglos, los mortales enemigos han querido divorciarnos, y hasta enemistarnos. Pero, dime tú, ¿qué soy yo sin Jesús?, y ¿qué es Él sin mí? Y te diré algo más… -Se iba poniendo más misterioso el árbol parlante e iba disminuyendo el volumen de su cautivadora voz; en susurro, como si me estuviese confiando el secreto del rey, me declaró:– Yo sé todo lo que pasó allá abajo. En verdad, en verdad te digo, que yo fui con Él hasta el fondo del infierno para completar la Redención: aplastamos al Diablo y rematamos la Muerte. Dimos libertad a los cautivos, comenzando por Adán. Levantamos a los que estaban dormidos desde hacía milenios. Iluminamos el seno de Abraham con la luz pascual. Y anunciamos en el abismo la salvación de Dios. Fue una hazaña verdaderamente portentosa. ¡Si lo hubieras visto!
No podía emitir sonido. Estaba quieto como la sólida roca que tenía junto a mí.
–Pero no puedo seguir contándote lo que pasó –siguió diciendo el madero sottovoce–, ni darte más detalles. Te digo lo último para que vayas a descansar en paz –¿podré descansar en paz luego de esto? me interrogué veloz por dentro–. Yo soy el mismo y el otro. Yo voy con Él a todas partes. Estoy con Él siempre. En el cielo, en la tierra y en los abismos. Él me ama apasionadamente porque fui su instrumento predilecto y preordenado para rescatar a los hombres de las garras del pecado y de las sombras de muerte. A mí me forjaron para torturar a los bandidos a extremos indecibles de dolor, y hete aquí que por una maniobra perfecta del Gran Artífice devine fuente de salud, tabla de salvación, clave del nuevo Reinado y signo de predestinación. Yo estaré con Él y sus elegidos hasta el fin del mundo.
Retuve el aliento para oír mejor pues todo lo que me decía era demasiado valioso para mi condición y estado. Presentía que aún le quedaba algo más por convidar, como una última revelación. También presentía el llanto.
La develación de la Promesa no se hizo esperar:
– ¡De mis frutos volverán a comer los vencedores en el Paraíso de Dios!
No aguanté más y me eché a llorar.
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Después de las lágrimas invasivas, luminosas y liberadoras como las palabras que oía del Nuevo Bárbol, que se derramaron sobre la felpa gris que rodeaba el altar central del templo abacial, tuve la extraña sensación de que todo lo que había vivido fue solo un sueño fugaz, una breve y elaborada proyección de mi fantasía. Toqué la cruz para ver si seguía allí, en su lugar, y también con la última esperanza de recibir alguna respuesta: no pasó nada. Me levanté, sentía un agotamiento profundo en todo el cuerpo y hasta en la mente, aunque mi espíritu seguía en vela. Alcé la mirada, con cierto temblor, y no vi nada sensacional: sólo la cruz sola, como al principio de la oración nocturna. Decidí, entonces, que había llegado la hora de marcharme a mi celda. Ni quería mirar qué hora era para no amargarme. Sospechaba que era tarde, muy tarde. Atiné a irme, pues, hincándome ante la cruz adorable de un marrón oscuro que tenía frente a mí; luego, encaré hacia la izquierda de la misma adonde se hallaba la puerta que daba al claustro; se me ocurrió, no sé bien porqué, apagar la lámpara votiva que permanecía sobre el altar antes de abandonar el lugar, pero cuando me encontraba en el preciso ángulo del altar y estando a punto de soplar la vela, escucho con absoluta claridad una voz detrás de mí que me espetó:
–¡No! ¿Qué haces? ¡Con el fuego no! –Me quedé duro como estatua de mármol, in situ. Después agregó esa voz, a modo de apotegma:– No apagues la llama que ha de arder toda la noche y consumirse sobre el altar junto a mí.
No me animé a voltear para ver si había “alguien”. Mi corazón sabía que esa sentencia había salido del mismo madero. Además, no fuera ser que, al girar sobre mis talones, diera con una cruz de fuego: una cruciforme antorcha rutilante iluminando el cosmos. Por tanto, obedecí inmediatamente la orden, y proseguí mi camino hacia la celda, sin volver la vista atrás.
Una vez en el noviciado, tumbado en la cama de mi celdita monástica, con un sueño impresionante, me fui quedando dormido plácidamente, rumiando en mi interior:
“No apagues la llama que ha de arder toda la noche y consumirse sobre el altar junto a Mí”.
FINIS