viernes, 12 de abril de 2024

Una meditación orante del salmo 68

 


Salmo 68 (69)

[Se recomienda leer antes el salmo en la versión de Mons. Juan Straubinger. Esta meditación fue hecha en Miércoles Santo].

 

Este salmo 68 es de David, pero no es de David, es de Cristo definitivamente.

Este lamento de Cristo se prolonga en los cristianos de todos los tiempos.

Esta súplica visceral de Cristo quiere ser la mía en este día, en esta vida.

En el sentido tipológico, las palabras y los sentimientos de este salmo se actualizan y se manifiestan plenamente en la figura del Siervo Sufriente, Jesucristo, quien se hizo “pecado” (2 Cor. 5,21) y “maldición” (Gal. 3,12) en lugar nuestro ante Dios Padre por puro e infinito -e inconcebible- amor al género humano; por mí, en particular, como por vos, pasó todo esto el Redentor, quedó así de des-figurado y vivió en todo su dramatismo el salmo de hoy que ahora contemplamos y oramos.

Sólo desde esta perspectiva de la redención cobra pleno sentido esta plegaria sálmica.

Sólo insertados en el misterio de la Pasión de Nuestro Salvador podemos experimentar, en alguna medida, la energía divina que contiene el texto sagrado que atendemos en este momento, leído adrede en el centro mismo de la Semana Mayor, ad portas del Triduo Santo.

De otra manera no se podría orar este salmo irrefragablemente crístico. No cabría otra aproximación a estas letras de fuego divino si no se acepta y se obedece el misterioso designio de Dios, el Padre que envía a su Hijo unigénito al último lugar de la Encarnación, anonadándose y tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres... Tal humillación, tal despojo, ya se avizora de modo terrible y espectacular en las líneas davídicas que, como flechas incendiarias, se clavan en el corazón orante y amante del mismo Señor.

Es probable que así y sólo así, considerando esta dimensión salvífica que enmarca -hasta cierto punto- este precioso salmo del Gran Rey, un simple creyente deseoso de acompañar a Jesús en sus Días Santos (los más grandes del Año cristiano) no se aterrorice ni espante ante el cuadro desolador y casi siniestro -que recuerda a aquel otro de Isaías 52- pintado por el salmista con trazos firmes y nítidos, vívidos y vehementes…

Aún más, puede el lector inadvertido o el oyente distraído, llegar a escandalizarse al enterarse de que este salmo habla de Cristo, lo vivió Él, e incluso y antes que todo, lo oró Cristo desde su Sagrado Corazón de Pastor y lo pronunció con sus finos y divinos labios de Maestro. Así pues, ¡ay del escándalo de la estrecha mente humana al comprobar que hay ciertas expresiones en el poema que jamás podríanse ajustar a la Persona del Verbo humanado, como por ejemplo: “Tú, oh Dios, conoces mi insensatez y mis pecados no te están ocultos.” (v.6)!

El cristiano inmaduro, el feligrés desatento, quedaría, por lo menos, desconcertado ante semejante versículo. Sin embargo, hay que vivir el salmo completo, orarlo y caminarlo desde sus adentros de principio a fin -si es que hay un fin... Oración de súplica, poema sangriento que hay que leer con todo el ser, dejando que cada verso impacte en la fina punta del alma, golpe a golpe, gota a gota en derrame continuo, perpetuo…

¡Es Cristo el que ora, ama y sufre este salmo! Y con Él, en Él y por Él nosotros queremos hacer la misma experiencia, buscando ser transfigurados por su Pasión y su Gloria, anhelando y pidiendo un corazón semejante al Suyo.

Por eso, este salmo -como todos los salmos y como la Biblia entera- habla de nosotros; habla de vos y habla de mí. Primero -en todo orden- habla de Jesucristo, centro de los dos Testamentos, Intérprete y Exégeta supremo de toda la Escritura, Clave única y sentido final de toda la Revelación. Pero después de Él y gracias a Él, las Escrituras Santas cuentan nuestra historia, develan nuestra identidad, iluminan nuestras biografías, descubren nuestras personalidades y clarifican nuestras vocaciones. Hoy, ahora, junto al Maestro y al Amado, quiero orar este majestuoso salmo desde la herida abierta de mi existencia doliente e insatisfecha; siempre errante, siempre añorante…

Entonces, con voz alta y potente gemiré desde mis entrañas:

“¡Sálvame, oh Dios! Porque las aguas me han llegado al cuello” (v.1).

Con temor y temblor, voy procurando identificarme con los sentimientos de Cristo, con las emociones del salmista, y me dejo llevar por ese torrente impetuoso de amor sufrido que recorre todo el salmo en su cauce vital y fluctuante de bajadas y subidas abruptas, con sus rápidos y sus escasos remansos; sin diques; desbordante, expansivo…

Que fluya vigorosa esta savia y esta sangre, esta corriente de agua purificadora -más elocuente que la del justo Abel- que me baña por entero en cuerpo, mente y corazón; que aumenta su poder de curación -como el río salutífero del profeta Ezequiel- a medida que me interno en su ancho y profundo caudal de vida abundante, a medida que me abandono dulcemente por sus aguas revitalizadoras… ¡aguas vivas!

Desde mi miseria más inmunda y oculta clamo -¡todavía, y siempre!- a un Dios que no dejará que me desespere. Que no me soltará la mano. A un Padre que eternamente está atento y solícito para rescatar el alma de sus elegidos, para liberar a sus hijos oprimidos por innumerables enemigos que “odian sin causa” y que “injustamente hostilizan” (v.5). Con todos mis pesados pecados encima que me hunden y lastiman quiero con todas mis fuerzas seguir mirando al Cielo y esperando a que el Eterno se apiade de mí y no me “esconda su Rostro” hermoso y sereno (v.18). Le ruego que tenga en cuenta mi celo por su Casa y su Iglesia que son prolongaciones -o diferentes nombres para nombrar un mismo Misterio- de su Hijo bienamado; celo que a veces es devorador (v.10), y otras, se tienta con agriarse; celo que llega al punto de hacer enloquecer como alguien que está fuera de sí, como un “ser extraño” (v.9) para hermanos y padres, amigos y conocidos que ya no soportan al loco o al raro

Mas Tú, Señor, Hijo de David, que experimentaste en su grado máximo el celo devorante por la Casa de tu Padre amante, ten misericordia de mí, un pecador.

Señor, tú sabes todo, tú sabes que te quiero. Tú sabes que cuando ultrajan tu Iglesia con viles argumentos, con destructivas opiniones, con estériles polémicas y farisaicas acciones, tales ultrajes, caen sobre Ti, y si caen sobre Ti, Vida mía y mi Santuario, caen sobre mí, tu pequeño servidor, y me desgarran las injurias que te hieren. Pero Señor, por favor, no tengas en cuenta nuestros pecados, olvida las afrentas de tus hijos, miembros todos del mismo Cuerpo místico, que te hacemos y que nos hacemos al dividirnos y atacarnos con “anatemas”, torpezas, mezquindades y “etiquetas”, ideologías religiosas y sutiles idolatrías; antes bien, oh Dios, acuérdate de nosotros según la abundancia de tu magnífica bondad que no declina por nada y que siempre vence y gana, por los siglos de los siglos.

Padre bueno, “bien conoces Tú mi afrenta, mi confusión y mi ignominia” (v.20), compadécete de mí y consuélame con tu Presencia omnipotente y la de tu Hijo bendito en el Espíritu santificador de entrambos; pues aunque no haya nadie que se compadezca ni auxilie a un peregrino solitario (v.21), mi corazón sabe que Tú, oh Dios mío y Señor mío, no abandonas a los que te buscan sinceramente y con el alma ardiendo.

Por eso, que se alegren, sí, que se alegren los humildes que buscan a Dios (v.33), que no se desanimen los miserables, que no se depriman los aturdidos por malos pensamientos y falsas imágenes, porque hay un Dios que escucha (v.34), defiende y enaltece a los que están en angustias (v.18). Es el Dios de los pobres y Libertador de los cautivos. Es el Señor. A Él la gloria y el honor por todas las edades. Amén. Así sea.

 

HILARIO

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