Salmo 68 (69)
Este salmo 68 es de David, pero no es de David, es
de Cristo definitivamente.
Este lamento
de Cristo se prolonga en los cristianos de todos los tiempos.
Esta súplica visceral de Cristo quiere ser la mía en
este día, en esta vida.
En el sentido tipológico, las palabras y los
sentimientos de este salmo se actualizan y se manifiestan plenamente en la
figura del Siervo Sufriente,
Jesucristo, quien se hizo “pecado” (2 Cor. 5,21) y “maldición” (Gal. 3,12) en
lugar nuestro ante Dios Padre por puro e infinito -e inconcebible- amor al
género humano; por mí, en particular, como por vos, pasó todo esto el Redentor,
quedó así de des-figurado y vivió en
todo su dramatismo el salmo de hoy que ahora contemplamos y oramos.
Sólo desde esta perspectiva de la redención cobra
pleno sentido esta plegaria sálmica.
Sólo insertados en el misterio de la Pasión de
Nuestro Salvador podemos experimentar, en alguna medida, la energía divina que
contiene el texto sagrado que atendemos en este momento, leído adrede en el
centro mismo de la Semana Mayor, ad
portas del Triduo Santo.
De otra manera no se podría orar este salmo
irrefragablemente crístico. No cabría
otra aproximación a estas letras de fuego divino si no se acepta y se obedece
el misterioso designio de Dios, el Padre que envía a su Hijo unigénito al
último lugar de la Encarnación, anonadándose
y tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres... Tal humillación, tal despojo, ya se avizora de modo terrible y
espectacular en las líneas davídicas que, como flechas incendiarias, se clavan
en el corazón orante y amante del mismo Señor.
Es probable que así y sólo así, considerando esta
dimensión salvífica que enmarca -hasta cierto punto- este precioso salmo del
Gran Rey, un simple creyente deseoso de acompañar a Jesús en sus Días Santos
(los más grandes del Año cristiano) no se aterrorice ni espante ante el cuadro
desolador y casi siniestro -que recuerda a aquel otro de Isaías 52- pintado por
el salmista con trazos firmes y nítidos, vívidos y vehementes…
Aún más, puede el lector inadvertido o el oyente
distraído, llegar a escandalizarse al enterarse de que este salmo habla de
Cristo, lo vivió Él, e incluso y antes que todo, lo oró Cristo desde su Sagrado
Corazón de Pastor y lo pronunció con sus finos y divinos labios de Maestro. Así
pues, ¡ay del escándalo de la estrecha mente humana al comprobar que hay
ciertas expresiones en el poema que jamás podríanse ajustar a la Persona del
Verbo humanado, como por ejemplo: “Tú, oh
Dios, conoces mi insensatez y mis pecados no te están ocultos.” (v.6)!
El cristiano inmaduro, el feligrés desatento,
quedaría, por lo menos, desconcertado ante semejante versículo. Sin embargo,
hay que vivir el salmo completo, orarlo y caminarlo desde sus adentros de
principio a fin -si es que hay un fin...
Oración de súplica, poema sangriento que hay que leer con todo el ser, dejando
que cada verso impacte en la fina punta
del alma, golpe a golpe, gota a gota en derrame continuo, perpetuo…
¡Es Cristo el que ora, ama y sufre este salmo! Y con
Él, en Él y por Él nosotros queremos hacer la misma experiencia, buscando ser
transfigurados por su Pasión y su Gloria, anhelando y pidiendo un corazón
semejante al Suyo.
Por eso, este salmo -como todos los salmos y como la
Biblia entera- habla de nosotros; habla de vos y habla de mí. Primero -en todo
orden- habla de Jesucristo, centro de los dos Testamentos, Intérprete y Exégeta
supremo de toda la Escritura, Clave única y sentido final de toda la
Revelación. Pero después de Él y gracias a Él, las Escrituras Santas cuentan nuestra historia, develan nuestra
identidad, iluminan nuestras biografías, descubren nuestras personalidades y
clarifican nuestras vocaciones. Hoy, ahora, junto al Maestro y al Amado, quiero
orar este majestuoso salmo desde la herida abierta de mi existencia doliente e
insatisfecha; siempre errante, siempre añorante…
Entonces, con voz alta y potente gemiré desde mis
entrañas:
“¡Sálvame, oh Dios! Porque las aguas me han llegado al cuello” (v.1).
Con temor y temblor, voy procurando identificarme
con los sentimientos de Cristo, con
las emociones del salmista, y me dejo llevar por ese torrente impetuoso de amor
sufrido que recorre todo el salmo en su cauce vital y fluctuante de bajadas y
subidas abruptas, con sus rápidos y sus escasos remansos; sin diques;
desbordante, expansivo…
Que fluya vigorosa esta savia y esta sangre, esta
corriente de agua purificadora -más
elocuente que la del justo Abel- que me baña por entero en cuerpo, mente y
corazón; que aumenta su poder de curación -como el río salutífero del profeta
Ezequiel- a medida que me interno en su ancho y profundo caudal de vida
abundante, a medida que me abandono dulcemente por sus aguas revitalizadoras… ¡aguas vivas!
Desde mi miseria más inmunda y oculta clamo -¡todavía,
y siempre!- a un Dios que no dejará que me desespere. Que no me soltará la
mano. A un Padre que eternamente está atento y solícito para rescatar el alma
de sus elegidos, para liberar a sus hijos oprimidos por innumerables
enemigos que “odian sin causa” y que “injustamente hostilizan” (v.5). Con
todos mis pesados pecados encima que me hunden y lastiman quiero con todas mis
fuerzas seguir mirando al Cielo y esperando a que el Eterno se apiade de mí y
no me “esconda su Rostro” hermoso y
sereno (v.18). Le ruego que tenga en cuenta mi celo por su Casa y su Iglesia
que son prolongaciones -o diferentes
nombres para nombrar un mismo Misterio- de su Hijo bienamado; celo que a veces es devorador (v.10), y otras, se tienta con agriarse; celo que llega
al punto de hacer enloquecer como alguien que está fuera de sí, como un “ser
extraño” (v.9) para hermanos y padres, amigos y conocidos que ya no soportan al
loco o al raro…
Mas Tú, Señor, Hijo de David, que experimentaste en
su grado máximo el celo devorante por la Casa de tu Padre amante, ten
misericordia de mí, un pecador.
Señor, tú sabes todo, tú sabes que te quiero. Tú
sabes que cuando ultrajan tu Iglesia con viles argumentos, con destructivas opiniones,
con estériles polémicas y farisaicas acciones, tales ultrajes, caen sobre Ti, y
si caen sobre Ti, Vida mía y mi Santuario, caen sobre mí, tu pequeño servidor,
y me desgarran las injurias que te hieren. Pero Señor, por favor, no tengas en
cuenta nuestros pecados, olvida las afrentas de tus hijos, miembros todos del
mismo Cuerpo místico, que te hacemos y que nos
hacemos al dividirnos y atacarnos con “anatemas”, torpezas, mezquindades y “etiquetas”,
ideologías religiosas y sutiles idolatrías; antes bien, oh Dios, acuérdate de
nosotros según la abundancia de tu magnífica bondad que no declina por nada y que
siempre vence y gana, por los siglos de los siglos.
Padre bueno, “bien conoces Tú mi afrenta, mi
confusión y mi ignominia” (v.20), compadécete de mí y consuélame con tu
Presencia omnipotente y la de tu Hijo bendito en el Espíritu santificador de
entrambos; pues aunque no haya nadie que se compadezca ni auxilie a un
peregrino solitario (v.21), mi corazón sabe que Tú, oh Dios mío y Señor mío, no
abandonas a los que te buscan sinceramente y con el alma ardiendo.
Por eso, que se alegren, sí, que se alegren los humildes que buscan a Dios (v.33), que no se
desanimen los miserables, que no se depriman los aturdidos por malos
pensamientos y falsas imágenes, porque hay un Dios que escucha (v.34), defiende y enaltece a los que están en angustias (v.18). Es el Dios de
los pobres y Libertador de los cautivos. Es el Señor. A Él la gloria y el honor
por todas las edades. Amén. Así sea.
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