Siempre había sospechado que la juventud que había abrazado con tanta pasión sería como una frágil y bella flor que debía de consumirse antes de tiempo. Eso intuía sin saber muy bien de qué se trataba. Ese recóndito pero poderoso deseo de plena satisfacción del corazón le auguraba un muerte próxima. La plenitud que fuertemente lo atraía le señalaba un fallecimiento prematuro. Una tumba sin rostro se le aparecía en sueños. Los verdugos se apostaban en los umbrales de todas sus duermevelas. Ecos de un Requiem resonaban en los rincones de su cuarto y la letra rumoreaba "no abraces así la vida, muchacho, pues tu destino está fijado: vida te dejará y tu juventud se marchitará..."
Esto que Don Hilario había experimentado tiempo ha se fue cristalizando al paso de sus años mozos. La inquietud de saberse un extranjero en el siglo fugitivo iba cobrando expresión al cabo del tiempo. Esta profunda insatisfacción fue tornándose cada más intensa que ya se parecía más a aquella sed lacerante que experimentan los que andan perdidos por las arenas del desierto. Es que no era este desierto del mundo el que lo iba a calmar de su insatisfecha sed; sino, antes bien, era aquel otro Desierto el que lo había cautivado en su más profunda esencia. "Cuánta utilidad y gozo divinos aportan la soledad y el silencio del Desierto a sus enamorados, sólo lo saben aquellos que lo han saboreado". Eran dos los desiertos que al adolescente Hilario se le presentaban para su elección (elección que por cierto sabía irrevocable). Del desierto pasajero de un mundo sin Dios ya nada le llenaba, ni siquiera los lícitos placeres terrenales que tanto disfrutaba podían colmarle. Había probado más de una vez la manzana terrena pero volvía a tener hambre luego de haberla gustado, como la sedienta Samaritana junto al pozo de Jacob que anhelaba beber una agua que apagara por siempre su sed. La amargura contenida en este yermo -"tierra baldía"- lo llevó a Hilario a concentrarse en otro Yermo...
Y así, "sólo la sed lo alumbró, aunque era de noche". Dejándose guiar por la santa nostalgia y haciéndose semejante a un parvulito, fue que se aproximaba cada vez más a las riberas de esa Estepa Dorada, donde "los hombres ardientes pueden, siempre que lo desean, entrar y permanecer en su interior; hacer germinar vigorosamente las virtudes y alimentarse con fruición de los frutos del paraíso". Estos manjares del Edén eran los que sólo complacían a Hilario. Pudo comprobar que en ese universo mundo, oculto para él durante largo tiempo, la vida no era constreñida por brazos llenos de vitalidad, sino, por el contrario, uno era el que quedaba como absorbido por una nueva Vida llena de fascinación y encanto. Vida nueva en un mundo nuevo sin fronteras donde la ley era la libertad en el amor y en la verdad. Donde el Espíritu que todo lo vivifica y renueva, hacía estallar el alma de alegrías y mágicos sabores. ¡Qué lejos el espíritu maloliento de aquel gélido y putrefacto desierto donde la ley es el odio y su efigie es la malicia!
Así las cosas, luego de haber andado un camino sinuoso aunque romántico, Don Hilario de Jesús decidía marcharse a un Monasterio lejano. La hora había llegado. Aquel que se hacía llamar "El Viejo" partía a la montaña nevada -a los "Lugares Altos"- para no volver jamás a su patria, a su barrio Liquidámbar. Tal vez este su apodo fuera por lo antedicho al inicio: los viejos son los prontos a morir, los amigos de la muerte. E Hilario sabía que su partida era como un morir viviendo; que el sabor de aquella huida era similar al último expirar. Mas no había otro remedio. La decisión ya había sido tomado con firme resolución, pues claro había sido el Señor en su llamar hiriente. Quedaba sólo la dulce espera y el último adiós a sus seres tan queridos, que quizás ya algo sospechaban de la inminente fuga del De Jesús...