miércoles, 25 de julio de 2018

El bastón y la flor

Que nadie sufra como he sufrido yo
Ni que soberbia sea lo que digo hoy
Que ni el primero ni el último hombre de lodo 
Seré ni he sido yo

Más cuando Su voz llama
No hay cimiento que pueda sujetar el alma
Casi como si a Él estuviera imantada

...


Entre tumbos y caídas
Un bastón llegaría a mi vida
Que no sería el remedio ni la cura
Más bien lo que me sujete en las dudas

De cada astilla supo Él enseñar cosas distintas
Y cada una formaría
un lazo con el alma mía

A modo de risas entraría
Como quien esconde su sabiduría
Más no por mucho oculta permanecería
Ya pronto mi alma lo sabría

Benditas sean las noches en que a él me aferré para no caer
Perdone el Señor las veces que no supe en el bastón escuchar Su voz
Y si sólo fuese madera fría hubiera alcanzado
Más corazónes humanos me ha brindado, y abrazos de hermanos

Si llegase el día que, por Su gracia 
El bastón no me hiciera falta para dejar de ser esquivo a Su mirada
Cargaría con éste en hombros cuantos sean los kilómetros
Antes de verlo desconocido y ajeno a mis pasos

...

Si la cojera fuera mi único problema
No me hubiese brindado quizás,
La flor que me traería la inocencia

En el don se encuentra la responsabilidad
Y de la responsabilidad ofrecida, cuando es lograda
!Me regala más como si uno de Sus dones no bastara!
¡Ay de mi! Que con uno no basta

Calientase mi duro corazón sin excepción 
Cuando en ella mudo Lo encuentro
Y tiemblan mis manos cuando caen en la cuenta 
De que es don aquello que abrazo

¡Que sabios son sus caminos!
 Mi flor y yo jamás sabríamos
Cuánta falta nos haríamos

Si no fue suficiente el sostén del madero
Para entibiar mis entrañas quiso Él
Traer el llanto a mi vida 
De la mano de mi flor amada

Una mirada a mi flor desvela mi corazón
Y es que frágil debo ser para poder aprender
Que no hallaré jamás obstinación en el Amor
...

Lloran y lloren mis ojos cada vez
Ardan mis rodillas sin condición
Tiemble mi voz pidiendo perdón
Siempre que no comprenda o cuide yo a mi bastón y mi flor


Zaqueus de la Guerma

miércoles, 11 de julio de 2018

Locura Patagónica

Es muy probable que sólo un número bastante reducido de lectores de este blog pueda ponerle cara al personaje y a la situación que aquí se presentan.
Quienes estén familiarizados con lo relatado, lo entenderán fácilmente. Pero a quienes no lo están, por más que el mensaje de fondo sea comprensible, los invito a, cuando vuelvan a visitar la gran ciudad oriental, conocer al caballero que aquí se menciona, y a su azul y épico proyecto.

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Siete de la mañana. El despertador cumplía su función mientras los primeros rayos del día se filtraban por las ventanas. Los treinta jóvenes, con algo de esfuerzo, pero con ánimo alegre, se encaminaban tranquilos hacia la parroquia. No era un trecho largo, pero ayudaba a despertarse bien. En el templo los esperaba el cura con todo ya dispuesto para comenzar la adoración Eucarística, y así, arrancar el día.
¿Para qué habían viajado aquellos jóvenes a dos mil quilómetros de sus hogares? ¿qué es lo que había allí, en Puerto Santa Cruz, que los motivaba a recorrer tanta distancia? ¿o sería más propio preguntarse por lo que no había allí?
Dicen que una gran sequía espiritual se cierne sobre aquellos pagos. Sequía que es fruto de otra sequía que nuestro tiempo está padeciendo: la falta de vocaciones sacerdotales. Dicen que allí hay un cura cada tres parroquias, y que éstas no están a menos de cien kilómetros de distancia una de otra. Dicen que la gente casi se acostumbró a no tener Misa los domingos por la falta de trabajadores en las viñas del Señor. Dicen que allí, en el suelo sagrado donde por primera vez en nuestra Patria la Forma fue elevada, ya no hay pastores suficientes.
Pero dicen también que hubo en un tiempo un noble caballero, italiano y canoso, enamorado del suelo patagónico. Y que sin dudarlo ni un segundo, sin darle importancia a las dificultades y adversidades, sin darle importancia a la poca cantidad de apoyo, y sin problema de que la gente lo tildara de loco, idealista o fantasioso, emprendió, lo que hoy podríamos llamar, un viaje épico o una hazaña caballeresca. Este hombre, italiano y canoso, invirtió su tiempo y su vida en esta empresa. Empresa que consiste, en definitiva, en volver a la tierra. Dar a conocer a los argentinos nuestra querida Patagonia, tan olvidada y menospreciada. Empresa que busca transmitir los valores de la vida rural y la vida pueblerina. Con vistas siempre a un bien común mayor: el resurgir de la patria grande que forjaron nuestros próceres y caudillos. Dar a conocer a la Patagonia para poblarla y saber hacer uso de los recursos que nos ofrece. Poblar la Patagonia en los campos, en las estancias. Fortaleciendo la vida familiar, y viviendo las grandezas de la vida rural.
Pero aquel italiano canoso vio también que una hazaña así era una empresa eminentemente espiritual. Y así decidió organizar una misión apostólica, con todo lo que ello implica. Para eso convocó a aquellos jóvenes. Jóvenes contagiados de esta locura, que se sumaron a aquel viaje con el único fin de transmitir lo recibido, y de tener un encuentro en Cristo Jesús con las personas que se cruzaran en su camino. Un encuentro de amor. Un encuentro de Amor, ya que es fundado y animado por el Espíritu. Buscando siempre no caer en un mero encuentro humano, en simple ayuda social. Sino queriendo ir a lo profundo para poder llegar a la Verdad y la Belleza, y transmitirla, y no quedarse sólo en las periferias, como el mundo pretende.  
Es por eso que aquellos treinta jóvenes viajaron y viajarán al sur. Sabiendo que el mundo, con razón, los llamará locos (cosa que, por otra parte, un poco los enorgullece), ya que su empresa no busca ver ningún fruto. Es una empresa, en términos modernos, condenada al fracaso. Porque estos jóvenes, junto con el loco italiano y canoso, son perfectamente conscientes de que Dios pide que se luche, no que se gane.
Mr. James, el Oriental

miércoles, 4 de julio de 2018

Un viaje de ida (II)





En la superficie de esta embarcación, más específicamente, “a babor”, me topé con un ser alto y buen mozo de pelo ondulado.  Aquél estaba sentado sobre un barril vacío -ya se imaginan porqué- de madera, era portador de un chalequito de seda color “beige” combinado con unos rombos inclinados color rojo.


-¿Su nombre? –pregunté un tanto asustado.

-El Marqués de Godoy –respondió con voz segura.

-¿Y el suyo? –dije mientras mi mano señalaba a un hombre bigotudo frente a la mesa del Marqués.

-Yo soy Don Abubba, el starets del oriente –exclamó mientras re molineteaba su esbelto “mostacho”.

Decidí seguir unos pasos más adelante pues aquellos dos estaban teniendo una discusión sobre un tal “Abba Bach”, y no creo que quieran la opinión de ignorante en el tema. Así fue como encontré, sobre la misma cubierta del navío, a dos señores dueños de unas extrañas y caprichosas pipas de tabaco. Uno era robusto, de hombros anchos e imperiosa barba, usaba un traje y pulóver con corbata. El otro, un poco más petiso pero con un gran corazón, vestía unas botas color marrón que, según dicen, hicieron algunas travesuras en la Uropa. Estaban tan embriagados en un tema filosófico metafísico, que daban a relucir su particular “verborragia”, es por eso que decidí no preguntar sus nombres y seguir más adelante. A demás justo estaba buscando asiento junto a ellos otro sujeto, también portador de una gran pipa.

Meses más tarde, mientras contemplaba un atardecer en la costa Oeste de un país lejano, dueño de mares bravíos y misteriosas montañas, sobrevoló un pájaro azul sobre mí y susurró: “Emigrante Nostálgico, The Young Writer y Mr. James el Oriental”.

Casi llegando a la proa, empecé a oír ciertas risas y llantos. Invadido por la incertidumbre me propuse averiguar el origen de tales gemidos y carcajadas. Y allí estaban, cinco varones conversando sobre diversas cuestiones. Entusiasmado –como si me hubieran llamado para jugar un sexto- fui corriendo para conocer sus nombres.

-Disculpen la interrupción: ¿qui... quiénes son ustedes? –pregunté con voz entrecortada.

-¡Gallardos! –respondieron a una sola voz.

-Y ¿cuáles son sus nombres? –insistí.

Y tomando la palabra, el más sabio de ellos, dijo señalando a cada uno de esos individuos tan peculiares –Don Eutrapelio Cozzetti, Don Camilo di Benedetto, Don Ojota Fonsé, Don Virula de los Gamos. Y yo soy Don Hilario de Jesús.

Debo aclarar en este punto, que la presencia del señor DHJ era media transparente, como si fuera un espíritu. Vaya uno a saber porqué. Cuenta la leyenda que hace un tiempo atrás, él fue quien comenzó la navegación, pero un día, sin preludio, desapareció y nadie lo volvió a ver, pero su espíritu siempre volvía para perfumar los corazones de los gallardos.

Sigamos con lo nuestro, al ver que aquellos muchachos lloraban y reían, adelanté el paso. No vaya a ser que me contagiaran la locura que ellos llamaban “la alegría en el dolor”.

Llegué, finalmente, a la proa –para los lectores instruidos en otras cuestiones aclaro que la proa es la parte de adelante del barco- donde caí de rodillas, rendido, no se porqué. Frente a mí se alzaba sobre la punta de nuestro transporte, un niño con cabellos angelicalmente marrones –debe haber tenido unos 9 años- tallado con las manos mismas del amor sobre un espléndido roble oscuro. No supe bien qué pensar, ni qué decir. Confié en que la Providencia me lo explicaría en el momento oportuno.

Ya en “estribor” se situaban dos personajes abruptos que, fumando un “narguille”, se miraban fijamente a los ojos como si trataran de robar el alma a través de ellos. Cada uno en su cabeza tenía grabada una estrella turca, tan horrorosamente bella, que me quedé ciego por tres segundos. Y luego de haber recuperado la vista me les acerqué a una distancia de tiro de piedra.

-¿Por qué no se hablan? –pregunté.

-Porque el manchita me tilda de caponetxiano –respondió uno ruludito, un tanto enojado.

-¿Y cuál es el problema? –volví a interrogar medio desconcertado.

-Es que en realidad se dice” capponnettista”. Y no puedo permitir que yo, El Peregrino Libanés, sea mal llamado por Don Ábila de la Mancha. –dijo pasándole el artefacto turco para largar humo por la nariz al manchita.

Una vez, en un país cercano donde habían verdes prados ancestrales, contemplando el atardecer sobre los picos anaranjados de los álamos de aquella ciudad, pasó otra vez el pájaro azul y me susurró: “aquellos se estiman de verdad, en el fondo”

Siguiendo mi exploración me topé con tres poetas, dignos de admiración. Se encontraban mirando el horizonte, como si esperaran una noticia importante de un país lejano. Estaban tan quietos y tan místicos que no quise interrumpir su contemplar. Invadido por el misterio de saber sus nombres, vino el espíritu de Don Hilario de Jesús y me comentó que ellos eran “Zaqueus de la Guerma, Jimmy el Cazador y El Bagual”, tres bohemios de los palacios de la ciudad chacrense, envidiada  por su antigüedad y hermosura.

Después de contemplar junto a aquellos poetas el horizonte, me crucé con tres misteriosos personajes. A primera vista uno diría que eran flemáticos, otros dirían que eran místicos. Más yo, en mi ignorancia, paré la oreja e intenté escuchar un poco de su conversación. Ellos se encontraban en una mesa redondita por la parte central de la embarcación.

-¡Patrañas! -jadeó el flemático- no puedes acusarme tan descaradamente. Eso no es justo, Don José del Alba.

-Y ¿Qué es la justicia, Don Rionnes?- interrogó el más sensible de ellos.

-Dicen que es dar a cada uno lo suyo- Sentenció el primero.

-¡Pues, en ese caso, devuélveme mi pipa!- espetó el tercero.

-Tienes razón, Don Bernardo, aquí tienes- dijo flemáticamente Don Rionnes.

No pude seguir escuchando su conversación porque justo antes de que siguieran hablando, escuché un estrepitoso golpe tras de mí. Azorado, giré mi tronco junto con mi encéfalo y vi a dos muchachones empujándose el uno al otro. Se empujaban para ver quién se sentaba en la silla más alta. Una vez que terminaron, se sentaron y sacaron sus cigarros y empezaron conversar de épocas antiguas, de guerras de antaño, de soldados viejos y valerosos, de esos que uno no encuentra fácilmente. A demás contaban, entre risas y llantos, anécdotas pasadas. Y así pasaban el tiempo. Eran felices según los delataban sus rostros.

Me acerqué y les pregunté sus nombres. Antes de que me respondieran me ofrecieron un cigarro, eran muy generosos.

-Don Alcándora Tuk –dijo el más flaquito- y a veces suelo imitar personajes y es en ese momento donde mi nombre cambia.

-El Maleante –respondió y rió estrepitosamente el otro- arrepentido.

Y en ese instante empezó a citarme autores cuya existencia yo no conocía. Hubo un momento que me citó un tal “en la Constitución”. Eran palabras muy raras así que decidí alejarme, eran muy cultos. En ese momento regresé al camarote.

Como bien dije, desperté en un lugar que nunca imaginé. ¿Dónde se encontraba mi familia?¿mi trabajo?¿mis actividades?¿mis responsabilidades? Fueron preguntas que torturaron mi “psique” durante dos horas largas y penosas. Tomé un papel que reposaba sobre el escritorio del camarote con mi mano menos hábil y con la otra empuñé con agresividad una pluma de cóndor cuyano. Entre garabatos y rayones empecé a idear planes utópicos y flepísticos para poder escabullirme y escapar de aquella embarcación sin que los “gallardos” se dieran cuenta -de todos modos, creo que ninguno se había dado cuenta de mi presencia-

-TOC TOC –se escuchó un golpe seco en la puerta de la habitación.

Dando media vuelta, me dirigí a abrir. Era don Eutraprelio Cozzetti, alto y narigón con el pelo con honditas y una boina moderna que hacía que se le formaran remolinos en la parte de atrás del cerebelo.

-¡Necesitamos de su presencia Don Calixto! ¿O acaso pensó que no habíamos captado su presencia? Es de suma importancia su presencia en el banquete de esta velada nocturna! –dijo el naripa mostrando una sonrisa picaresca, como tratando de convencerme de alguna maldad.

No sé cómo sabía mi nombre ni tampoco porqué repitió tantas veces la palabra “presencia” en tan pocos segundos. Una de dos: o escuchó dentro de mis pensamientos y quería hacerme sentir grato o no es un buen orador. De todos modos me distrajo y me convenció de ir al banquete.

Se escuchaban los ruidos de vasos de madera chocar unos con otros, como peleándose para ver a quién le vierten la cerveza primero. Se escuchaba el chirrear de la cocina. En el ambiente viajaba una línea finita y aromática de alegría que era suficiente para endulzar a tantos corazones de piedra. Todo era risas y golpes en la espalda de unos con otros, gordos y flacos, altos y bajos, barbudos y lampiños. Algo en especial me llamó la atención, estaban todos sobrios, es raro que en un barco los tripulantes estén sobrios. Y en eso aparece Don Ojota Fonsé, el negrito, y me dice:

–Acá nos divertimos sin caer en los excesos. Hay que saber controlarse, darle la espalda al pecado y mirar hacia la virtud.

¡Que manera tan poética de decir que no hay que embriagarse! Sin embargo, cuando miré sus labios noté que empezaban a tornarse un tinte morados y le pedí un poco de su bebida celestial.

Años más tarde, frente a la chimenea de mi hogar, mientras me calentaba los pies y a su vez calentaba mi garganta con una pipa europea, entró por la chimenea el pájaro azul –medio chamuscado- y susurró: “es un tipo noble el negrito”

Ya estaba todo listo, Melany no iba a aparecer, la gran mesa de madera de cedro colorado estaba magistralmente adornada con candelabros de bronces y platillos sin iguales. Todo era maravilloso, dentro mío galopaba una fuerza misteriosa que me inflaba el pecho. No quería irme de ese lugar del cuál quería irme hace unos instantes atrás. Claro, pero mis preguntas seguían sin ser respuestas.

Y en eso, se escuchó un sonido estrepitoso, de la ventana sur del salón había caído un bulto azul y formidable.

Melanchólicus L. Redemptus!- vociferó Don Camilo- pensé que nunca llegaría, siéntese, tome una copa de nuestro ancestral vino y acompáñenos.

-¡Bienvenido!- chillaron todos a la vez.

Sin entender qué sucedía y sin recibir explicaciones di un golpe en seco en la mesa y un profundo silencio se hizo presente.

-¿Dónde estoy?¿Hacia dónde nos dirigimos?- pregunté con voz fuerte.

Nadie respondió. Solo se escuchaba de fondo el chirrear de la carne. Todos aquellos sujetos me miraban asombrados, nunca antes se habían planteado esa pregunta. Sólo se dedicaban a disfrutar de lo Bueno, Bello y Verdadero- o eso intentaban- Todos empezaron a fruncir el ceño tratando de resolver aquella interrogación.

De pronto, el niño de madera que se encontraba en la parte delantera del barco, salió de su sitio- vale aclarar que seguía estando bellamente tallado- y se acercó a la mesa sentado en una nubecilla de algodón. Mirándonos fijamente a todos exclamó:

-Nuestro destino, gallardos, es la santidad.


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Don Calixto Medina