En la
superficie de esta embarcación, más específicamente, “a babor”, me topé con un
ser alto y buen mozo de pelo ondulado. Aquél estaba sentado sobre un
barril vacío -ya se imaginan porqué- de madera, era portador de un chalequito
de seda color “beige” combinado
con unos rombos inclinados color rojo.
-¿Su nombre? –pregunté un tanto asustado.
-El Marqués de Godoy –respondió con voz
segura.
-¿Y el suyo?
–dije mientras mi mano señalaba a un hombre bigotudo frente a la mesa del Marqués.
-Yo soy Don Abubba, el starets del oriente
–exclamó mientras re molineteaba su esbelto “mostacho”.
Decidí seguir
unos pasos más adelante pues aquellos dos estaban teniendo una discusión sobre
un tal “Abba Bach”, y no creo que quieran la opinión de ignorante en el tema.
Así fue como encontré, sobre la misma cubierta del navío, a dos señores dueños
de unas extrañas y caprichosas pipas de tabaco. Uno era robusto, de hombros anchos
e imperiosa barba, usaba un traje y pulóver con corbata. El otro, un poco más
petiso pero con un gran corazón, vestía unas botas color marrón que, según
dicen, hicieron algunas travesuras en la Uropa. Estaban tan embriagados en un
tema filosófico metafísico, que daban a relucir su particular “verborragia”, es
por eso que decidí no preguntar sus nombres y seguir más adelante. A demás
justo estaba buscando asiento junto a ellos otro sujeto, también portador de una gran pipa.
Meses más tarde,
mientras contemplaba un atardecer en la costa Oeste de un país lejano, dueño de
mares bravíos y misteriosas montañas, sobrevoló un pájaro azul sobre mí y
susurró: “Emigrante Nostálgico, The Young
Writer y Mr. James el Oriental”.
Casi llegando a
la proa, empecé a oír ciertas risas y llantos. Invadido por la incertidumbre me
propuse averiguar el origen de tales gemidos y carcajadas. Y allí estaban,
cinco varones conversando sobre diversas cuestiones. Entusiasmado –como si me
hubieran llamado para jugar un sexto- fui corriendo para conocer sus nombres.
-Disculpen la
interrupción: ¿qui... quiénes son ustedes? –pregunté con voz entrecortada.
-¡Gallardos!
–respondieron a una sola voz.
-Y ¿cuáles son
sus nombres? –insistí.
Y tomando la
palabra, el más sabio de ellos, dijo señalando a cada uno de esos individuos
tan peculiares –Don Eutrapelio Cozzetti,
Don Camilo di Benedetto, Don Ojota Fonsé, Don Virula de los Gamos. Y yo soy
Don Hilario de Jesús.
Debo aclarar en
este punto, que la presencia del señor DHJ era media transparente, como si
fuera un espíritu. Vaya uno a saber porqué. Cuenta la leyenda que hace un
tiempo atrás, él fue quien comenzó la navegación, pero un día, sin preludio,
desapareció y nadie lo volvió a ver, pero su espíritu siempre volvía para
perfumar los corazones de los gallardos.
Sigamos con lo
nuestro, al ver que aquellos muchachos lloraban y reían, adelanté el paso. No
vaya a ser que me contagiaran la locura que ellos llamaban “la alegría en el
dolor”.
Llegué,
finalmente, a la proa –para los lectores instruidos en otras cuestiones aclaro
que la proa es la parte de adelante del barco- donde caí de rodillas, rendido,
no se porqué. Frente a mí se alzaba sobre la punta de nuestro transporte, un
niño con cabellos angelicalmente marrones –debe haber tenido unos 9 años-
tallado con las manos mismas del amor sobre un espléndido roble oscuro. No supe
bien qué pensar, ni qué decir. Confié en que la Providencia me lo explicaría en
el momento oportuno.
Ya en “estribor”
se situaban dos personajes abruptos que, fumando un “narguille”, se miraban
fijamente a los ojos como si trataran de robar el alma a través de ellos. Cada
uno en su cabeza tenía grabada una estrella turca, tan horrorosamente bella,
que me quedé ciego por tres segundos. Y luego de haber recuperado la vista me
les acerqué a una distancia de tiro de piedra.
-¿Por qué no se
hablan? –pregunté.
-Porque el
manchita me tilda de caponetxiano –respondió uno ruludito, un tanto enojado.
-¿Y cuál es el
problema? –volví a interrogar medio desconcertado.
-Es que en
realidad se dice” capponnettista”. Y no puedo permitir que yo, El Peregrino Libanés, sea mal llamado
por Don Ábila de la Mancha. –dijo
pasándole el artefacto turco para largar humo por la nariz al manchita.
Una vez, en un
país cercano donde habían verdes prados ancestrales, contemplando el atardecer
sobre los picos anaranjados de los álamos de aquella ciudad, pasó otra vez el
pájaro azul y me susurró: “aquellos se
estiman de verdad, en el fondo”
Siguiendo mi exploración
me topé con tres poetas, dignos de admiración. Se encontraban mirando el
horizonte, como si esperaran una noticia importante de un país lejano. Estaban
tan quietos y tan místicos que no quise interrumpir su contemplar. Invadido por
el misterio de saber sus nombres, vino el espíritu de Don Hilario de Jesús y me
comentó que ellos eran “Zaqueus de la Guerma,
Jimmy el Cazador y El Bagual”, tres bohemios de los palacios de la ciudad
chacrense, envidiada por su antigüedad y
hermosura.
Después de contemplar
junto a aquellos poetas el horizonte, me crucé con tres misteriosos personajes.
A primera vista uno diría que eran flemáticos, otros dirían que eran místicos. Más
yo, en mi ignorancia, paré la oreja e intenté escuchar un poco de su
conversación. Ellos se encontraban en una mesa redondita por la parte central
de la embarcación.
-¡Patrañas! -jadeó
el flemático- no puedes acusarme tan descaradamente. Eso no es justo, Don José del Alba.
-Y ¿Qué es la
justicia, Don Rionnes?- interrogó el
más sensible de ellos.
-Dicen que es dar
a cada uno lo suyo- Sentenció el primero.
-¡Pues, en ese
caso, devuélveme mi pipa!- espetó el tercero.
-Tienes razón, Don Bernardo, aquí tienes- dijo
flemáticamente Don Rionnes.
No pude seguir
escuchando su conversación porque justo antes de que siguieran hablando,
escuché un estrepitoso golpe tras de mí. Azorado, giré mi tronco junto con mi
encéfalo y vi a dos muchachones empujándose el uno al otro. Se empujaban para
ver quién se sentaba en la silla más alta. Una vez que terminaron, se sentaron
y sacaron sus cigarros y empezaron conversar de épocas antiguas, de guerras de
antaño, de soldados viejos y valerosos, de esos que uno no encuentra
fácilmente. A demás contaban, entre risas y llantos, anécdotas pasadas. Y así
pasaban el tiempo. Eran felices según los delataban sus rostros.
Me acerqué y les
pregunté sus nombres. Antes de que me respondieran me ofrecieron un cigarro,
eran muy generosos.
-Don Alcándora Tuk –dijo el más flaquito-
y a veces suelo imitar personajes y es en ese momento donde mi nombre cambia.
-El Maleante –respondió y rió
estrepitosamente el otro- arrepentido.
Y en ese
instante empezó a citarme autores cuya existencia yo no conocía. Hubo un
momento que me citó un tal “en la Constitución”. Eran palabras muy raras así
que decidí alejarme, eran muy cultos. En ese momento regresé al camarote.
Como bien dije,
desperté en un lugar que nunca imaginé. ¿Dónde se encontraba mi familia?¿mi
trabajo?¿mis actividades?¿mis responsabilidades? Fueron preguntas que
torturaron mi “psique” durante dos horas largas y penosas. Tomé un papel que
reposaba sobre el escritorio del camarote con mi mano menos hábil y con la otra
empuñé con agresividad una pluma de cóndor cuyano. Entre garabatos y rayones empecé
a idear planes utópicos y flepísticos para poder escabullirme y escapar de
aquella embarcación sin que los “gallardos” se dieran cuenta -de todos modos,
creo que ninguno se había dado cuenta de mi presencia-
-TOC TOC –se escuchó un golpe seco en la puerta
de la habitación.
Dando media
vuelta, me dirigí a abrir. Era don Eutraprelio Cozzetti, alto y narigón con el
pelo con honditas y una boina moderna que hacía que se le formaran remolinos en
la parte de atrás del cerebelo.
-¡Necesitamos de
su presencia Don Calixto! ¿O acaso
pensó que no habíamos captado su presencia? Es de suma importancia su presencia
en el banquete de esta velada nocturna! –dijo el naripa mostrando una sonrisa
picaresca, como tratando de convencerme de alguna maldad.
No sé cómo sabía
mi nombre ni tampoco porqué repitió tantas veces la palabra “presencia” en tan
pocos segundos. Una de dos: o escuchó dentro de mis pensamientos y quería
hacerme sentir grato o no es un buen orador. De todos modos me distrajo y me
convenció de ir al banquete.
Se escuchaban
los ruidos de vasos de madera chocar unos con otros, como peleándose para ver a
quién le vierten la cerveza primero. Se escuchaba el chirrear de la cocina. En
el ambiente viajaba una línea finita y aromática de alegría que era suficiente
para endulzar a tantos corazones de piedra. Todo era risas y golpes en la
espalda de unos con otros, gordos y flacos, altos y bajos, barbudos y lampiños.
Algo en especial me llamó la atención, estaban todos sobrios, es raro que en un
barco los tripulantes estén sobrios. Y en eso aparece Don Ojota Fonsé, el
negrito, y me dice:
–Acá nos
divertimos sin caer en los excesos. Hay que saber controlarse, darle la espalda
al pecado y mirar hacia la virtud.
¡Que manera tan
poética de decir que no hay que embriagarse! Sin embargo, cuando miré sus
labios noté que empezaban a tornarse un tinte morados y le pedí un poco de su
bebida celestial.
Años más tarde,
frente a la chimenea de mi hogar, mientras me calentaba los pies y a su vez
calentaba mi garganta con una pipa europea, entró por la chimenea el pájaro
azul –medio chamuscado- y susurró: “es un
tipo noble el negrito”
Ya estaba todo
listo, Melany no iba a aparecer, la gran mesa de madera de cedro colorado
estaba magistralmente adornada con candelabros de bronces y platillos sin
iguales. Todo era maravilloso, dentro mío galopaba una fuerza misteriosa que me
inflaba el pecho. No quería irme de ese lugar del cuál quería irme hace unos
instantes atrás. Claro, pero mis preguntas seguían sin ser respuestas.
Y en eso, se
escuchó un sonido estrepitoso, de la ventana sur del salón había caído un bulto
azul y formidable.
-¡Melanchólicus L. Redemptus!- vociferó
Don Camilo- pensé que nunca llegaría, siéntese, tome una copa de nuestro
ancestral vino y acompáñenos.
-¡Bienvenido!-
chillaron todos a la vez.
Sin entender qué
sucedía y sin recibir explicaciones di un golpe en seco en la mesa y un
profundo silencio se hizo presente.
-¿Dónde estoy?¿Hacia
dónde nos dirigimos?- pregunté con voz fuerte.
Nadie respondió.
Solo se escuchaba de fondo el chirrear de la carne. Todos aquellos sujetos me
miraban asombrados, nunca antes se habían planteado esa pregunta. Sólo se
dedicaban a disfrutar de lo Bueno, Bello y Verdadero- o eso intentaban- Todos
empezaron a fruncir el ceño tratando de resolver aquella interrogación.
De pronto, el
niño de madera que se encontraba en la parte delantera del barco, salió de su
sitio- vale aclarar que seguía estando bellamente tallado- y se acercó a la
mesa sentado en una nubecilla de algodón. Mirándonos fijamente a todos exclamó:
-Nuestro
destino, gallardos, es la santidad.
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Don Calixto Medina