Al llegar donde los discípulos, vio a mucha gente que les
rodeaba y a unos escribas que discutían con ellos. Toda la gente, al verle,
quedó sorprendida y corrieron a saludarle. El les preguntó: «¿De qué
discutís con ellos?» Uno de entre la gente le respondió: «Maestro, te he
traído a mi hijo que tiene un espíritu mudo y, dondequiera que se apodera de
él, le derriba, le hace echar espurnarajos, rechinar de dientes y le deja
rígido. He dicho a tus discípulos que lo expulsaran, pero no han podido.» El
les responde: «¡Oh generación incrédula! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros?
¿Hasta cuándo habré de soportaros? ¡Traédmelo!» Y se lo trajeron. Apenas el
espíritu vio a Jesús, agitó violentamente al muchacho y, cayendo en tierra, se
revolcaba echando espumarajos. Entonces él preguntó a su padre: «¿Cuánto
tiempo hace que le viene sucediendo esto?» Le dijo: «Desde niño. Y muchas
veces le ha arrojado al fuego y al agua para acabar con él; pero, si algo
puedes, ayúdanos, compadécete de nosotros.» Jesús le dijo: «¡Qué es eso de
si puedes! ¡Todo es posible para quien cree!» Al instante, gritó el padre
del muchacho: «¡Creo, ayuda a mi poca fe!» Viendo Jesús que se agolpaba la
gente, increpó al espíritu inmundo, diciéndole: «Espíritu sordo y mudo, yo te
lo mando: sal de él y no entres más en él.» Y el espíritu salió dando gritos
y agitándole con violencia. El muchacho quedó como muerto, hasta el punto de
que muchos decían que había muerto. Pero Jesús, tomándole de la mano, le
levantó y él se puso en pie. Cuando Jesús entró en casa, le preguntaban en
privado sus discípulos: «¿Por qué nosotros no pudimos expulsarle?» Les dijo:
«Esta clase con nada puede ser arrojada sino con la oración»
[Mc 9, 14-29]
“Este es el misterio de la fe”. La Iglesia lo profesa en el
Símbolo de los Apóstoles (primera parte) y lo celebra en la Liturgia
sacramental (segunda parte), para que la vida de los fieles se conforme
con Cristo en el Espíritu Santo para gloria de Dios Padre (tercera parte).
Por tanto, este misterio exige que los fieles crean en él, lo celebren y vivan
de él en una relación viviente y personal con Dios vivo y verdadero. Esta
relación es la oración."
[Catecismo de la Iglesia Católica, 4ta parte, 1ra sección.]
Rumiando el Evangelio de hoy (Mc 9, 14-29) es que se me presentó a la consideración la vinculación que existe entre oración y fe. Vinculación que por cierto muy a menudo desatendemos, desgraciadamente. Ésta tiene su importancia crucial en nuestra vida cristiana y, por eso mismo, se me ocurren estos pensamientos que iré destilando desordenadamente.
Primero está el texto evangélico de este día en toda su belleza y su fuerza transformadora. Texto largo con sus preguntas que interpelan a la generación de hoy como la de ayer, con sus cuestionamientos frontales hacia nuestra persona, con sus gritos auténticos desde lo profundo, con las maravillas inagotables de Jesús. De entrada nomás contemplamos, entre tantas cosas sorprendentes y hermosas, cómo la gente se asombra ante el Nazareno apenas lo ve y acude hacia Él corriendo. ¡Cómo no nos pasa lo mismo en nuestras existencias al percibir la Presencia del Amado en nuestras almas, y sumergirnos rápidamente hacia Su encuentro en el más profundo centro! Luego de ponernos el Evangelista en clima, dispara el Maestro la primera pregunta: "¿Sobre qué estaban discutiendo?" Siempre el Señor nos sorprende en discusión permanente. (¿Acaso no sucede esto mismo todo el tiempo en la oración del Nombre? Discutimos internamente con nuestras mil solicitaciones vanas mientras el Nombre de Jesús aparece en nuestros labios y en nuestras mentes de tanto en tanto para frenar la bulla vocinglera, para apaciguar tanta discusión con personas de carne y hueso que no están presentes, y así dejar por un rato la venenosa murmuración). Después viene el reto divino con su tronador: "¡Oh generación incrédula!..." La de hoy, sí, la nuestra del siglo XXI que va perdiendo la fe vertiginosamente. ¿Hasta cuándo estará el Señor con nosotros soportándonos? Dijo hasta el fin del mundo... hasta el confín de mi mundo donde todavía queda algo de fe genuina. Y el llamado de atención colectivo se hace individual, y ahí es cuando me estremezco pues hacia mí se dirige aquella Voz poderosa: ¡Oh, joven incrédulo, hasta cuándo habré de soportarte! Después tenemos al causante de tanto lío y alboroto: el demonio sordomudo del muchacho que viene desde la infancia acechándolo. Ese demonio bien podría ser el demonio de la incredulidad -que Cristo nos reprocha- que llevamos dentro, o el demonio de la acedia que no le interesa la Divinidad ni siquiera la santa Humanidad de Jesucristo. Ese demonio que no nos deja oír la Palabra de Dios y, por lo mismo, no nos es posible anunciarla a voz en cuello, celebrarla con brío y vivirla en carne propia. Es el demonio que ataca arteramente las cuatro leyes del orar, del creer, del celebrar y del vivir cristianos. De ahí que pidamos, con el padre de dicho muchacho endemoniado, socorro y piedad. No obstante, somos todavía muy tímidos y torpes, y por ello nuestra fe como nuestra oración carece de profundidad y de claridad. Puesto que al mismo Dueño de lo Imposible, al Todopoderoso, le decimos ingenuamente: "si puedes..." Y nuevamente el Maestro vuelve a levantar la voz para decirnos: "¡Qué es eso de si puedes! ¡Todo es posible para el que cree!" Así brota auténticamente nuestro grito entrañable "CREO". Brota luego de una experiencia de bruta miseria; de saber que nuestra vida espiritual es ruidosa, inmadura e inauténtica; de caer en la cuenta que el peor demonio que llevamos dentro es el de la falta de fe y confianza en el Dominus, en el Conditor, en el Rabunní. Tan raigal ha de ser esta vivencia que ha de dejarnos humildes, simples, sencillos. Abandonados en Él. Como el padre del muchacho que luego de su honda confesión de fe pide una sincera ayuda por ser tan débil para creer las palabras del Maestro, para creerle a Él mismo. Esta base es necesaria para que las cuatro leyes susodichas hagan pie. Entonces irrumpe la Magia: entra en Acción el Señor ordenando al demonio que llevamos desde la niñez que se aleje de nosotros y no vuelva más. El Cristo-Médico nos cura con su Palabra-Fármaco, según una bella imagen de los Padres. (Hay más, Él mismo es nuestro Fármaco que recibimos en la Eucaristía). Y una vez liberados de semejante enfermedad o posesión diabólica, emerge la última pregunta, ahora de los discípulos: "¿Por qué nosotros no pudimos expulsarlo?" ¿Por qué no podemos sacarnos este incrédulo que llevamos dentro de una buena vez? La respuesta conclusiva que da Jesús es: "Esta clase de demonios se expulsa sólo con la ORACION." Mientras la oración aumenta, la fe crece, y el feroz incrédulo/escéptico que todos cargamos irá desapareciendo hasta ser expulsado para siempre del corazón. Y viceversa, mayor fe/fidelidad a Dios, más fuerte y más pura será nuestra plegaria. Y ambas, fe y plegaria, se nutren del ánima humilde, franca, pura. Así las cosas, el que reza asiduamente, cree intensamente, y, entonces, el alma se va enamorando de más en más en el Amado al que se trata y se cree. Deviene el Amor, la historia de amor entre Dios y el hombre. ¿No decía San Juan de la Cruz que "el alma enamorada es alma blanda, mansa, humilde y paciente"? Todo nuestro combate radica en esta falta de Fe, falta de Caridad, falta de Esperanza.
Hasta ahí, mas o menos, lo que meditaba al principio con el Evangelio de Marcos. Sin embargo, me dejé llevar por las Musas religiosas o mi Ángel custodio, y terminé en el Catecismo de la Iglesia Católica (CIC) -aquel que fuera dirigido por el entonces brillante Joseph Ratzinguer. Vale agregar que este libro fundamental del católico actual es una verdadera obra maestra a la cual no hay que desestimar ni subestimar ni lastimar-. Acudí al CIC porque me acordé que allí se desarrollaba genialmente esa verdad elemental, tradicional -que ya dije lo olvidada que se la tiene en la actualidad, pese al mismísimo Catecismo "para el tercer milenio"- sobre la relación lex orandi-lex credendi: "la ley de la oración es la ley de la fe". Este adagio antiguo indica que la Iglesia cree como ora. Pero, si bien este dicho es más conocido, esto no empaña las otras dos realidades vitales de la Iglesia: la que celebra -lex celebrandi- y la que vive/obra/actúa -lex vivendi/operandi/agendi-. Ésta interconexión esencial es una de las ricas cualidades que constituyen el CIC. Entonces, pensando estas leyes y pescando algunas frases sueltas del CIC, fue que me iba conmoviendo ante la verdad grande como un piano, sabrosa como el pan caliente y útil como el agua clara que hay en la mentada interconexión. Veamos algunas consideraciones sin demasiada precisión y con floja prolijidad...
La oración se forma -o se deforma- en la Liturgia. Los textos litúrgicos son garantía de una oración auténtica, profundamente católica, de calidad probada. La oración, por los mismos textos litúrgicos -tan sabios-, se va haciendo cada vez más interior y eclesial, lo que viene a significar esto último que, básicamente, destruye el subjetivismo siempre al acecho de nuestra plegaria. Yo no rezo, reza la Iglesia toda; como yo no creo ni celebro, sino que es toda la Iglesia la que cree y celebra. De ahí la tragedia y el pecado grave de modificar los ritos de la Liturgia que aseguran la fe verdadera porque resguardan la piedad robusta del creyente; o, al revés, que cuidan la oración pura del fiel porque el Credo se mantiene intacto, íntegro e invicto en su prístina expresión. La fe de la Iglesia es anterior a la fe de cada uno ("No mires nuestros pecados sino la fe de tu Iglesia"). Yo no invento la fe; la recibo desde los Apóstoles hasta ahora. Como recibo la Liturgia. Así la Sagrada Tradición articula y mantiene sólidamente la norma universal y perenne del creer, del orar y del celebrar. Por eso no celebro como me pinta, como no rezo como me pinta ni creo el Credo que me pinta. También es cierto -tan cierto- que si modifico alguna de estas tres patas son las mismas tres las que serán perjudicadas. Su estrechez es insobornable; directísima su influencia. Si voy a una misa, no digo payasesca en atención a los lectores de esta bitácora, si no apenas alterada, ya lentamente comienza a alterarse -por no decir contaminarse- mi vida de fe y mi vida de oración. Ciertamente que la Liturgia juega un papel primario en esta relación, pues como decíamos al principio de este párrafo es la Liturgia lo que forma la oración. Aunque de todos modos el error puede provenir por cualquier vía, ora que comienzo a rezar mal, ora que comienzo a creer mal. Con todo, el primer error más a la mano que nos puede rodear en esta circulación bendita proviene de la cuarta pata que no hemos venido mencionado: la vida misma, nuestras obras. Siendo cristiano vivo como un pagano; ergo, buscaré una misa mundana, acomodaré mi fe "a la carta" y mi oración será lánguida ("Cuando ustedes oren, no hagan como los paganos...") En cambio, siguiendo este dinamismo interesante, una misa cuidada, cuida mi fe, mi plegaria y mi propia vida de creyente. Luego de una Liturgia bella y correcta, sigo rezando con un corazón lleno de fe, y es este clima el que me permitirá vivir como un cristiano cabal, hasta volver nuevamente al ámbito litúrgico donde sé que me encuentro con la Santa Trinidad. Esto, desde ya, no quita que seguiré siendo un pecador y un pobre miserable. Pero si prestamos mucha atención a este dinamismo precioso y medular, nos preocupamos por pensarlo y por ponerlo en ejercicio, le iremos cerrando más puertas al pecado en nuestra vida. Al pecado que se respira en el mundo hodierno como a nuestros innumerables pecados de cada día. Habituarnos a esto puede ser un remedio a nuestros males, un camino genuino para vivir en la santa libertad de los hijos de Dios y de la Madre Iglesia. Para vivir en la verdad y en el amor, ya que precisamente por descuidar esta influencia y retro-alimentación de estas cuatro necesidades del ser cristiano es que vivimos en la mentira y en el desamor. Estas cuatro realidades han de llevarnos a un Cristo real, existencial, que puedo ver, tocar, escuchar, gustar y oler. Estas cuatro leyes sirven y apuntan a la contemplación, y la contemplación es el fin de la vida cristiana: contemplar a Dios cara a cara eternamente. En la vera contemplación se caen nuestras máscaras, y se vuelve el corazón hacia el Señor (¡Sursum corda!). Entonces, tan sólo entonces, se hace realidad el Cantar de los Cantares en nuestro cristianismo... que deja de ser simplemente un Decálogo, un Credo o los siete Sacramentos, sino una Persona: Jesucristo, Uno de la Trinidad.
De más está decir que hay mucha tela para cortar con estos cuatro "lex". Esta entrada es sólo una aproximación a los mismos, y no hubiese sido posible, además, si el Espíritu no hubiera inspirado estos pensamientos. Por ello mismo hay que pedir luces al Paráclito para que, en este punto, nos enseñe a PENSAR LA FE. Es lo que más nos urge en esta vida pasajera; muchísimo más que pensar de qué voy a trabajar en el futuro, qué voy a estudiar o con cuál mujer me voy a casar, por caso. Ya lo decía el Señor 2.000 años atrás: "Busquen primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura" (Mt 6, 33). Y para concluir, no hay que olvidar que todo este dinamismo empieza -luego de meditar en estas cosas caras a nuestro cristianismo- con la confesión y el reconocimiento veraz de nuestra miseria, gritando misericordia, llorando nuestros pecados, para que de este modo Dios haga proezas con nuestra fe, nuestra oración y nuestra vida entera.
Hilario.