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-Se trata de
Cristo Jesús -me dijo Gilberto, con voz rendida-. ¡Eso es todo!
-¿Y quién es ese
tal Cristo para que yo crea en Él? -le pregunté. (Más tarde me enteraría que
esta misma pregunta se la había hecho un ciego
de nacimiento al hombre llamado Cristo Jesús que aún no conocía.)
Me responde mi
amigo gordo con sus enormes ojos marrones bien abiertos:
-El amor te
indicará el camino-. Y allí concluyó la conversación, pero comenzó la búsqueda…
*
Todavía recuerdo
aquella memorable experiencia -experiencia que aún continúa- con vivísima
impresión. Fue la aurora de una mañana que me dio el secreto de un amor
desconocido. Nacía en mi corazón un impulso, una inquietud, una ignorada sed. Me
sentía atraído poderosamente por ese mágico Nombre que mi amigo mencionaba con
tanto afecto, como si se tratase de su amada esposa, o de su adorable madre, o
de algún entrañable amigo. Sí, cada vez que nombraba ese Nombre las pupilas se
le iluminaban y los hoyuelos de sus mejillas manifestaban un gozo misterioso;
completamente misterioso y arcano para mí. Me dolía no tener parte en ese gozo
profundo. Qué tenía ese Nombre que le hacía sonreír de esa manera, casi
lunática. Qué significaba ese Nombre para que lo pronunciase con tanto
sentimiento y con infante emoción. Algo me explicaba Gilberto sobre Aquel a
quien invocaba o evocaba con fuerte nostalgia pero yo no comprendía, no me
explicaba el porqué de tanta dulzura, de tanta ternura por Ese nombrado.
Por eso, un
buen día mi amigo estalló y me dijo firmemente que si yo no conocía a ese
Hombre nunca podría comprenderlo cabalmente a él. Éramos amigos, amigos de
verdad. Sin embargo, nuestra amistad pendía de un hilo pues ya nos habíamos
hecho grandes y la relación tenía que dar un salto para ser profunda y
definirse… o bien perderse lentamente hasta morir de la misma manera que la
historia de la semilla que creció y con el tiempo fue sofocada entre abrojos y
espinos. La muerte era inminente -y yo en ese momento no sospechaba en modo
alguno que también la resurrección de la amistad lo era…
A mi amigo
Gilberto yo lo quería de corazón, y aunque me costase reconocerlo, cada vez nos
alejábamos más existencialmente. Él vivía una vida oculta de la cual yo no era
siquiera capaz de vislumbrar. Por esta razón aumentaban las incomprensiones y
las agresiones en nuestra relación. Claro, decididamente las cosas habían
cambiado y ya el trato no era amistoso como lo era en la infancia donde primaba
la sencillez y el júbilo, o como lo era en la adolescencia donde reinaba la compinchería
y la deliciosa rebeldía. A partir de los 15 años, si mal no recuerdo, ya empezábamos
a plantearnos temas serios y a cuestionarnos un montón de cosas. La diferencia
entre Gilberto y yo era que él no se conformaba fácilmente de las respuestas
provisorias que le daban; en cambio yo, debo confesar de que tales temas me
aburrían y no me interesaba indagar más sobre los mismos. Así fue que un
curioso día él se replanteó completamente la fe de sus padres y se dio cuenta,
vertiginosamente, que no conocía al Cristo de su fe. Así, pues, inició todo un
itinerario que a mí jamás me interesó conocer. Con todo, los años pasaban, y yo a él lo veía cada día más distinto, más
profundo y hasta más serio.
Por todas
estas cosas -y más cosas- no me extrañó que él pegara el grito en el cielo, como quien dice, con
respecto a mi indiferencia total ante su creencia. Yo me decía a mí mismo que
lo respetaba si él creía en ese Jesús y lo amaba locamente, como decía que
lo hacía. Pero la verdad era muy otra: no soportaba el hecho de que él
estuviese tan obsesionado con esa Persona llamada Jesús y que a la menor
oportunidad lo sacara a la luz en las conversaciones que teníamos. Y esto último
no lo hacía sólo conmigo sino también con otros amigos presentes. Hasta en
frente de mi familia y de mi novia lo hacía, y eso me encolerizaba. Pero yo por pura convención
mundana me hacía el respetuoso y el abierto con Gilberto, como podía hacerlo
con otros amigos ateos y judíos que tenía. Mas, ¡ay!, la realidad se hacía cada
más intolerable; la amistad, casi impracticable.
Empero, yo a
Gilberto lo conocía desde toda la vida y secretamente lo prefería a todos mis
otros amigos. ¿Qué diablos tenía Gilberto que los otros no tenían y que me
atraía poderosamente? Él siempre me trató bien, y si se equivocaba conmigo me
pedía perdón sinceramente y con rapidez. ¡Cómo sufría yo, sin que él se
enterase jamás, que no pudiera aceptarlo cordialmente como era! ¡Tan solo si
ese Jesús no se hubiera metido en nuestras vidas seríamos grandes amigos y las
cosas marcharían de pipas! Pero ¡qué importuno ese Jesús, qué metiche y qué
asesino de francas amistades! Temía, sí, siempre temí que ese Ser invisible,
lejanísimo, malograra la amistad que con Gilberto traíamos desde la dorada
niñez. Ahora bien, la veracidad -o quizás el cariño genuino, ya no lo sé- pudo
conmigo y me llevó a confesar que si tanto me molestaba ese Nazareno del siglo
I es porque evidentemente existía. Debía de existir, porque de otro modo no
podía explicarme tanta rabia y cierto malestar en mi relación amical. Tuve que
confesar, no sin cierta humillación, que desde lo hondo de mí ser había alguien
o algo que se rebelaba contra ese Sujeto que se había interpuesto entre
Gilberto y yo.
Entonces -como apunté al principio- en una
noche confidencial, mi amigo Gilberto, a quien no quería perder, habló con toda
claridad y pasión, y luego de eso, me abandonó. Quedé sólo. Confundido,
aterrado y aturdido. Con un amargo sentimiento de soledad inescrutable. Lo que
me dijo, y todavía más, lo que obró mi amigo al haberme dejado en la más negra
soledad fue lo que me llevó a iniciar el viaje que ahora les contaré…
*
CONTINUARÁ