domingo, 29 de septiembre de 2019

Jesús en la amistad: ¿un problema o una fuente de consuelo?



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-Se trata de Cristo Jesús -me dijo Gilberto, con voz rendida-. ¡Eso es todo!

-¿Y quién es ese tal Cristo para que yo crea en Él? -le pregunté. (Más tarde me enteraría que esta misma  pregunta se la había hecho un ciego de nacimiento al hombre llamado Cristo Jesús que aún no conocía.)

Me responde mi amigo gordo con sus enormes ojos marrones bien abiertos:

-El amor te indicará el camino-. Y allí concluyó la conversación, pero comenzó la búsqueda…

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Todavía recuerdo aquella memorable experiencia -experiencia que aún continúa- con vivísima impresión. Fue la aurora de una mañana que me dio el secreto de un amor desconocido. Nacía en mi corazón un impulso, una inquietud, una ignorada sed. Me sentía atraído poderosamente por ese mágico Nombre que mi amigo mencionaba con tanto afecto, como si se tratase de su amada esposa, o de su adorable madre, o de algún entrañable amigo. Sí, cada vez que nombraba ese Nombre las pupilas se le iluminaban y los hoyuelos de sus mejillas manifestaban un gozo misterioso; completamente misterioso y arcano para mí. Me dolía no tener parte en ese gozo profundo. Qué tenía ese Nombre que le hacía sonreír de esa manera, casi lunática. Qué significaba ese Nombre para que lo pronunciase con tanto sentimiento y con infante emoción. Algo me explicaba Gilberto sobre Aquel a quien invocaba o evocaba con fuerte nostalgia pero yo no comprendía, no me explicaba el porqué de tanta dulzura, de tanta ternura por Ese nombrado.

Por eso, un buen día mi amigo estalló y me dijo firmemente que si yo no conocía a ese Hombre nunca podría comprenderlo cabalmente a él. Éramos amigos, amigos de verdad. Sin embargo, nuestra amistad pendía de un hilo pues ya nos habíamos hecho grandes y la relación tenía que dar un salto para ser profunda y definirse… o bien perderse lentamente hasta morir de la misma manera que la historia de la semilla que creció y con el tiempo fue sofocada entre abrojos y espinos. La muerte era inminente -y yo en ese momento no sospechaba en modo alguno que también la resurrección de la amistad lo era…

A mi amigo Gilberto yo lo quería de corazón, y aunque me costase reconocerlo, cada vez nos alejábamos más existencialmente. Él vivía una vida oculta de la cual yo no era siquiera capaz de vislumbrar. Por esta razón aumentaban las incomprensiones y las agresiones en nuestra relación. Claro, decididamente las cosas habían cambiado y ya el trato no era amistoso como lo era en la infancia donde primaba la sencillez y el júbilo, o como lo era en la adolescencia donde reinaba la compinchería y la deliciosa rebeldía. A partir de los 15 años, si mal no recuerdo, ya empezábamos a plantearnos temas serios y a cuestionarnos un montón de cosas. La diferencia entre Gilberto y yo era que él no se conformaba fácilmente de las respuestas provisorias que le daban; en cambio yo, debo confesar de que tales temas me aburrían y no me interesaba indagar más sobre los mismos. Así fue que un curioso día él se replanteó completamente la fe de sus padres y se dio cuenta, vertiginosamente, que no conocía al Cristo de su fe. Así, pues, inició todo un itinerario que a mí jamás me interesó conocer. Con todo, los años pasaban,  y yo a él lo veía cada día más distinto, más profundo y hasta más serio.

Por todas estas cosas -y más cosas- no me extrañó que él pegara el grito en el cielo, como quien dice, con respecto a mi indiferencia total ante su creencia. Yo me decía a mí mismo que lo respetaba si él creía en ese Jesús y lo amaba locamente, como decía que lo hacía. Pero la verdad era muy otra: no soportaba el hecho de que él estuviese tan obsesionado con esa Persona llamada Jesús y que a la menor oportunidad lo sacara a la luz en las conversaciones que teníamos. Y esto último no lo hacía sólo conmigo sino también con otros amigos presentes. Hasta en frente de mi familia y de mi novia lo hacía, y eso me encolerizaba. Pero yo por pura convención mundana me hacía el respetuoso y el abierto con Gilberto, como podía hacerlo con otros amigos ateos y judíos que tenía. Mas, ¡ay!, la realidad se hacía cada más intolerable; la amistad, casi impracticable.

Empero, yo a Gilberto lo conocía desde toda la vida y secretamente lo prefería a todos mis otros amigos. ¿Qué diablos tenía Gilberto que los otros no tenían y que me atraía poderosamente? Él siempre me trató bien, y si se equivocaba conmigo me pedía perdón sinceramente y con rapidez. ¡Cómo sufría yo, sin que él se enterase jamás, que no pudiera aceptarlo cordialmente como era! ¡Tan solo si ese Jesús no se hubiera metido en nuestras vidas seríamos grandes amigos y las cosas marcharían de pipas! Pero ¡qué importuno ese Jesús, qué metiche y qué asesino de francas amistades! Temía, sí, siempre temí que ese Ser invisible, lejanísimo, malograra la amistad que con Gilberto traíamos desde la dorada niñez. Ahora bien, la veracidad -o quizás el cariño genuino, ya no lo sé- pudo conmigo y me llevó a confesar que si tanto me molestaba ese Nazareno del siglo I es porque evidentemente existía. Debía de existir, porque de otro modo no podía explicarme tanta rabia y cierto malestar en mi relación amical. Tuve que confesar, no sin cierta humillación, que desde lo hondo de mí ser había alguien o algo que se rebelaba contra ese Sujeto que se había interpuesto entre Gilberto y yo.

Entonces -como apunté al principio- en una noche confidencial, mi amigo Gilberto, a quien no quería perder, habló con toda claridad y pasión, y luego de eso, me abandonó. Quedé sólo. Confundido, aterrado y aturdido. Con un amargo sentimiento de soledad inescrutable. Lo que me dijo, y todavía más, lo que obró mi amigo al haberme dejado en la más negra soledad fue lo que me llevó a iniciar el viaje que ahora les contaré…

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CONTINUARÁ

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