sábado, 4 de julio de 2020

Carta de Maryam.



  Por Johanan.


  Querida Eugénie: 

  Que la paz de Dios y las bendiciones de mi Hijo sean contigo y los tuyos, hija mía.

  Nunca olvidaré el regalo grande de tu amistad, de tu devoción y de tu filiación en esos días tristes y sombríos en que tu voz angustiada y quebrantada me llamaba casi a los gritos para que te diera mi ánimo pues las tristezas de tu alma te consumían por entero. Me alegro mucho que goces de la compañía de tu esposo, de tus hijos y demás familiares como así de tus amigos y allegados que desean tu bienestar. Déjame ser tu paño que enjuge tus lágrimas, el bálsamo que sane tus llagas y la consolación que borre sin vacilar tus pesares y tus suspiros. Presta atención ahora, lee con cuidado lo que tengo que revelarte en esta carta. Quizás estas palabras te las lleves en tu corazón y te sirvan de tanto provecho cuando necesites leerlas en otro instante de desesperación.

  Continuábamos escondidos en el hogar de Juan Marcos y nos juntábamos a comer en la mesa del Cenáculo y de ese modo reflexionar sobre las futuras misiones que tendríamos. Mis hermanas y mis amigas servían tortas y pescado mientras Felipe nos recordaba con convicción las promesas del Redentor. Fueron horas magníficas y sumidas en un acogedor silencio. Pasaron ocho días de la aparición de Jesús en la casa y todos seguíamos ansiosos de que Él regresara. El dubitativo Tomás se quedó con nosotros en actitud de alerta y oraba a nuestro lado, se veía serio, nervioso, agotado por tantas emociones. A pesar de sus dudas, tenía una débil esperanza de verlo resucitado. Recuerdo que Nicodemo y José de Arimatea me comentaron que también recibieron visitas de Cristo en sus hogares en el cual obtuvieron instrucciones de dejarlo todo por su Mesías. 

  Fueron tan numerosas las visiones que cientos de seguidores tuvieron que no podría explicarte todo en una sola carta. Al recibir las nuevas de la gloriosa resurrección del quien venció a la muerte me invadió una enorme felicidad. La gracia del gran Yahvé nos llenaba de una paz desmedida que serenaba a los que conformaban la enorme familia del Vencedor. Sólo puedo contarte que el Libertador de nuevo nos visitó esa noche y le pidió al Dídimo que se acercara a tocar las heridas y de esa forma creyera en la verdad indiscutible. Reconoció tembloroso como su Rabí al que tenía delante de él y ya no necesitó otras evidencias. Su alma palpitó de gozo y se echó a los pies de su Maestro exclamando ante el asombro de los presentes "¡Señor y Dios mío!". Al convencerse de la realidad, el miedo huyó de su ser y el terror se desterró de su mente. Mi Hijo le reprendió con dulzura "¿Crees ahora porque me has visto? Bienaventurado el que cree sin haber presenciado". Desde ese momento su confianza se recobró y no volvió a sentir incredulidad ni escepticismo jamás. Su espíritu reencontró al Amigo que creyó perdido, al que por un instante vio morir en el madero del Gólgota. 

  Mi corazón maternal acogió a mi querido compañero al igual en las demás ocasiones y me alegré en su regocijo. Sus mejillas brillosas de pura emoción retornaron al camino que siempre seguiría y se fundió a mí en un tierno abrazo en un ambiente gozoso, libre de aflicción y de desconfianza. Su fe convencida a ojos cerrados lo llevaría a muchos lados y pueblos del mundo predicando las frases de su Salvador cosechando miles de fieles y creyentes para la viña del Eterno. Sabía que este buen apóstol admiraba y honraba cada vez más a aquel que era tan amorosamente misericordioso con los pecadores y al mismo tiempo tan justo. Amaba a su Instructor en demasía por ser firme y a la vez cariñoso. Lo estimaba por ser afectuoso, dado a la caricia sin melosidad, lo quería al conocer en un intimidad única su templanza y su pureza. Esas cosas se las atesoraría en sus recuerdos tan insondables hasta su último suspiro. 

  Salimos rumbo a Galilea en la mañana sin llamar la atención por las puertas principales de la Ciudad Santa cumpliendo el mandato del Señor. Nos marchamos en tres pequeños grupos sin que los soldados o los guardias del Templo lo advirtieran. El viaje se tornó tranquilo, entre risas y charlas animadas. Los apóstoles conversaban alegres y las santas devotas hablaban sin que la sonrisa se les borrara del rostro. En la senda veía los arbustos que crecían en los rincones, la brisa que nos refrescaba el cuerpo. Por momentos sentía tristeza puesto que Jesús no estaría muchos días más con nosotros físicamente. Lo echaría de menos y sentiría su ausencia pero viviría eternamente en mí y con eso me bastaba. No lo perdería sino que lo ganaba para siempre. 

  Además, no me quedaba sola, Juan se encargaría de mí y junto con algunas allegadas de confianza viviríamos en una pequeña casa que serviría como un hogar de oración, un pequeño sagrario. Humilde, limpio, verdadero. Tendríamos un patio con un bello oasis, un auténtico vergel, haríamos crecer flores por doquier. Lirios, rosas, azucenas. Parecido al jardín que mi madre Ana tenía en Nazareth y al que cuidaba con tantísimo esmero. Esos proyectos se los contaba a mis fieles muchachas y ellas se ofrecieron a ayudarme. A mi sobrino nada le comenté, a los varones poco les interesa esas cosas de mujeres. Se dedicaría a predicar y trabajar por el Reino de los Cielos y me escribiría con la intención de relatarme sus aventuras en los pueblos que visitaría. No le faltarían las pruebas ni las adversidades. Sin embargo, de la mano del Autor todo le sería posible. Comprendía que muchas veces el Amado no hallaba con frecuencia las palabras adecuadas al expresarme su cariño prodigado a mí que le acogí con tanto afecto en la lobreguez del Calvario. No obstante, me daba cuenta que al vislumbrar con su enternecido corazón vuelto hacia el mío, su mirada en mis ojos y su deseo, estable y delimitado, de mirar en mi semblante a mi Hijo, le ayudaba a quererme así, cada día con mayor intensidad.

  Nuestro viaje nos llevó tres jornadas en arribar hacia Galilea y al llegar, nos quedamos en Cafarnaúm con la designio de esperar a Jesús, en esa temporada permanecí en casa de mi hermana Salomé en Betsaida. Ella se quedó conmigo todo ese tiempo y en nuestras charlas le contaba mis sentimientos. Tenía miedo de separarse de mí después de la Ascensión, vivimos tantas cosas juntas junto al Maestro, pasamos toda la predicación, pasión, muerte y resurrección unidas. Pocas hermanas en el universo existieron tan ensambladas como nosotras dos. Asimismo, el adiós se produciría únicamente con mi llegada a los brazos de mi Creador. Todos esos temas lo platicábamos en la terraza cuando el sol se ocultaba. Su destino era estar a mi lado incluso en el final. Estaríamos por épocas separadas por las persecuciones. Sin embargo, volveríamos a juntarnos y nunca temer la ausencia de una de la otra. 

  Observaba a mi querido Pedro, conmovido por la captura milagrosa de pescados que recibió de su amado Rabino en las orillas del mar, con sus carrillos húmedos y acuosos por la emoción. Vestido de marino junto con otros compañeros, albergó en su ser el regalo de reencontrarse con lo tan preciado a sus ojos que era El. La noche era encantadora y Simón, que todavía apreciaba mucho sus botes y la pesca, propuso salir al mar y echar sus redes, sin necesidad de hacerlo por una cuestión laboral, sino quería recordar sus viejas épocas de pescador. Contemplé sus lágrimas que no eran de pesar cuando comió los enormes peces con mi Hijo y compartió una charla que le enseño a redescubrir su vocación de apóstol. Fue triste la forma en que el amigo había negado a su Maestro, le carcomía su conciencia y en el fondo no se sentía capaz de ser perdonado. Posiblemente creía que perdió la confianza de toda nuestra familia. Con su buen Pastor entendería que cuyo amor por Él fue más grande que el mayor error y que fue absuelto por su pecado por su Confesor al responder a la triple pregunta de que si lo amaba. Era llamado nuevamente a pastorear a sus ovejas de la misma manera que a pescar hombres. Tres veces desmintió el tozudo discípulo abiertamente a su Señor pero Jesús obtuvo de él la seguridad de su ternura y su lealtad, haciendo penetrar en su corazón esta punzante interrogación, como un yelmo de espinas que afectaba su lesionada alma. 

  Mi Hijo jamás buscó hombre perfecto ni santo, no precisó de la compañía de sanos sino del fervor de los enfermos. Buscó a Mateo que era un marginado cobrador de impuestos, curó a la Magdalena de su atormentado dolor y la hizo irse con Él, le dio esperanza a Simón, el Zelote de encontrar un camino que le llenaría de paz. De ese conjunto de desvalidos, marginados y postergados se construyó la primera Iglesia y se sonó por todo el mundo el mensaje del Nazareno. Este grupo fue designado a ministrar a aquellos que fuesen jóvenes en la fe, a enseñar a los iletrados y a los deseosos de creer, a presentarles las Escrituras e instruirlos en el amor ser útiles en el servicio a Cristo. 

  En esos días en la aldea de Cafarnaúm pudimos contemplar a mi Hijo y conversar con Él en reiteradas oportunidades, nada me hacía tan feliz y dichosa que tenerlo a mi lado, llevarme en mi memoria su voz, sus palabras de consuelo y de alivio, su dulzura al tomarnos de la mano y abrazarnos como nunca nadie nos estrechó jamás. En una Madre tan cercana a su Retoño tan estimado, el gozo me sobrecogía mis entrañas maternas y me daba una avenencia inescrutable. Inclusive en frente de más de quinientos seguidores y creyentes, venidos de todos los poblados de Galilea que se reunieron por el anhelo de verlo triunfante. En esa reunión, la gloria memorable e inmortal del Eterno se manifestó ante nuestras retinas y sembró el árbol que germinaría por toda la humanidad. 

  El triste recuerdo de la cruz jamás se me borraría de la mente, una madre no debe en la vida olvidarse de tal tragedia. La confianza en Dios no me ahorró el sufrimiento en ese sentido, pero me enseño a aprender de él. Acogí esos sucesos en mis brazos y así conseguí de mi Yahvé una mirada de afecto. Luego, Jesús me comentó sus intenciones y sus planes con el propósito de continuar la tarea maternal de cuidar de mis apóstoles, discípulas y amistades próximas. Mi deber era reflejar la luz del Mesías a todos los pueblos donde su mensaje llegara, ser el alivio de los que están cansados y agobiados, la que les toma de la mano y les ofrece mi compañía en la vía que los lleva al Padre por medio de mi Señor y la que ora por sus ansias, tribulaciones y esperanzas. En lo presencial o en lo espiritual mis sentimientos estarían con ellos, yendo con sus almas a las travesías que nunca imaginaron. 

  El mayor tesoro de mi presencia terrenal era Jesús y nada más que Él. Ya se estaban terminando las visitas de Cristo a sus familiares y sus amigos. Asimismo, teníamos que prepararnos para esa despedida, esa Ascensión que no volvería a presenciar en otra ocasión, al encuentro del Hijo con el Padre y así se sentaría en la diestra del Creador. Debíamos marcharnos nuevamente a Judea y regresar a la casa de Juan Marcos. No era un adiós sino una separación física temporaria pues moraríamos en aquellas habitaciones cuando pasáramos a la nueva vida. El Maestro nos recordó que esperáramos al Espíritu Santo que nos consolaría y nos revestiría con su gloria. Era seguro que pasaríamos por dudas, por sinsabores, por atribulaciones y por persecuciones o por miedos, que los poderosos nos perseguirían sin conmiseración y se resistirían a nuestro mensaje. 

  El recado de la liberación seria anunciado por nuestros embajadores en las villas y las poblaciones de todo el continente y muchos que estaban esclavizados por el pecado y por los dominios de los poderosos se apreciarían libertados por las palabras del Hijo de Dios y la salud quebrantada sin duda se vería restaurada. Mi misión de ser Madre de los creyentes y de los fervorosos comenzó desde la cruz salvífica junto al pequeño Juan, la Magdalena, mis hermanas y a las otras amigas que fueron mi sostén inquebrantable en la dura circunstancia. El deseo de Jesús dejó la huella en mí y en quienes me acompañaron. Me di cuenta que regalaría mi maternidad a aquel que se sintiera huérfano y desamparado de los suyos, que padeciera el desamor, el rechazo o el destrato de los demás de la misma forma que lo hizo mi Muchacho. Amar con dulzura a todos como lo ha hecho El, consolar a los tristes y ayudar a los desalentados.

  El pequeño Juan me comentó en el camino con dirección al poblado de Betania que pronto retornaríamos a Nazareth con la intención de que me llevase algunas cosas preciadas que quisera conservar en el traslado a la nueva casa donde viviríamos. Ese hogar al igual con las herramientas y los muebles que fueron de mi marido se los dejaría como heredad a mi sobrino José para que allí viviese con su esposa y sus hijos. Ni Miriam, ni Salomé, ni los demás familiares, ni yo regresaríamos a aquella morada pues debíamos dejar el pasado atrás y comenzar de nuevo. Sería la última vez que contemplaría esas paredes que nos traían tantos recuerdos. Los habitantes del vecindario no volverían a saber de mí tampoco. Mi Santuario se ubicaría en otro lugar. Mi terreno, mi casita y mi jardín con flores y hierbas se hallarían en una zona distinta en el cual la paz y el sosiego reinaría junto con mi Maestro de mi lado. Los apóstoles y los discípulos no se desentenderían de su madre que les quería con todo el sentimiento. En la lejanía me llenarían de cartas y de notas y mientras leería sus correspondencias en mi habitación rezaría por ellos en compañía de las allegadas de confianza que permanecerían cerca mío. En el monte en el que fuimos citados, el viento nos refrescaba nuestras almas y nos atraía hacia mi Hijo. Todo se cumpliría en ese segundo que en otro momento te contaré.

  Querida hija, por hoy es todo, no te preocupes que te mandaré otra carta dentro de algunos días. Sé paciente y no dudes nunca de que estoy contigo. Ten confianza en Dios y jamás te olvides de hacer oración cada día por los pecadores y por los que no quieren saber de Jesús y de ayudar a quien precisa de tu auxilio. Recuerda que no existe mayor dolor en el mundo que tu Madre no pueda consolar, aférrate de mi Inmaculado Corazón que triunfa sobre toda adversidad y calamidad. Te abrazo con el alma y te cubro con mi manto. 

Tuya en Cristo.
Maryam.

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