fumábamos cigarro tras cigarro, angustiados,
lo observábamos todo en derredor,
hacíamos de cada esquina un mirador,
mirábamos y remirábamos, los casos y las cosas,
nada se nos escapaba de nuestra mirada escrutadora
-o eso creíamos, en alguna ilusión óptica...
Pero allí y así nos encontrábamos, mirando, andando,
una cuadra y otra y otra,
buscando algo,
o quizá buscando a alguien.
¿Quién lo sabe?
(Luego nos dimos cuenta que alguien lo sabe, o lo supo.)
Proseguíamos la marcha, no a tientas, sino con los ojos bien abiertos.
Mejor dicho, pensábamos que nuestra andadura era segura y luminosa.
Pero lo cierto es que no todo era claro como parecía.
Detalles se nos iban.
¿Por qué?
Porque nos figurábamos que la veíamos, a la cosa que andaba mal;
A todo lo que andaba mal en el mundo imaginábamos ver.
De esto discurríamos mientras avanzábamos hacia un lugar incierto,
fumando, cigarro tras cigarro, conquistando cuadras y manzanas.
Y mientras cavilábamos, observábamos a las gentes que pasaban:
mujerzuelas de todas las edades exhibiendo sus carnes tatuadas al sol,
chicuelos profiriendo soeces desde sus bocas de alcantarillas,
chiquillas ostentando sus bultos con un pucho en sus manitas,
grupejos de adolescentes drogándose a ojos vistas,
muchachas desfiguradas en su piel por el poder de las ideologías,
sodomitas besándose impunemente en las plazas,
pungistas de toda laya asaltando en cada rincón de la ciudad,
la violencia y la agresión de los conductores de autos sin sosiego,
la indiferencia criminal de los transeúntes,
los mendigos y los pobres de miradas torvas,
comerciantes y banqueros enloquecidos por la cifra y el cobre,
borregos en manada orgullosos de sus barbijos
y todos a una rindiendo culto al Baal del Nuevo Orden Mundial.
Cada vez nos agitábamos más en nuestro paseo circunstancial.
De este cuadro humano -¿humano?- viramos al resto de los seres;
animales, plantas, rocas;
gatos y perros cansados de su riña sin fin,
árboles heridos por la furia de una sierra municipal,
piedrecitas tristes de ser tan olvidadas y pisoteadas...
¡todo el Cosmos gimiendo dolores de parto!
Pequeñas muestras de algo que andaba mal en el mundo.
De algo a lo que intentábamos dar alguna respuesta.
Y así proponíamos algunas a la consideración de nuestra caminata.
Arriesgábamos distintas causas y razones:
sociales, económicas, culturales, ambientales, históricas,
físicas, psicológicas, filosóficas, espirituales...
¿A qué se debía todo ese mal visible en la sociedad?
¿Por qué había tanta malicia perceptible por las calles?
¿Por qué el desorden, el caos, la injusticia en todas sus formas?
¿Por qué? ¿Por quién?
¿Acaso alguien tenía la respuesta?
(Luego nos enteramos que alguien ya la sabía, al menos en parte.)
De este panorama exterior pasamos al interior, y allí la cosa se complicó aún más.
Todo era oscuridad cuando nos asomamos a la interioridad.
Miserucas por todas partes, nada había puro en el alma.
¡Nada!
No supimos cuidarnos de la levadura de fariseos y saduceos.
Dentro nuestro todo era hipocresía, mala vida, crueldad:
todo un corazón endurecido.
¡Tanto nos aterró el paisaje columbrado que volvimos la vista para no desfallecer!
Otra vez las miserias de la gente estaban ante nuestras narices.
De nuevo un mundo girando alrededor de una Cruz...
Y al decir "Cruz", hicimos memoria.
En ese instante la Teología lo inundó todo con una luz enceguecedora y dulce.
Crux lux!!!
El paseo externo estaba concluyendo
oteamos asustados a nuestro padre común, Adán
(aquél que sabía lo que antes ni sospechábamos),
padre también de todos los rostros corruptos que vimos.
Adán nos tenía una respuesta aunque parcial.
Él sabía que buscábamos un Jardín.
En verdad, todas las personas que nos cruzamos aquella vez buscaban lo mismo,
instintivamente.
Era el Huerto del Edén, era el Paraíso Perdido,
el que cultivó el primer Hombre y del que fue expulsado,
amargamente.
Desde entonces yace el Huerto escondido y custodiado por el Ángel de flamígera espada.
Sin embargo, lo que no pudo entrever Adán,
lo que no pudo caber en imaginación alguna,
fue la gloria de la Cruz redentora:
hete aquí la respuesta completa.
Por Ella nos vienen todos los gozos a este mundo pecador.
Todavía más, El que allí colgó es el mismo que quita el pecado del mundo.
El pecado, no sus huellas.
El pecado, no sus consecuencias.
El pecado, no la "estructura de pecado".
Porque lo que vimos y experimentamos a plena luz de aquel misterioso día,
lo que vimos y experimentamos y padecemos todos los santos días;
esas molestias, esas inquietudes, esos malestares;
esa rebelión constante de la carne;
esa propensión al daño, la inclinación la maldad;
ese desorden de las pasiones más bajas;
la Concupiscencia indómita;...
todo eso que contemplamos y que es todo lo que hay en el mundo,
es el fomes peccati.
¡El maldito y bendito fomes!
Mas sólo por el Crucificado se enderezan las apetencias,
se corrigen las desviaciones,
se limpian las sucias impresiones,
se sanean las holladuras vergonzantes.
Por Él, con Él y en Él no quedarán rastros de corruptibilidad,
no habrá más lacra para quien toque el verdadero Árbol de Vida.
¡Magnífico, don Hilario!
ResponderEliminarQue meditación tan honda, poética y enamorada.
Muchas gracias.
Suyo,
Dalroy, el capitán.-