Y tú acudiste, raudo y veloz.
Por un ANÓNIMO
"Y a ti, niño, te llamarán..."
Torpes y abundantes son los proemios que consiguen ser una molestia para el lector. Ellos son semejantes a un camarero que, atendiendo a su única y simplísima función de guiarnos desde la entrada de un restaurante hasta nuestra mesa, logra, con sus excesivas y confusas palabras, ser un estorbo; y así arruinar los primeros (y a veces más) pasos que damos en una velada que prometía ser hermosa y provechosa. Intentaré, pues, ser conciso. Este escrito ha venido a parar aquí a causa de un bochornoso negocio. Una deuda, para ser más específico. Deuda, como resulta evidente, de carácter público.
Es sabido por todos que en los tiempos que corren, las demostraciones de amor (incluso las honestas) han sido despojadas de su tan necesario velo de intimidad. Y tiene que ver, sin dudas, con el afán moderno por develar: el expreso rechazo por lo revelado y la adicción a lo develado. Pero, lamentablemente, yo no soy ajeno a mis tiempos, y además, como he adelantado, me apremia una deuda. Una deuda que, como ya habrán imaginado, tiene que ver con una demostración afectiva. Para salvaguardar algún vestigio de aquel sacro velo de nuestra intimidad, omitiré usar los nombres de quienes fuimos los protagonistas de esta historia. Así, entonces, yo seré yo y diré lo que tenga para decir y tú serás tú, y lo verás.
A ti, niño, te llamaron. Y tú acudiste, raudo y veloz (pues la vocación no se ignora). Te llamaron, indigno como eres, a ser Profeta del Altísimo. Y tú acudiste, raudo y veloz. Te llamaron (como al burro) para ir delante del Señor. Y tú acudiste, raudo y veloz. Te llamaron a anunciar-me la Buena Noticia. Y tú, acudiste raudo y veloz...
Non erat ille lux, sed ut testimonium perhiberet de lumine...
No importó si tenías que descender a mi cavernosa ultratumba para responder a aquel llamado, para liberarme de mis ataduras; o, pensándolo bien: importaba demasiado, por eso lo hiciste sin titubear. Tuviste aquella injustificable y (aparentemente) altanera impasibilidad que tiene quien es enviado a hacer algo que excede sus fuerzas por completo. Ahora, gracias a ti, creo que hace falta alguien muy humilde (y no alguien muy seguro de sí mismo) para llevar a cabo aquellas misiones que los hombres no son dignos de emprender; aunque la gente suele creer que éstas requieren de hombres fuertes y valerosos. Paradójicamente, los enviados a realizar éstas conquistas son pequeños, simples y torpes. No te ofendas, hermano, si te llamo pequeño, simple y torpe; puesto que ahí radica tu grandeza, tu magnanimidad, y tu prudencia.
Mi Frodo de Cirith Ungol: ¿qué extraño poder cargabas contigo? ¿Qué incandescente e inefable Anuncio estaba hilvanado entre tus palabras tan humanas, tan simplonas, tan razonables? Quién puede saberlo... Tú me diste mensaje de Luz, pero no era el franciscano "donde haya obscuridad, que yo ponga luz". Tú diste a luz en mí al Mensaje. No venciste a las tinieblas, niño, eso no te fue dado, pero mereciste, oh prestigio invaluable, corona de gloria, rescatarme de ellas. Penetraste éstas temibles y cruentas tinieblas; y una vez dentro, anunciaste al Cristo Vivo, al Dios vivificante; pero, ¡oh soberana paradoja!, no lo gritaste a los cuatro vientos, antes bien lo enterraste como la semilla de mostaza, imperceptible. Aquel que me sostiene, Aquel que me salva, Aquel que excede todo lo que yo puedo ser, Aquel por el que yo soy... Él tan Divino enterrado como una inasible semilla entre tus palabras tan humanas.
Por ésta, "tu" operación de rescate (diremos tú, aunque bien sepamos que corresponde decir "Su"), yo te doy gracias (nunca suficientes). Mi Sócrates Bautista. Y en un, no poco debatido, arrebato final, confieso que no puedo más que amarte, pues por ti irrumpió el Amor en mi vida, por ti mi vida se adentró al Amor.
Sea ésta una simplísima y brevísima demostración pública de mi amor agradecido, de mi agradecimiento amoroso. Sea una intencionalmente ínfima, pero aliviante, devolución de honores, que no salda sino lo más superficial de nuestro hondo encuentro. De nuestro encuentro en lo hondo.
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