«Después de atravesar el lago, llegaron a Genesaret y atracaron allí. Apenas desembarcaron, la gente reconoció en seguida a Jesús, y comenzaron a recorrer toda la región para llevar en camilla a los enfermos, hasta el lugar donde sabían que él estaba. En todas partes donde entraba, pueblos, ciudades y poblados, ponían a los enfermos en las plazas y le rogaban que los dejara tocar tan sólo los flecos de su manto, y los que lo tocaban quedaban curados.»
Mc 6, 53-56
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Sólo los enfermos reconocen a Jesús, El-Que-Sana.
Si está lejos, en alguna travesía, los esperan a que se acerque hasta su orilla.
Cuando el enfermo encuentra personalmente al Sanador, se lo lleva a toda la región del propio ser para que no deje ningún rincón sin curar, sin iluminar, sin restaurar.
El cuerpo y el corazón saben, sospechan la presencia del Señor, intuyen, oyen los pasos del Médico itinerante, y fácilmente acuden a su Presencia sanadora -aunque mucho se resista la mente sombría y obcecada. (La mente es la más terca en dejarse evangelizar.)
Jesús entra en todas partes. Es atrevido y va para adelante, encara, se introduce en cada geografía de la existencia, con o sin invitación, pues su deseo devorador es salvar a todo el hombre: al ser humano completo.
Nada puede detener la Salud que Él trae y ofrece, y hasta se le escapa la energía curativa desde las franjas de su manto milagroso.
Sólo hay que tener fe.
Hay que creer que Cristo sí puede curarnos. ¡Sí, hoy, ahora, a mí!
¿Quién sugirió lo contrario...?
¿Quién dudó un instante de esta creencia?
¿Quién pensó que estos relatos evangélicos son de un pasado remoto, irrevocable, inactual,... inaceptable?
Todo, pero todo lo enfermo que tengamos, lo aparentemente incurable que carguemos, hay que colocarlo frente al divino Terapeuta. Todo es todo, no una parte -no lo que considero mostrar, lo que con mi estrecho criterio me parece en estado de descomposición... ¡no! ¡Todo!
Todo lo que carece de firmeza, todo aquello que nos cause asco o acedia, todo lo repugnante, lo vil, lo miserable que escondamos, llevémoslo a la plaza interior, a la Consciencia, y a la vista de todos, con plena lucidez y valentía, con sinceridad y fina atención dejemos que Él nos toque. Y nos sane.
Supliquémosle, con llanto y grito -físicos, no metafóricos- que nos toque enteramente. Tacto y contacto entre la Salud y la insania, entre el Salvador y la pérdida, entre la Fuerza y la debilidad. Sí, mucho contacto, de piel a piel, de cuerpo a cuerpo, de corazón a corazón entre el Amado curandero y el pobre necesitado. ¡Comulgarlo!
Es pedirle que nos dé la gracia de poder tocarlo con la cumbre del alma pero es también dejarse tocar por su Poder regenerador. Omnipotente.
Esto es lo único importante, queridos hermanos: tocar. La fe, la confianza, se va volviendo una cuestión física, sensorial.
Alcanzar a tocarlo, alcanzarlo -¡ya fuimos alcanzados-, es la única tarea. La misión, la exigencia. Llegar a tocarlo -y dejarse tocar por su Mano y por su Manto- para quedar sanos y salvos. Y después, o al mismo tiempo, ayudar a otros a que lo encuentren a Él. Ser camillas de otros postrados en espíritu para cargarlos hasta el Doctor supremo. Servir a los cuerpos inválidos para que, por lo menos, rocen las orlas del manto sagrado del dulce Nazareno.
¡Qué dicha!
Que así sea.
H.
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