miércoles, 5 de febrero de 2020

Leyendas del Mar Desconocido II "El Pintor de Piazza Navona"


Acaecía los años cincuenta cuando, en uno de los rincones más bellos y destacados de Roma, Italia, se asentaba un joven pintor de cuadros ambulante. Deseoso de compartir su arte con los millares de turistas y de paso, ganarse lo que necesitaba para vivir.
Comenzó, pues por presentar su trabajo en la famosísima Piazza Navona, lugar en el que, muchos cientos de años antes, se había alzado el gran Stadium del emperador Domiciano. Y, como parecía en esos tiempos una idea original y maravillosa, tuvo en ese entonces mucho éxito. Decenas de turistas se agolpaban frente al joven pintor para verlo trabajar en su arte y muchos peleaban por sus pinturas hasta el punto de que se llegaban a formar pequeños remates entre los visitantes. 
Pero poco a poco el joven comenzó a tener competencia y, a medida que los años avanzaban, la gran Piazza, como muchos otros lugares en las grandes metrópolis europeas, comenzó a llenarse de cientos de vendedores y artistas ambulantes que molestaban a los ciudadanos y aturdían a los turistas. Se llegó al punto en que se sacaron leyes que hacían ilegal la venta de cucherías en algunos lugares y la policía iba de aquí para allá verificando a quienes las vendían.
Tal caso no fue el del pintor, que, sin embargo, perdió gran parte de su clientela y comenzó a tener problemas para conseguir el pan de cada día. Llegando ya a la treintena, las cosas se le complicaban para conseguir trabajo y pintar al mismo tiempo y hubiese dejado ya su "hobbie" de no ser por un extraño admirador que permanecía fiel a él.
Y es que todas las mañanas una joven de unos venticinco años solía sentarse en uno de los bancos de la Piazza dirigiendo la mirada hacia el cuadro de nuestro pintor. Llevaba lentes negros y un chal de cuero y, como perro faldero, parecía admirar durante horas la obra del maestro.
El pintor, por su parte, la observaba de reojo, preguntándose repetidamente la causa de su interés. Pronto comenzó a fantasear con ir a hablarle y agradecerle su atención y, tal vez, con un café de por medio, conversar de arte y gustos. Del barroco y el siciliano. De la pintura francesa, de la alemana y la inglesa. 
Durante varias semanas el pintor mantuvo esta idea, siempre rehuyendo a causa de la vieja e inocente timidez por la que nunca se había casado. Pero un día de otoño, cuando las hojas coloradas todavía sembraban el suelo de la Via Appia se resolvió a conocerla. Y acercándose lentamente a ella, siempre guardando un retazo de temor, le preguntó.
-¿No son hermosos los colores del cielo esta mañana?
-Disculpe señor -dijo ella sorprendida y algo avergonzada mientras le acercaba un pequeño bastón -es que soy ciega de nacimiento.

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