Era un día nublado, aunque no un día nublado acogedor. No
era de esos días de nubes que invitan a uno a cebar unos buenos mates o tomar
un buen libro para “enterrarse” en frazadas y leerlo de principio a fin. Ni
tampoco era de esos días de nubes que obligan buscar a un amigo para tomar un
café con cigarrito en mano y contemplar como su humo se desvanece con el gris
del cielo. No, no era un buen día nublado.
Se preguntará el lector ¿Por qué? ¿Qué clase de gallardo no
explota su melancolía, por mínima que fuese en su temperamento, para disfrutar
un día nublado? ¿Qué extraña razón habrá para que alguien desprecie un día así?
La respuesta, estimado lector, es que había otra razón
además de las incidencias climáticas para que sea un día nebuloso. La Patria
estaba sufriendo, una tormenta arrebataba contra ella en forma de cuchillo punzante. La Patria estaba siendo apuñalada. Esta vez no de la manera
que lamentablemente le ha pasado a lo largo de su historia. Ahora la hería un
puñal más mortal, una daga interna la hacía desangrar. Un puñal que no sólo
aniquilaría físicamente a los suyos, sino que condenaría gran parte del
espíritu de ella.
Por eso era un mal día nublado, no solo tormentoso por
grises (ya sea del cielo o el de las actitudes de muchos desinteresados hijos
de la patria), también aterrorizaba el clima un verde corrompido. El ambiente
de las ciudades de nuestro noble país se había poblado de un inmundo pañuelo.
La ideología, con sus artimañas y engaños, llevaba puesta consigo a montones de
mujeres y hombres (no tan hombres). Abanderados por intereses internacionales,
presiones extranjeras, mundanos farandulistas y una gran masa de mentiras,
enemigos de la patria querían imponer el asesinato del ser más indefenso de
manera legal.
Acongojados, los fieles hijos de este suelo se gastaban en
oraciones, sacrificios, obras y mucho más para evitar que su país abra las
puertas a uno de los más viles y demoníacos genocidios.
Así fue como un día nublado de agosto, con toda esta “tempestad
verde”, se dirigía Don Ábila de La Mancha a la casa de altos estudios del
parque Gral. San Martín. Allí, en las famosas universidades, sobre los jóvenes
estudiantes es donde la ideología se encarna con mayor facilidad. Por varios
motivos supone uno, sea por la etapa de la vida en donde se encuentran con
muchas cosas nuevas o donde las modas más cautivan. Por eso gran porcentaje del
alumnado portaba el inmundo pañuelo.
El gallardo ya se
encontraba arriba del colectivo que, pasando por los majestuosos portones de
antaño, se direccionaba hacia las facultades. Lastimosamente ya estaba
acostumbrado a ver muchas mochilas, bolsos o hasta peinados adornados de este
desagradable accesorio. Pero había veces que le sorprendía la cantidad de
mujeres que lo portaban. Y aquel día de invierno fue uno de esos. El bus estaba
repleto de pañuelitos. Con la nostalgia que traen los días nublados, sumado a
ese despreciable entorno y a los días que se vivían en la Argentina, el De La
Mancha no sabía si llorar por su patria o tomar el facón y arrancar uno por uno
los pañuelos que traían consigo uno de los horrores más indignos de la creatura
humana. Lo que si eras seguro que su corazón estaba desconsolado por lo que
veía.
Y para peor, aquel horrible trapo tenía un efecto detestable
que, carísimo lector, puede usted también haber padecido: Había una dama,
compañera de Don Ábila de la facultad, que él y seguramente muchos otros
valoraban por la belleza con la que Dios la había bendecido. Cómo diría un
viejo doctor de leyes “Era de esas que al
verla no quedaba otra que mirar pa´rriba y decir: Que bien que te salió”.
Una de las tantas damiselas que servían a los gallardos para explotar su lado más
romántico y caballeresco, tomar lápiz y escribir algún verso en aras de la
hermosura de la mujer. Resulto que aquel día, cuando el joven descendió del
“bondi” noto que aquella dama pasaba justo a su lado; y al verla noto
rápidamente que su cuello se adornaba con aquella monstruosa tela verdosa, y ya
su encanto estaba completamente arruinado.
Este es el efecto detestable que mencionaba, el pañuelo
“orcorizaba” (permítase la expresión en referencia a los orcos o trasgos de los
escritos de J. R. R. Tolkien) a las señoritas. Así como según dice El Silmarillion el malvado Melkor
corrompió a muchos de los nobles,
inmortales y bellos elfos y los transformó en orcos, humanoides de apariencia
terrible y bestial; aquel trapo lograba en un instante que aquella quien supo
ser, cual musa, fuente de inspiración poética pasara a ser un repugnante
humanoide. Sus ojos de claro color se tornaban más oscuros, sus angelicales
cabellos se engrasaban, cayéndose todos los de un costado dejándola a medio
rapar. Su figura se encorvaba y ya no sonreía de la misma manera, hasta se
engrosaban sus brazos y piernas. La respingada y perfecta nariz se lastimaba
por un aro metálico. Al pasar uno dejaba de sentir arpas y violines merodeando
a su alrededor, y daba la impresión de oír potentes redoblantes que anuncian la
llegada del ejército enemigo.
(inserte mentalmente la imagen de una señorita afeada con un pañuelo
verde, el autor no quiso manchar el buen nombre del blog con tal representación
del ataque de la izquierda sobre la mujer. Tal imagen orcorizadora no es
bienvenida en este sitio)
El de La Mancha no podía más. Sumar todo lo tenebroso y
nebuloso de aquel día a que una elfa se convirtiese en tal trasgo hacían del
paisaje una semejanza a Minas Morgul. Y pensaba ¿qué se podrá hacer? La fealdad
arrasa con cosas simples y nobles. Ir a la universidad, viajar en colectivo,
las bellas damiselas, pasear por las cálidas calles mendocinas, todo estaba
nublado, nublado de aquella daga que acogotaba a la patria y quería condenarla.
Después de un día de estudio, con los ánimos por el suelo,
dolores de cabeza y el corazón asqueado, el gallardo retornaba a su hogar. Se
subió a un micro que lo trasladaría al querido Godoy y pensaba: bueno, aunque
sea allí en mis tierras me esperan grandes amigos que podrán poner su hombro
para superar días nefastos como estos.
Y al ir atravesando el glorioso parque, entre álamos y
sauces, Don Ábila vivió una escena muy particular. Justo cuando el colectivo
giraba en una calle, observó por la ventanilla y distinguió un claro en las
alturas. Varias nubes se corrían para por primera vez en el día dar paso a
varios rayos de sol en el oeste, y sobre las montañas el cielo se vía por fin
celeste. Con su luz rojiza, el arrebol tornaba el blanco de la nieve de Los
Andes, imponente cordillera que hacía semanas no se veía completa por las
tormentas, en una gama de colores sin igual. El cielo celeste asomando, las
nubes rojizas, los últimos rayos de sol, todo como una caricia de la gran
creación… aquella imagen le transmitió una increíble paz al gallardo, serenó su
corazón y una lágrima de emoción bajo por su mejilla.
Su mente empezó a desmenuzar las vivencias de aquel día para
poder comprender todas esas distintas reacciones. En vez de volver a su hogar,
se fue rumbo a la capilla de adoración sacramental permanente que se encontraba
en la admirable calle Perito Moreno (para más referencias consulten al Marqués
del Godoy).
Antes de entrar el muchacho se encontró con otros gallardos,
que acudían también a orar por su patria. Le convidaron un Chesterfield y un mate caliente, y descansó en ellos con una
tranquila charla luego de un día raro. También eso serenó su alma y cambió su
ánimo, tal como cuando se abrió el cielo para dar paso a la luz que iluminó las
montañas y dio aquel hermoso paisaje mendocino de atardecer.
Luego se dispusieron a entrar a orar al Señor Sacramentado.
Cuándo entraron, era tanta la gente que se reunía, que tuvieron que ubicarse en
el templo mayor para que todos pudiesen meditar y acompañar a Cristo en la
eucaristía.
Finalmente, el sacerdote dispuso la custodia sobre el altar.
Todos los fieles cayeron de rodillas para rogarle a Dios por su tierra
argentina. Y allí, arrodillado frente al Santísimo, el de La Mancha entendió
todo, o al menos, desmenuzó en su interior una simple sentencia a su duda. Al ver a Nuestro Señor ahí para ser adorado, su corazón se terminó de ablandar, las inquietudes se borraron y una paz lo llenó, por mas nubes que oscureciesen tormentosamente su patria.
Se había cuestionado qué se podría hacer ante tal situación
de la sociedad. ¿Cómo se podría luchar ante tantas ideologías corrompedoras,
ante tantos engaños y mentiras?
Era tan simple. ¿Cómo no iba a serlo? Aquel bello paisaje,
una charla con buenos amigos, y principalmente nuestro Señor permaneciendo con
nosotros en aquel misterio de fe… “y he
aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”
(Mt28:20). La duda de Don Ábila se aclaraba sola, de rodillas ante el altar¡Sólo Dios Basta! ¿Cómo se salvará el hombre ante tantas nubes y tormentas? Con lo que hay que aferrarse y predicar, que...
La Belleza Salvará al Mundo.
Humildemente dedicado a los 44 héroes del ARA San Juan, en
el día del descubrimiento del submarino, un año después de su desaparición. Que
nuestro Santo Padre de los Cielos los tenga en su Gloria.