No entraremos a detallar si el temple de los Gallardos que habían abrazado este nuevo hábito -verdaderamente justo y necesario- se reducía generalmente a solo una pinta, durando la plática tabernera una hora aproximadamente. Pero sí diremos que se había optado por un lugar encantador que predisponía a profundos diálogos, o bien, a risueñas charlas de pub. El sitio escogido es el mencionado London, ubicado en unas coordenadas estratégicas para que todos los Gallardos que salieran de sus respectivos trabajos a la hora del crepúsculo se pudieran reunir allí con facilidad y rapidez. En este barcito de estilo inglés, naturalmente, había un balcón pequeño con una mesa baja y algunas sillas en rededor. ¡Rincones pintorescos, si los hay! Allí podíamos beber tranquilamente mientras contemplábamos en la lejura al sol caer tras las montañas andinas. Si bien el bar se hallaba en el centro, la ubicación de éste era justa para amortiguar los ruidos infernales de la ciudad, aunque tampoco se trataba de un campo sosegado en completo silencio (además, si así fuera, dejaría de ser una taberna con todo lo que esto significa).
Y bien. Como decía, allí en London se encontraban los dos Gallardos: Don Hilario de Jesús y Don Virula de los Gamos. Más tarde irían cayendo el resto de los Gallardos, pero estos solían ser los primeros en arribar al mencionado balcón mítico e iniciar todo el ritual: pedirle a las camareras que nos pusieran "nuestra" música (irlandesa, celta o rock and roll), pedirles el chop con manís (generalmente blonda para el de los Gamos y morocha para el de Jesús) y finalmente encender los tabacos (pucho para el ruludo, pipa para el barbudo.) Una vez dispuesto todo, empezaba la plática serena, relajada, descontracturada, desestresada...; en una palabra, feliz.
Aquella tarde la charla se tornó filosófico-mística. Es decir, grave. Por eso rogaban ambos interiormente que no llegara toda la banda de Gallardos hasta pasado un buen tiempo para que se pudiese avanzar fácil y deleitablemente en todos los senderos posibles del diálogo en cuestión, hasta que se hiciera la luz de tanto charlar. Como dijera el viejo Aristóteles tantísimo tiempo ha: es más fácil llegar a la verdad entre muchos. Y efectivamente, los Gallardos muy a menudo terminaban arribando a alguna verdad de tanto conversar, debatir, intercambiar ideas o impresiones, o manifestar intuiciones o sencillamente dar la contra así como así. O quizás no siempre se trataba de verdades lo que alcanzaban, pero al menos eran atisbos de luz que esclarecían la mente o inundaban el corazón de una secreta convicción que consolaba y alegraba... ¿Psicólogos? No, gracias, entre dinosaurios nos entendemos...
-Compadre -lanzó Hilario luego de pitar su pipa con vehemencia-, lo notó apesadumbrado.
-Acierta, compadre -contestó Virula con desánimo.
-¿De qué se trata esta vez?
-Del pathos...
-Saque el rollo.
-Hace tiempo que ando como apagado, o estancado, o (como dicen ahora) "malpegado". No logro saber el motivo de mi insatisfacción constante, frustración, impotencia o el malestar que sea que tenga. De por fuera pareciera que todo marcha bien en mi vida. Pero por dentro, siento cierto tedio. En las juntadas me muestro contento y positivo, pero confieso que fuerzo la máquina un poco, o mucho, ya no sé... ¿Ha observado eso?
-A ver...
-Sí -interrumpió el Virulana-, tiene su dureza lo que digo, pero es así -y sorbiendo un trago de su Pilsen, pregunta el huesudo-: ¿Usted qué piensa?
-Vea, cumpa, puede ser preocupante lo que plantea, como a su vez no puede ser grave en lo más mínimo y esté dramatizando las cosas al pedo. -Y respirando hondo, éste empieza su nuevo discurso- Hay pathos y pathos. Si se refiere a tener que actuar siempre como un payaso en todas las reuniones sociales, no me preocupa demasiado. No siempre este pathos tiene que llevarnos a estar enérgicos, sonrientes, animosos y graciosos. Hay veces que podemos estar bien interiormente, en paz y contentos, pero afuera por ahí mostramos cierta melancolía en el rostro que la gente, sobre todo la gente frívola, juzga mal.
En esto se detuvo el viejo para beber un generoso trago de su pinta negra, y así refrescar el gargero, para luego seguir pronunciando su discurso inspirado por las Musas de la malta y la cebada, y por el Daimon de su tabaco latakia:
-Lo que sí temo, querido amigo, es aquel pathos, digamos, metafísico-espiritual, o cultural, o como puta lo llamemos. Aquel que se enciende ante el bonum-verum-pulchrum; aquel que no descansa, no se sacia y siempre anda en búsqueda de una vida más plena, más auténtica, más mágica. Este no debe apagarse jamás y hay que por eso mismo cuidarlo y cultivarlo. Es esta una tarea de todos los días, full-time, y consiste en alimentar esta llama de pasión por los altos ideales, por todo lo noble, por lo excelente. Y se alimenta a través de la oración continua, de reflexiones, de buenas conversaciones, de lecturas claves, de caminatas por la naturaleza, de música clásica, de poesías, de seleccionada compañía... En suma, compadre, en el fondo es la contemplación lo que nos mantendrá sanos y salvos.
-La contemplación... ¿Cómo es eso? -volvía a interrogar inquieto, el flaco, mientras se encendía un cigarrillo.
-Mire -reanudó el discurso el viejo mientras jugueteaba con su barba-, nosotros, estamos signados por la vocación a la contemplación. Sí, sonará raro lo que digo, pero espere. Nosotros ya hemos experimentado que cuando nos entregamos a las diversiones de modo exagerado e incontrolado, descuidamos precisamente todo lo que le acabo de mencionar: oración, lectura, pensamientos, etc. O dicho de otra manera, dejamos de estar a solas. Y ya de esto hemos hablado, de lo dañino que es no hacerse espacios para estar en soledad y hacer lo que nos gusta o lo que deseamos, o sencillamente para hacer lo que necesitamos y debemos hacer. Ahora comienza a ver la relación estrecha que hay entre la soledad y la contemplación, ¿verdad?
-Ciertamente. Prosiga...
-Bien. Decir entonces que estamos signados por la contemplación, es decir que estamos llamados a ser solitarios. Y acá también te sonará extraño lo que te digo, pero no se apresure mi amigo. Sin nosotros elegirlo, sabemos en lo profundo que no podemos, de algún modo, vivir como vive el resto de los mortales. La gente de mundo, o incluso la gente de nuestra aldehuela que nos es tan querida, pareciera que pueden vivir sin demasiados conflictos internos. Se divierten tranquilamente, cumplen sus deberes religiosamente, y luego vuelven a divertirse despreocupadamente. No se plantean demasiadas cosas, no sufren tantas otras, no cambian demasiado sus proyectos y el curso de la existencia para estos sigue su rumbo cual canoa en el río Paraná, sin sobresaltos... ¿Me va siguiendo?
-Lo sigo, como la canoa que acaba de evocar...
-Bárbaro. Pero espere, ¿quiere otra pinta?
-Meta.
Levantan la mano los dos taberneros con los vasos vacíos y la camarera se percata de las señas. Al rato vendría ella con dos pintas más, llenas al tope con espuma idílica, para completar el primer "happy-hours" de la jornada.
-Como le decía -continuó el pipero-, hay personas que pueden ser, y lo son de hecho, felices en el marco de una vida sencilla, simple, llana. ¿Son menos que nosotros? Pues no. ¿Acaso menos santos? Claro que no. No van por ahí los tiros... Lo que quiero decir es que nosotros no somos como ellos, sencillamente. No somos como la mayoría. Y descubrir esto, primero, y luego asumir esta realidad no nos pone en una posición especial ni salimos favorecidos. No al menos en una primera instancia... ¿Entendés?
-Sí -respondió el interlocutor jurásico, entre bocanadas de humo.
-Bueno. Entonces, si me ha ido siguiendo, tal vez el problema de Usted, que puede ser el mío o el de aquellos amigos que tengan estas características o inclinaciones que compartimos, es que ha desatendido la flor de la contemplación. No ha sido fiel al fuego contemplativo que lo habita. Se ha derramado hacia fuera, vertido hacia el exterior, y está pagando ese derroche y esa imprudencia. Por eso se anda sintiendo mal, con tirria en el pecho, con decepciones y amarguras. Y por eso mismo intenta agradarle a este mundo torpe y vacuo, sin aceptar que en él, tipos como Usted o como yo, no tenemos cabida.
-La verdad que es cierto. -Exclama el melancólico profesional, entre asombrado y dolido. Mas, luego de golpe, éste cuestiona con violencia:- Pero, y entonces, ¡cómo carajo viviremos, cuál será nuestro destino, si hemos de ser contemplativos en un mundo "anti-contemplativos"! ¡Cómo nos desenvolveremos en una sociedad exitista, activista y materialista! El mundo del trabajo actual nos marginará. Y el día de mañana, decime, ¡qué calidad de vida tendremos, cómo alagaremos a nuestra mujer, cómo nutriremos a nuestros hijos, en dónde diantres viviremos! Si tu planteo es real y verdadero, el panorama que me pintás, hermano, es desolador y sombrío... -Terminó estas palabras con una voz ahogada, con unos ojos vidriosos y con el ceño fruncido. Había tristeza y bronca al mismo tiempo en aquella expresión de desamparo total.
Hilario observaba a su amigo con detenimiento. Lo comprendía, lo compadecía y lo quería entrañablemente. Sentía la misma orfandad, signo ineludible del siglo que les tocaba enfrentar. Padecía la misma desazón ante la posmodernidad desesperante que imperaba en el mundo. Sufrían a la par la desorientación, la ausencia de faros en el camino que alumbraran el paso decidido del peregrino. Sin embargo, para eso y por eso eran amigos, entre otras cosas: para reconfortarse mutuamente, para ponerse en pie y alzar la testa, ya que los dos estaban enteramente convencidos de que dicho mundo pasaba y de que el Señor ya, pero ya, volvía. A pesar de tanta oscuridad, se alentaban para no ceder en su primera obligación: vigilar y otear el horizonte para ver volver a Aquel que prometió volver. Y si el camino se hacía largo, pues allí estaba siempre London -o cualquier refugio de turno-, para reavivar entre los amigos la llama de la Fe, de la Esperanza y de la Caridad.
Y últimamente, de la dulce Contemplación.
(Rembrandt, Filósofo meditando).