* A propósito de la entrada: "El Forastero del Camino", quisiera subir a la plataforma una rumia del mismo texto evangélico, ¡tan conmovedor!, que finalmente plasmé en un escrito para leerlo y compartirlo en una charla entre amigos, de esto hará unos cuantos años.
Y también, aprovecho para recordarles a los viejos amigos "gallardos" -los que sigan despiertos y anhelantes detrás de sus pantallas- que este blog "sin gala" cumple el próximo Día de la Hispanidad sus 10 años desde su creación (junto al escritor del último post, Deo gratias). ¡Una década, señores! Manifiesto con gratitud y regocijo, pues, que esta bitácora literaria, como la niña del evangelio, parece que -todavía- «no está muerta, sino que duerme».
H.
Jaime Domínguez Montes
(Lc 24, 13-35)
En esta preciosa escena evangélica lo que podemos contemplar de entrada es, una vez más, la paradoja cristiana. ¿Cuál? El misterio del “grano de mostaza”: la Acción Divina invisible en lo humanamente imposible. En este evangelio, el designio de Dios que pone fe y esperanza en la más ingrata incredulidad y negra desesperanza. Sucede que, discípulos suyos, el mismísimo día de la Resurrección, habiendo sido testigos directos de los que presenciaron el Acontecimiento, decidieron “tomarse el palo”. Sin embargo, algo los acosa en esa huida a Emaús; saben en el fondo que eran unos cobardes, unos tontos y unos faltos de fe. ¿Quién no ha experimentado esto alguna vez? Por eso hablan de lo recién ocurrido -las “últimas noticias”-: pasión, muerte y supuesta resurrección del Maestro Ieshua. Después de todo, tan indiferentes no son; sencillamente, lastimosamente, eran unos pobres incrédulos… como nosotros. Lo único bueno que conservaban, pero que bien podrían haber perdido de no habérseles aparecido el Señor a tiempo (¡Él siempre se adelanta!), era seguir “dándole rosca” al asunto, era seguir conversando sobre aquella Figura, esa Persona, que decía ser el Mesías. ¡Vaya si también no nos ha pasado de hablar de Jesús sin ser realmente conscientes de que Él nos está escuchando, de que Él está “en medio de nosotros”! Pero no nos damos cuenta la mayoría de las veces. Me pregunto si la santidad tan deseada por nuestros corazones no consistiera simplemente en un caer en la cuenta continuamente de que Cristo está con nosotros y “camina” a nuestro lado. Esto se llama Fe y esto es lo que constantemente hay que “poner a punto”, actualizar, cultivar y custodiar. ¡Y pensar!...
Entonces, los discípulos de Emaús tenían “algo” que les impedía ver, reconocer, descubrir al Resucitado. No entendían, por ejemplo, que el modo de actuar de Dios siempre es discreto. Quizás tampoco sabían que Dios se manifiesta en el silencio, no en tanta charlatanería y vanas polémicas, aunque se trate de cosas “santas” o de asuntos “eclesiales”. ¡Y cuántas cosas más se pueden sumar a este obstáculo para reconocer al Señor! Las vendas del corazón ciego pueden ser: preocupaciones, angustias, ensimismamiento, egoísmos, ambiciones, codicia, vanidades… en una palabra: EGO. Con todo, Dios se hace hombre y aparece en esta escena como un hombre que camina con ellos; un forastero con nosotros. Se pone de manifiesto cuando entabla diálogo con los discípulos que carecían de la inteligencia de la fe, de la comprensión del misterio cristiano. ¡Y cuán a menudo nos pasa, lamentablemente! No conocemos las Escrituras Santas, no recibimos las Palabras “de espíritu y vida”, no las rumiamos, no nos esforzamos por atender los designios divinos, no contemplamos el misterio de la Redención. ¡Por eso estaban tristes los discípulos; por la Cruz, por la Sangre derramada! Sin Cruz no hay Gloria, sin Sangre no hay Redención. Y sin Resurrección no hay evangelización. Lo decimos con los labios más, desgraciadamente, no lo experimentamos de verdad. Y esto nos sucede con el misterio de Cristo, Señor Nuestro, como también con el misterio de Su Esposa, la Santa Iglesia católica. Debe haber cruz, debe haber sangre, para que se nos abran las puertas del Paraíso, para que descienda el Cielo a la Tierra... Por todo esto, y más, somos cabezaduras por definición. Duros de corazón. Insensibles al Misterio de Cristo, y de Cristo Resucitado. Nos repele esta idea: que el Señor vive y tiene un Cuerpo glorioso y “en carne” se encuentra, ahora mismo, en la Santísima Trinidad, “a la derecha del Padre”. Pero el mismo Maestro se anticipa, se apiada luego y finalmente nos da la inteligencia para conocer y gustar Su Palabra. El Espíritu Santo nos revela al Cristo de las Sagradas Escrituras: toda la Biblia habla de Él. Esta es la clave de lectura. Y así, caminando con el Señor, muchas veces aunque no seamos del todo conscientes de esta verdad, leyendo la Biblia nos dan ganas de que Jesús “se quede con nosotros” hasta el fin. ¡Qué experiencia dulce y maravillosa. “¿No es verdad que nuestro corazón estaba ardiendo dentro de nosotros, mientras nos hablaba en el camino, mientras nos abría las Escrituras?”, se dijeron entre sí los discípulos apenas había desparecido el Viajero misterioso. Esta es una lección: si nos habituásemos a hacer Lectio Divina con amor y fidelidad, veríamos cómo la Palabra de Dios nos transformaría -invisiblemente, escondidamente- en “otros Cristos”, y nos iría causando un gran deleite y felicidad y paz... “¡Cuán dulce son a mi paladar tus palabras! Más que la miel en mi boca… son la alegría de mi corazón”, canta el Salmista (Sal 118: “Elogio de la Palabra Divina”). La Palabra de Dios es luz (II Pedro 1,19) y consuelo (Rom 15,4). Nos empuja a obrar bien y nos lleva a enseñar con eficacia (II Tim 3,16)…
En resumen: el fruto de la Palaba Divina es la perfección interior en la fe, en la esperanza y en la caridad. Pero hay más, se podría interpretar perfectamente -como lo han hecho teólogos- que después de esta exégesis de Moisés y de los Profetas hecha por Cristo, está la comida, el partir el pan, el sentarse a su mesa: esto es, la Santa Misa. ¡Cuánto habrán hablado los Santos Padres y los espirituales de todos los tiempos del poder de “los dos panes”: la Biblia y la Eucaristía! Este alimento no ha de faltar ni un solo día; así lo rezamos en el Padrenuestro. Entonces, pidamos fervientemente al Padre que nos conceda en el Nombre de Su Divino Hijo tener un amor apasionado y fiel a Su Palabra y a Su Carne… ¿Y los discípulos? ¿Cómo termina esta escena maravillosa? Al final Lo reconocen, pero hay que decir que el reconocimiento del Resucitado es siempre “desde dentro”, y no por el aspecto exterior del Resucitado. Así le pasó a la Magdalena que se confundió al Resucitado con un “Hortelano”, por ejemplo. Y brota este reconocimiento de la intimidad con Él, de permanecer con Él. Hete aquí la importancia de la oración contemplativa. Se inicia aquí, pues, un modo de encuentro nuevo con el Salvador: es el Hombre que habitó entre nosotros y conserva Sus Llagas “por las que fuimos salvados”; y al mismo tiempo es el Hombre Nuevo en una existencia nueva con un cuerpo glorioso e incorruptible. Ésta es la Segunda Persona de la Santa Trinidad: por Él, con Él y en Él formamos parte de la Familia Divina de la Tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu. Este es el misterio cristiano: adorémosle y obedezcámosle.
Así sea.
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