Cuando el Señor cambió la suerte de Sion, nos pareció soñar; la boca se
nos llenaba de risas, la lengua de cantares (Sal. 125)
Voy a contar una historia de
Dios. Quizá una historia sin importancia para muchos; una historia poco notable,
pero una historia al fin.
Pensando y meditando en el pueblo
de Israel, llegué a la conclusión de que probablemente lo que fue su perdición
constante fue el acostumbramiento que les llevó al olvido de Dios. Una y otra
vez. Pasó, por ejemplo, con el maná que descendía del cielo diariamente durante
tantos años, las aves que de arriba caían, y el agua que de la roca brotaba. Y,
sin embargo, se olvidaron de Dios y adoraron al becerro de oro. Y el Señor con
divina paciencia, contenía como un dique su torrente de Santa Ira para perdonar
una y otra vez a tan olvidadizo pueblo. Si se olvidaron viendo lo que creían, ¿qué
será de nosotros si lo que creemos no lo vemos?
Pero, ¿acaso la historia de
Israel no es también la analogía de la historia de nuestra alma? ¿Acaso no es
también la analogía de la historia de la Iglesia? Los Santos Padres así lo
piensan. La Iglesia concibió la liturgia con el fin de dar gloria a Dios, con
el fin de santificar al hombre, pero también con el fin de no acostumbrarnos,
de no olvidar, de recordar que en ese aparente pedazo de pan está presente Dios
Totipotente, creador y redentor nuestro. Pero ¿qué haremos nosotros para
prevenir o poner freno a nuestro constante olvido de Dios? No lo sé, pero yo he
decidido poner por escrito las bondades del Señor para conmigo, para
retenerlas, para rumiarlas, para transmitirlas a mis hijos y nietos, para que
vean la mano nítida de Dios en la vida de su abuelo.
Esto sucedió un día cualquiera,
en absoluto destacable, salvo porque era Domingo. Mi familia se reunía en casa
de uno de mis hermanos, previa Misa de 12:00, y me habían avisado para la Misa
y la posterior comida familiar. Yo vivo en las lontanías, y eso implicaba ir
con tiempo para agarrar el micro, que tarda sus cuarenta minutos hasta el destino,
y de allí treinta minutos hasta la iglesia. La parada del micro está a hora y
cuarto andando desde donde yo vivo, con lo cual decidí salir a las 9:40hs.
Rápidamente, mientras comenzaba a andar, miré el celular en busca de los
horarios del micro. Con pesar vi que el micro pasaba a las 10:30 por mi parada,
así que empecé a andar a paso ligero con la esperanza de llegar.
Conforme avanzaba el camino, veía
que el tiempo transcurría más rápido, y que cada vez era menos probable que
llegara. Les pedí a mi ángel de la guarda y al de mi padre (y de la familia), que
intercedieran por mí y me permitieran subir a ese micro. Al fin y al cabo, el
Señor era el primer interesado en que llegase yo puntual a Misa. A cambio,
ofrecí la semana entrante un esfuerzo fehaciente y una intención constante de
no dejarme llevar por la pereza, sino de cumplir con mi deber de estudio.
Mientras bajaba, iba viendo la
hora y repetía, «para Dios nada hay imposible», e intentaba recordar el pasaje
evangélico en que esa frase aparecía, pero sólo me acordaba de eso. «Señor,
tantas veces que me has auxiliado, ¿y hoy no lo harás? ¿Qué es para Ti atrasar
un micro? Tú que abriste como un surco las aguas del Nilo, Tú que multiplicaste
los panes y los peces, que transformaste el agua en vino, ¿no me harás este
favor?»
Y en eso iba pensando cuando
llegué a la parada. Eran las 10:45hs. El micro ya habría pasado haría mucho
tiempo. Ya calculaba el tiempo para el siguiente. Consulté el celular, y pasaba
a las 11:20hs. Ya no llegaba a Misa.
En ese momento, Poseidón la tomó
contra mí, por si no tenía ya bastante, y agitó con violencia las quietas aguas
intra-corporales, cual tormenta furiosa pidiendo salir. Como tenía tiempo,
decidí liberar esa tormenta detrás de un arbusto, para que no volviera a molestarme.
En ese preciso y exacto momento, vi que pasaba el micro que yo necesitaba,
delante de mis narices, sin poder yo hacer nada.
Tuve esa reacción, que uno suele
tener, que no es enfado, sino el siguiente nivel, que curiosamente consiste en
una risa floja y desenfadada. Y, volviendo a sentarme en la parada le dije al
Señor: «¡Te debo una! Fue culpa mía, pero Tú cumpliste con tu parte, así que yo
cumpliré con la mía. Esta semana, nada de pereza».
Mientras sacaba el tabaco para
pitar un cigarro me abordó el pensamiento: «Para Dios nada hay imposible. ¿Y si
le vuelvo a pedir el favor?». Entonces dije: «Señor, que pase un micro ahora, y
a cambio te ofrezco no fumar nada en la semana que viene». Esto rozaba ya el
tentar al Señor, pero ese pecado se da si hay mala intención, y en mi caso no
la había, así que pedí tranquilamente.
No había terminado de armarme el
cigarro cuando apareció un micro, sin número alguno, que se paró en frente de
mí a pesar de que yo no hice el gesto y que nadie del micro bajaba en mi
parada. Se abrió la puerta y pregunté, «Disculpe... No aparece el número del
bus, ¿hacia dónde va?». «Hacia el centro» respondió toscamente el conductor,
quizá enojado porque el Señor le había obligado a pasar a buscarme. Eran las
10:47hs., dos minutos después del primer micro.
Tiré el cigarro al suelo, lo
pisoteé con alegría y me subí. Y todo el trayecto fui pensando en la grandeza
del Señor, que no abandona, que es fiel hasta en lo pequeño. Y en la bajeza del
hombre que, a pesar de las constantes y evidentes gracias por Dios derramadas,
se olvida de Él. Y es un olvido que se me hace desprecio.
Que Dios nos libre del
acostumbramiento, que nos preserve del olvido, no vaya a ser que acabemos
adorando a un becerro de oro.
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E.N.