lunes, 27 de mayo de 2019

Del olvido al desprecio



Cuando el Señor cambió la suerte de Sion, nos pareció soñar; la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares (Sal. 125)

Voy a contar una historia de Dios. Quizá una historia sin importancia para muchos; una historia poco notable, pero una historia al fin.

Pensando y meditando en el pueblo de Israel, llegué a la conclusión de que probablemente lo que fue su perdición constante fue el acostumbramiento que les llevó al olvido de Dios. Una y otra vez. Pasó, por ejemplo, con el maná que descendía del cielo diariamente durante tantos años, las aves que de arriba caían, y el agua que de la roca brotaba. Y, sin embargo, se olvidaron de Dios y adoraron al becerro de oro. Y el Señor con divina paciencia, contenía como un dique su torrente de Santa Ira para perdonar una y otra vez a tan olvidadizo pueblo. Si se olvidaron viendo lo que creían, ¿qué será de nosotros si lo que creemos no lo vemos?



Pero, ¿acaso la historia de Israel no es también la analogía de la historia de nuestra alma? ¿Acaso no es también la analogía de la historia de la Iglesia? Los Santos Padres así lo piensan. La Iglesia concibió la liturgia con el fin de dar gloria a Dios, con el fin de santificar al hombre, pero también con el fin de no acostumbrarnos, de no olvidar, de recordar que en ese aparente pedazo de pan está presente Dios Totipotente, creador y redentor nuestro. Pero ¿qué haremos nosotros para prevenir o poner freno a nuestro constante olvido de Dios? No lo sé, pero yo he decidido poner por escrito las bondades del Señor para conmigo, para retenerlas, para rumiarlas, para transmitirlas a mis hijos y nietos, para que vean la mano nítida de Dios en la vida de su abuelo.

Esto sucedió un día cualquiera, en absoluto destacable, salvo porque era Domingo. Mi familia se reunía en casa de uno de mis hermanos, previa Misa de 12:00, y me habían avisado para la Misa y la posterior comida familiar. Yo vivo en las lontanías, y eso implicaba ir con tiempo para agarrar el micro, que tarda sus cuarenta minutos hasta el destino, y de allí treinta minutos hasta la iglesia. La parada del micro está a hora y cuarto andando desde donde yo vivo, con lo cual decidí salir a las 9:40hs. Rápidamente, mientras comenzaba a andar, miré el celular en busca de los horarios del micro. Con pesar vi que el micro pasaba a las 10:30 por mi parada, así que empecé a andar a paso ligero con la esperanza de llegar.

Conforme avanzaba el camino, veía que el tiempo transcurría más rápido, y que cada vez era menos probable que llegara. Les pedí a mi ángel de la guarda y al de mi padre (y de la familia), que intercedieran por mí y me permitieran subir a ese micro. Al fin y al cabo, el Señor era el primer interesado en que llegase yo puntual a Misa. A cambio, ofrecí la semana entrante un esfuerzo fehaciente y una intención constante de no dejarme llevar por la pereza, sino de cumplir con mi deber de estudio.

Mientras bajaba, iba viendo la hora y repetía, «para Dios nada hay imposible», e intentaba recordar el pasaje evangélico en que esa frase aparecía, pero sólo me acordaba de eso. «Señor, tantas veces que me has auxiliado, ¿y hoy no lo harás? ¿Qué es para Ti atrasar un micro? Tú que abriste como un surco las aguas del Nilo, Tú que multiplicaste los panes y los peces, que transformaste el agua en vino, ¿no me harás este favor?»

Y en eso iba pensando cuando llegué a la parada. Eran las 10:45hs. El micro ya habría pasado haría mucho tiempo. Ya calculaba el tiempo para el siguiente. Consulté el celular, y pasaba a las 11:20hs. Ya no llegaba a Misa.

En ese momento, Poseidón la tomó contra mí, por si no tenía ya bastante, y agitó con violencia las quietas aguas intra-corporales, cual tormenta furiosa pidiendo salir. Como tenía tiempo, decidí liberar esa tormenta detrás de un arbusto, para que no volviera a molestarme. En ese preciso y exacto momento, vi que pasaba el micro que yo necesitaba, delante de mis narices, sin poder yo hacer nada.
Tuve esa reacción, que uno suele tener, que no es enfado, sino el siguiente nivel, que curiosamente consiste en una risa floja y desenfadada. Y, volviendo a sentarme en la parada le dije al Señor: «¡Te debo una! Fue culpa mía, pero Tú cumpliste con tu parte, así que yo cumpliré con la mía. Esta semana, nada de pereza».

Mientras sacaba el tabaco para pitar un cigarro me abordó el pensamiento: «Para Dios nada hay imposible. ¿Y si le vuelvo a pedir el favor?». Entonces dije: «Señor, que pase un micro ahora, y a cambio te ofrezco no fumar nada en la semana que viene». Esto rozaba ya el tentar al Señor, pero ese pecado se da si hay mala intención, y en mi caso no la había, así que pedí tranquilamente.

No había terminado de armarme el cigarro cuando apareció un micro, sin número alguno, que se paró en frente de mí a pesar de que yo no hice el gesto y que nadie del micro bajaba en mi parada. Se abrió la puerta y pregunté, «Disculpe... No aparece el número del bus, ¿hacia dónde va?». «Hacia el centro» respondió toscamente el conductor, quizá enojado porque el Señor le había obligado a pasar a buscarme. Eran las 10:47hs., dos minutos después del primer micro.

Tiré el cigarro al suelo, lo pisoteé con alegría y me subí. Y todo el trayecto fui pensando en la grandeza del Señor, que no abandona, que es fiel hasta en lo pequeño. Y en la bajeza del hombre que, a pesar de las constantes y evidentes gracias por Dios derramadas, se olvida de Él. Y es un olvido que se me hace desprecio.

Que Dios nos libre del acostumbramiento, que nos preserve del olvido, no vaya a ser que acabemos adorando a un becerro de oro.


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E.N.

2 comentarios:

  1. Entretenida historia, y genial reflexión estimado emigrante!
    Nunca nos acostumbraremos de sus escritos, siga teniéndonos alerta para más de su pluma.
    Un gran abrazo!
    El de la Manchita.

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  2. ¡Cuántas veces nos habrá pasado lo que usted refiere!; y esos recuerdos han quedado en el olvido, o peor, ni siquiera nos dimos cuenta del origen de tanta "suerte" (Santa Providencia) y los desechamos al minuto. Creo que me voy a sumar a su sana iniciativa de poner por escrito "las bondades del Señor para conmigo, para retenerlas, para rumiarlas, para transmitirlas a mis hijos y nietos, para que vean la mano nítida de Dios en la vida de su abuelo." Qué importante es el recuerdo de las cosas divinas a lo largo y ancho de nuestras vidas.

    No nos deje nunca extrañado Emigrante, le mando un abrazo en la distancia,
    Camilo

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