DIA V
Esta es otra experiencia vacacional que trataré de relatar en pocas líneas... -aunque me quede corto, aunque diga muy poco-.
Estaba acostado, por dormir, hasta que mis amigos decidieron partir hacia el muelle (sí, el mismo muelle que visitara la noche anterior). Yo me olí -vaya a saber uno que Musa influyó en ese sentido- que una aventura especial me estaba convocando, esperando. Por lo que me alisté en un santiamén y salí con la tropa que me estaba por dejar atrás. La noche estaba fresca pero curiosamente acogedora, y yo no entendía porqué. Hasta que arribamos al muelle y, para mi sorpresa, el muelle no se encontraba allí. O mejor dicho, estaba solamente la entrada del muelle pero luego...¡desaparecía entre las brumas! Una neblina marina velaba el muelle, y no solo, sino también velaba el mar, la playa, el cielo, la ciudad y, por momentos, incluso los mismos amigos eran tragados por la espesa niebla gris. Desafortunadamente -o no tanto- los compañeros de la tropa decidieran volver a casa por "frío" (léase: burguesía, sin remilgos). Cuando tenía que acoplarme al resto contra mi voluntad por ser el único que quería quedarme allí y porque la casa quedaba en el otro rincón de la ciudad balnearia, me entero de que faltaba un compadre. Y sí, ¿quién podía ser? Correcto, Don Virula de los Gamos. Secretamente me alegré de que hubiera tomado esa decisión de haberse apartado de la tropilla. Cuando corrí a buscarlo muelle adentro, dejándonos los otros que retornaron en sus coches confortables, escucho un grito desde la playa. En efecto, Don Virula se hallaba debajo del muelle, sobre las rocas y entre violentas olas.
Y me reí... Hacía mucho que no me reía así.
Felizmente bajé raudo a su encuentro, vislumbrando una travesura o alguna pequeña hazaña. Así fue que, mi compañero de tantas travesías y desafíos, me invitaba y retaba al mismo tiempo para conquistar tres minúsculas islas que apenas se divisaban entre tanta bruma. Para alcanzar dichos objetivos había que enfrentarse a duelo, cara a cara, con Poseidón que nos amenazaba con un oleaje revoltoso, con una niebla engañadora y con una llovizna que distraía. Pero la meta no era imposible, aunque sí se trataba de una misión un tanto temeraria. Nadie se encontraba por la orilla ni de pesca a esas altas horas de una noche avanzada que estaba por concluir su turno. (¿O tal vez ya comenzaba el alba? Difícil de saberlo por la magia del clima). Virula y yo estábamos solos, muy solos, a solas con Poseidon. Los peligros eran varios y reales: ser arrebatado por el bravo mar, estrellarnos con las rocas filosas, ser mordidos por los cangrejos o bestias marinas peores, que la policía aparezca de improviso; entre otros riesgos posibles. Difícil operativo. Sin embargo, la decisión ya había sido tomada, y la retirada era inadmisible...
Decía que iba a ser breve. Por eso, no podré contar los detalles de la exploración (ni aún menos el regreso a la base militar pasada la aurora). Lo importante que han de saber es que logramos alcanzar las islas, las cuales fundamos con el nombre de San Pedro, San Juan y Santiago. En las tres pisamos firme a pesar de los múltiples azotes de Poseidón, a quien vencimos, aunque nos halla propinado unas cuantas heridas en el cuerpo. Pero salimos victoriosos. Y mientras en las islotes, mojados de pies a cabeza, cantábamos y bailábamos -en menores paños- y bebíamos whisky con cigarrillos caímos súbitamente en la cuenta de que estábamos realmente vivos, de que eramos nuevamente niños...
¡Salve cuerda locura veraniega!