DIA III
Existe una experiencia maravillosa cuando se va al mar que no hay que dejar de hacer: arrimarse de noche a la punta del muelle y permanecer allí, vigilante. Esta experiencia única se acentúa si al contexto descrito se le suma una tormenta feroz. Esto significa que el viento azota con más vehemencia y hay que agarrarse firme de la baranda. Significa un olor salado que se infiltra por los poros. Significa un sin fin de sensaciones más, todas ellas intensas. Es el vértigo mismo. Se trata de quedar suspendido sobre olas temibles que rujen y que hacen estremecer los puntales del muelle costero. Es, además, observar el noble oficio y arte de la pesca: su rito, su ritmo, su mística y su gracia. ¿En qué traes tu recreación, pescador nocturno? Tu que sabes de paz y de paciencia, instrúyeme silenciosamente. Sin embargo, lo más especial y tremendo de esta vivencia es lo terrible. El terror de una tempestad que se divisa en lontananza, pero que se avecina. Borrasca que ilumina el cielo oscurecido por rayos implacables que se descargan insistentemente sobre las aguas profundas. Terror antiguo de marineros intrépidos. Espectáculo cósmico que aterra, que espanta, que hechiza. Tentación de ser envuelto, absorbido, por esas fuerzas desatadas de la natura. Es un terrible despliegue que invita a pensar sobre el Terrible que ordenó esa tormenta. Sobre el Terrible hacedor de ese océano, de esos rayos, de esos truenos, de esos vientos, de esas nubes. Director de esa obra teatral telúrica. Domador de borrascas marítimas que minimizan al humano arrogante, prometeico.
¿Estuve yo presente cuando hiciste todo esto, Señor de las tormentas? Desde luego que no. Decididamente no.
Dejo a los pescadores en su juego misterioso y en su puesto de centinelas. Me siento mal por haberlos dejado... Abandono la vigilancia.
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