domingo, 31 de diciembre de 2023

Joseph, o de la vocación.

 A la memoria de Benedicto XVI, varón santo, sabio y artista, en su primer aniversario de su partida a la casa del Padre. Con gratitud y especial devoción.

16.4.1927 + 31.12.2022

José,

O de la Vocación.

 

Este fue el nacimiento de Jesucristo: María, su madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no han vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era un hombre justo y no quería denunciarla públicamente, resolvió abandonarla en secreto. Mientras pensaba en esto, el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo. Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su Pueblo de todos sus pecados». Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que el Señor había anunciado por el Profeta: "La Virgen concebirá y dará a luz un hijo a quien pondrán el nombre de Emanuel", que traducido significa: «Dios con nosotros». Al despertar, José hizo lo que el Ángel del Señor le había ordenado: llevó a María a su casa, y sin que hubieran hecho vida en común, ella dio a luz un hijo, y él le puso el nombre de Jesús.

(Mt I, 18-25.)

El nacimiento de Jesucristo en mi vida bien puede ser el origen de mi vocación existencial y trascendente. Toda genuina vocación -religiosa, apasionada, orante- podría describirse en esta hermosa escena del evangelio de Mateo. Podríamos intuir el origen de un llamado en este pequeño y colorido cuadro. El inicio de un camino hacia la plenitud, más también hacia la cruz.

María es María, nuestra Madre, y también es la Iglesia, Madre nuestra. La esposa o la prometida, es la Virgen, es la Iglesia, mas también es la Cruz redentora. José es el corazón profundo, es mi yo ideal, es la existencia auténtica. José, mi identidad, está comprometido con Ella, la Mujer, y desea vivir con Ella, fundar un hogar, formar una gran familia y dejar una descendencia numerosa. Esto quiso de entrada, siendo aún bastante joven, acaso un muchacho. No sabía, desde ya, lo que quería. ¡Pero lo quería! ¡Y cuánto la quería…!

Sin embargo, al propio corazón no había descendido el Espíritu Santo, todavía. Por entonces era el Gran Desconocido. Y esta Persona, no obstante, ya había visitado a la Mujer anhelada. Mucho antes, de hecho. El Pneuma era el alma de la Iglesia y era el divino Esposo de aquella Doncella. Pero el corazón aún no se había transformado en un ser espiritual; el llamado a la verdad y a la libertad todavía se escuchaba con oídos naturales, acaso demasiado temporales y terrestres. Faltaba un misterioso nacimiento previo a la Vida misma, para que pudiera ver y aceptar el nacimiento del Hijo: principio, centro y fin de toda vocación y de toda misión. En una palabra, había que despertar

Antes del despertar, no obstante, debía acontecer el milagro. En verdad, todo despertar es en sí un maravilloso milagro. Mas también lo es recibir visitas de Ángeles en los sueños. En definitiva, la vocación es una cadena de regalos maravillosos e inefables; una cascada de milagros… Incluso la criatura misma que recibe el llamado de lo alto y de lo hondo es quizá el mayor de los milagros: el ser humano. El corazón en sus profundidades es puro, es santo: es justo. Es allí donde se termina de responder al llamado, pues la capacidad de entrega total e irrevocable permanece allí, escondida, en todo su potencial. La energía de José se abrirá cuando oiga, por fin, el anuncio: la Buena Noticia. ¡El Mesías esperado! Comenzará su camino cuando sepa que no hay nada que temer. Que hay una alegría poderosa e incontenible que está a punto de estallar…

Con todo, si no hay dudas, de seguro que hay incertidumbres que abruman, e incluso espantan. Puesto que se trata de un Misterio tan grande, se hace difícil, si no imposible -humanamente hablando-, acoger el Misterio. Ser hospitalario con una Verdad inmensa, tremenda, decididamente majestuosa y aun terrible. Un Sentido que escapa a todos los sentidos, pero que en el fondo los sostiene y vitaliza. El corazón que aún no descubre toda su grandeza y su capacidad, órgano diseñado por el mismo Creador, que a su vez es el Señor de esta historia de amor y de luz, no puede asumir la tarea de continuar un proyecto en común con la Mujer que ama y ha elegido…

Y por eso sufre. Se desgarra en su interior. La tensión lo deja casi sin aliento, casi sin esperanza, ni siquiera con una ilusión. El amor primero, aquel frescor de los inicios sencillos y modestos en la Nazaret natal, aquellos encuentros fugaces o aquel cruce de miradas enamoradas en el aljibe del pueblo chico, todo se va apagando inusitadamente. Todo comienza a volverse, más que un recuerdo vibrante y animoso, una pesadilla amarga y triste. También furiosa, por momentos. El dilema de José es prácticamente invivible. No puede continuar su vida así nomás, como si nada pasara, como si todo fuera normal. Está el Misterio, insondable, infinito, que cuando llega y se instala: ¡todo cambia! Todo se revoluciona por dentro…

El corazón, aun siendo inexperto en el amor verdadero y traspasado por espadas, podía intuir la nobleza y santidad de Aquella que estaba encinta. Mejor dicho, no vacilaba acerca de su luminosa realidad, pero no la comprendía, y eso le retorcía las vísceras. No comprendía porque antes no podía contener semejante luz enceguecedora. Paradójicamente, era tan deslumbrante aquella lumbre que le parecía todo oscuro, a veces siniestro. Aunque tal oscuridad jamás le llevó a creer que “eso” era lo real: lo oscuro y siniestro. No, jamás. Entendía que no debía identificar las sombras con los grandes misterios de la vida y de la muerte. Sabía que Ella era la Mujer vestida de sol y era la Novia engalanada. Y era la Cruz de la que emanaba la Luz beatífica. Pero tantas y tales verdades misteriosas no podía soportar el corazón profundo y pequeño a la vez. Éste necesitaba una iluminación. Un aviso. Un mandato… ¡y urgente!

La urgencia provenía del gran dilema de: o hacerse cargo con violencia de la situación inconcebible, o de echarle la culpa a la Mujer con ánimo pusilánime y mente escéptica. O bien, una tercera vía superadora, integradora, y tal vez magnánima, era la de mantener la situación en secreto y alejarse de todo el embrollo para siempre, sin pena ni gloria. En cualquier caso, cargando él con el estigma de ser un fracasado y un irresponsable frente a la parentela y toda la aldea. Evidentemente, no era la elección ideal; ni lo óptimo ni lo más sensato. No era lo más santo, tampoco. Y es que en tales encrucijadas de la existencia lo acertado es esperar de pie en la misma cruz que se presenta; en el cruce de caminos distintos, opuestos y variados; en el suspenso angustioso entre cielo e infierno; en la tirantez de dos líneas que chocan y se juntan para luego seguir cada una su dirección precisa. Lo apropiado, lo creyente, es esperar la visita del Ángel. Es confiar en que, más allá de este mundo secularizado y cada vez más frivolizado y alienado, hay Ángeles que nos besan y nos susurran mensajes esenciales -si es que hemos aprendido a ser soñadores. Si el corazón aprende el primitivo arte de orar soñando y de soñar orando es posible seguir escuchando la Voz de Dios. Es posible ser obediente en la fe, y pasar a la acción. Aunque sea -y es- de noche…

José, lo que tenía que hacer, era dejar de pensar. Precisamente, su pensamiento lo llevó a la resolución de abandonar a su esposa. De dejar el inicial propósito de vida a un lado, y buscar otra cosa. De repudiar una vocación que, primordialmente, le hacía feliz. Pensó demasiado, y por eso se fue enfriando su espíritu, hasta llegar al titubeo y a la agonía… No sabía que parte del discernimiento era soñar, era sentir, era intuir y era, sobre todo, actuar. Pero justamente él creía que discernir, y discernir la clase de disyuntivas y problemas que ahora se le presentaban, era básicamente pensar, razonar, argumentar, juzgar... Pero no, querido Yosef; había más, mucho más por hacer, y antes que eso, por ser 

¡Ser hijo! Oír personalmente, íntimamente, que se era hijo: “hijo de David”; hijo del Padre. ¡Pues lo somos! José era hijo, primero, y por eso pudo ser padre: padre adoptivo de Jesús, el divino fruto de fidelidad y de unión amorosa con la Mujer. Madre, Maestra y Amante. Por eso pudo decir sí al Ángel. Lo más fuerte que oyó en sueños fue su filiación, seguido del “no temas” promisorio y confortante, decisivo. -No hay de qué temer, hijo mío, corazón amigo. El Espíritu está en Ella; el Espíritu viene a ti. ¡Arriba!

Sabiendo quién era y de dónde venía, ya estaba en condiciones de custodiar el Misterio. Recordar su infancia y su descendencia le devolvía el vigor y la claridad que necesitaba para arriesgarlo todo, para consagrarse entero al Designio señalado desde la eternidad. Revisó su biografía y reconoció que el Dios de sus padres Abraham, Isaac y Jacob siempre estuvo presente, cuidándolo y guiándolo hasta ese momento crucial de su historia única e irrepetible. Agradeció su buena fortuna. Y finalmente, podía res-ponder al llamado del Mensajero del Señor, es decir asumir la responsabilidad de su consagración total a esa Sagrada Familia que estaba originándose, humildemente, discretamente. Él, José, estaba siendo parte de una nueva familia, que a su vez lo acogería a él con el mayor de los amores. Más tarde acabaría por comprender y gustar la dulzura inefable de tener a María como esposa y a Jesús como el hijo bienamado que debía guardar con celo y pasión hasta el fin de sus días. Tal sería su secreta alegría que lo animaría en todos sus viajes y en la oculta existencia nazarena. Más tarde sabría que, efectiva y afectivamente, el Niño esperado era el “Dios con nosotros”: el Emmanuel.

José, el corazón casto, supo estar atento y vigilante a la voz del Ángel. Aprendió el lenguaje angelical -acaso porque su vida venía haciendo angélica, de alabanza permanente al Dios vivo. Pudo decir sí con confianza, en medio de la noche. Se hizo cargo de la misión, y actuó con rapidez y decisión. Le puso nombre al Niño que debía proteger, por mandato de lo Alto. Y el tan Deseado varón sería el que salvaría a su Pueblo, no él, no José. Éste era un siervo más que prestaba su existencia para que la obra redentora continuara, para que la Palabra se cumpliera cabalmente, hasta la última jota. Lo anunciado por los Profetas debía acaecer, y él lo sabía -lo sabía porque conocía y amaba la Escritura. José era un hombre bíblico en serio, que es otra manera de decir que fue un hombre justo, y por ello fue partícipe de la gran Historia Sagrada, y de una manera privilegiada. Con un papel singular.

El corazón profundo es esencialmente creyente. Confiado al Padre. Esperanzado en las Promesas. José creyó y por eso recibió a María en su casa. Pero María había creído antes, por esto Ella ya le había recibido a él en el hogar de sus entrañas maternales y esponsales. La auténtica vida, que siempre es vida en abundancia, hallaba una casa y un templo; una nueva creación. Y una nueva relación: de hijo, esposo y padre. ¿Dónde se había metido -o lo habían metido a- José? ¿Habría imaginado semejante experiencia de vida? ¿Cuáles habrían sido sus expectativas iniciales ante tamaña propuesta del Ángel visitador? Probablemente no habría tenido la más absoluta idea de lo que se le avecinaba. Él simplemente despertó sabiendo cuál era su vocación. Su visión nocturna le abrió un sendero, angosto, pero camino al fin, y por allí fue, siempre despierto. Desde entonces, sabía que no podía dormirse pues muchos enemigos le seguían el paso para hacerlo caer, y muchos más eran los curiosos que lo presionarían con impertinencias y cachondeos.


Pero él ya era todo para María y el Niño de su vientre -¡el qué dirán no importaba más!    

Y Ella era todo para él: el Socorro perpetuo; su sostén, su amparo, ¡la Rosa Mística!

¿Y Jesucristo? Era TODO para ambos, para los dos.


*


H.

jueves, 21 de diciembre de 2023

¡La voz de mi amado!

                      

¡La voz de mi amado! Ahí viene, saltando por las montañas, brincando por las colinas. Mi amado es como una gacela, como un ciervo joven.  Ahí está: se detiene detrás de nuestro muro; mira por la ventana, espía por el enrejado. Habla mi amado, y me dice:

«¡Levántate, amada mía, y ven, hermosa mía! Porque ya pasó el invierno, cesaron y se fueron las lluvias. Aparecieron las flores sobre la tierra, llegó el tiempo de las canciones, y se oye en nuestra tierra el arrullo de la tórtola. La higuera dio sus primeros frutos y las viñas en flor exhalan su perfume. ¡Levántate, amada mía, y ven, hermosa mía! Paloma mía, que anidas en las grietas de las rocas, en lugares escarpados, muéstrame tu rostro, déjame oír tu voz; porque tu voz es suave y es hermoso tu semblante».

(Cant II, 8-14)

Primero es la voz, después la presencia. Primero la escucha, luego, la visión.

Él viene y está; yo soy el que debe esperar y el que debe permanecer con él, y en Él.

Hay vida en el que viene, abundante vida, por eso salta, brinca y danza.

Posee una vitalidad excesiva, una energía desbordante, incontenible, que se derrama y expande por doquier, por do vaya…

Y tiene una agilidad, una elegancia, una fuerza y una sagacidad tales que parece una gacela.

Si percibo su voz sabré que viene, y que viene a mi encuentro. Viene por mí, viene a decirme algo, lo intuyo...

Él viene, siempre viene, él es el que siempre está viniendo, y siempre viene saltando y brincando entre montes y collados, como Hombrevida, como Tom Bombadil, como un divino Payaso...

No hay montaña, no hay colina, que lo pueda detener.

Él atraviesa y supera todas las paredes de piedra, por muy altas que puedan ser, por muy duras e impenetrables que puedan resultar.

Él viene igual -en parte ése es su oficio y su ejercicio: venir, estar viniendo.

El viene a buscarme, a buscarnos. Él tiene una cita conmigo, con la humanidad, a la que no puede faltar. La cita es urgente, impostergable, pues tiene algo importante que anunciar.

 

Gracias a esta Palabra de su Cantar sé que Jesús es el Amado.

Sé también que es mi amado y para mí, que pasta entre azucenas.

Sé que tiene una voz, que viene, que baila y juega, que corre veloz y con gracia, cual cervatillo.

Pero también sé que está, que ya está aquí, pero ¿dónde está?

Que puede detener su carrera y dejar de brincar, lo veo, más ¿cómo puede ser esto? ¿Por qué?  

Si fuera por este misterioso cervatillo él podría seguir corriendo y saltando y buscando a su amada.

Sin embargo, llega un punto en el camino donde tiene que frenar, detenerse y esconderse. Es un momento esencial para la amada, ¡vital!, pues ahora ella ha de actuar.

Es su turno. La hora de la amada. La hora de la respuesta.

El ciervo joven más no puede hacer porque se interpone un muro entre ellos, mas ese muro lo construyó la amada -acaso por desconfiada y miedosa.

Los muros no son jamás invención del Amado; él aborrece los muros y antemuros.

Muros y murallas separan a los amantes, aíslan a los seres vivientes, dividen a todas las criaturas.

(Podrían proteger, como a un jardín cerrado, pero éste no es el caso, muchas veces no es el caso.)

Porque el muro es de la amada, y no de él, el amado ha de quedarse justo detrás del mismo, oculto e invisible, y desde éste secreto lugar espía y observa a su paloma herida…

 

Hasta que le habla y le susurra palabras de amor y pasión para atraerla en pos de Sí, para inspirarla, para levantarla.

La ventana, el enrejado, son las heridas de la amada: desde allí nos mira la gacela, y nos acecha.

El muro todavía sigue allí, ¿y quién lo puso? La amada, aunque no sólo...

¿Cuál será la naturaleza del muro aquél? ¿Qué es? Porque es evidente que existe, y que aprisiona. No deja ver al Amado…

El muro es la existencia sufriente, la natura humana caída, el ego posesivo, la soberbia de la vida.

Pero si se mira bien, hay grietas en el muro -en todos los muros, por inexpugnables que parezcan-, y por allí se puede descubrir al que viene a salvarnos.

El desafío es apostarse allí mismo, en cada hueco, en cada llaga, y prestar atención al amante que quiere rescatarnos… de nosotros mismos.

Sólo él podrá sacarnos de las murallas de la muerte, del yo encastillado.

Y lo hace de la única manera que puede y sabe hacer: con Amor.

 

Amando despierta y levanta, llama y atrae, sana y protege.

Él conoce todo sobre nosotros, todo de mí.

Conoce los tiempos, los climas y las estaciones de nuestro ser.

Él sabe cuándo pasan las lluvias y los inviernos, y cuándo arriba el tiempo de las canciones.

Conoce la frialdad de mi ánimo y la esterilidad de mi mente.

También los gemidos y las lágrimas, que él recoge una por una en sus ánforas.

Él aprecia ese débil canturreo de una oración que apenas hace pie, pero que ya tiene alas.

Él ama mi tierra, nuestra tierra.

Él admira los frutos y las flores y los perfumes de nuestro huerto;

Todo lo ve, lo cuida, lo disfruta.

Cada viña en flor, cada breva, él la ama y la celebra.

Es el Señor de la vida, de los sembrados y de las cosechas.


El joven bello y fuerte de piel dorada busca a su esposa, busca a su amada.

Quiere una amiga, la niña de sus ojos, que no la encuentra por los bosques ni en la mar.

La torcaza ha puesto su nido en las grietas de las rocas, ¡y ha hecho bien!

Pero no puede quedarse más allí: ¡ha de salir, ha de volar hacia su amado!

Dejarse caer y planear, por el poder de la Palabra que la llama.

Suspendida en el aire por la Voz del que llama -el amado de mi alma.

¿Y qué quiere el infatigable Buscador? Quiere un rostro y quiere una voz.

¡Quiere mi rostro, quiere mi voz!

El rostro hermoso y la suave voz de la paloma en vuelo.

El semblante sereno de un corazón en paz.


¿Y por qué se esconde la tortolita? ¿Por qué es tan huidiza?

¿Por qué se expone a lugares peligrosos?

¿Por qué no desciende y se aleja de su nicho familiar?

¿Por qué no deja las zonas de conflicto -abismos y pendientes-, y se recuesta por fin en su dulce amado de las montañas?

 ¿Por qué dudas de tu voz, pichona?

¿Quién te dijo que eres fea, morena linda?


El Esposo ha puesto en ti sus ojos, y te ha embellecido.

Tu encantador Amigo se ha enamorado de ti, por ello cantas melodiosamente.

Déjate de historias, paloma, y entrégate a tu marido.

Él es el que viene.

Él es el que te salva.

¡¡¡Él!!!, el que te conoce y te ama.




H.


viernes, 15 de diciembre de 2023

Dos hombres sabios y salvajes entre adolescentes.

 

 Pero, ¿con qué compararé a esta generación? Es semejante a los muchachos que se sientan en las plazas, que dan voces a los otros, y dicen: «Os tocamos la flauta, y no bailasteis; entonamos endechas, y no os lamentasteis». Porque vino Juan que no comía ni bebía, y dicen: «Tiene un demonio». Vino el Hijo del Hombre, que come y bebe, y dicen: «Mirad, un hombre glotón y bebedor de vino, amigo de publicanos y de pecadores». Pero la sabiduría se justifica por sus obras. 

          (Mt XI, 16-19)

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¿Acaso se puede seguir confiando en la antojadiza raza humana, habida cuenta de su volubilidad y negatividad, ilustrada pintorescamente en esta breve parábola?

Si al Hijo del Hombre y al Mayor hijo nacido de mujer le endilgaron semejantes motes despreciativos y le brindaron semejante trato hinchado de espíritu burlesco y de malicia encubierta, ¿qué trato y qué mote no nos aguarda a nosotros, miserables, flojos imitadores del Cordero y su Precursor, perezosos discípulos de la Sabiduría que salva? Si de tal manera acosaron a estos grandes y santos varones los de su generación adúltera, ¿qué diferencia habría de haber en la nuestra?

La generación adolescente y caprichosa es la misma ayer y hoy.

A Dios, Cristo, lo descalificaron por ser demasiado humano, como un ser corrupto y dado a los vicios. Y al varón salvaje, Juan, lo humillaron con los ángeles caídos, comparándolo con una fuerza oscura y terrible, aunque sobrenatural.

El tipo humano perfecto, Jesús, resultó un peligro para la sociedad de su tiempo, un sujeto perdido irremediablemente. Y al individuo libre y fuerte, al Bautista, lo consideraron un enloquecido, más que eso, un poseso de los desiertos.

Ambos, sin embargo, son los arquetipos de hombres sabios y puros cuyas obras maestras, el testimonio de vida que dieron, los han justificado por todas las generaciones venideras, incluida la posmoderna nuestra del siglo XXI.  



H.

jueves, 14 de diciembre de 2023

La puerta del reino a la que llegó el Bautista.



 

«Desde los días de Juan el Bautista el reino de los cielos padece fuerza, y los que usan la fuerza se apoderan de él». 
(Mt XI, 15)
«La Ley y los Profetas llegan hasta Juan, desde ese momento el Reino de Dios se está anunciando, y todos les hacen fuerza». 
(Lc XVI, 16)

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Reino especial es este Reino de los cielos...

Reino que tiene vida en sí mismo, una vida que desborda y arrolla; reino en movimiento, reinado impetuoso.

Primero el Reino de los cielos se tiene que apoderar de uno, capturarlo, cautivarlo. Primero, la Gracia, para que pueda el hijo de mujer conquistar ese Reino escondido.

El Reino de gracia, la Gracia del reino, posee y padece una energía, un poder infinito que está al alcance de todos, que se tiene que alcanzar y tomarlo, ¿por asalto?. Es ésta fuerza misma la que nos permite el ingreso al reinado de Amor, y no la propia fuerza humana. 

Mi fuerza no vale de nada para semejante empresa, porque mi fuerza y mi poder es el Señor, ¡Él es mi salvación! (Is XII, 2). Mi Salud existencial y mi Reino interior.

El Bautista usó su fuerza descomunal, su espíritu salvaje, para poder arrebatar las llaves de este Reino elusivo. Su propia aventura, la singularidad de su vocación lo llevó hasta el umbral de la Puerta prometida: y la reconoció como Cordero. Llegó hasta la frontera, pero no pudo ir más allá, pues su poder procedía de la Ley y los Profetas, insuficiente para lo que se estaba inaugurando: la era mesiánica. Juan fue llamado "mayor" por haber estado tan cerca de tocar con su dedo la Salvación, pero sólo lo señaló de lejos, y después desapareció; menguó.

Hasta ser degollado, por su grandeza.

Juan el Bautista, el varón Mayor, si bien elogiado por su Señor, quedó subordinado en la nueva escala evangélica que instauraba su primo menor, Jesús de Nazaret. En adelante, habrían personas "mayores" que él. Y esos "más grandes que él"  serían "los más pequeños de aquel Reino" que tanto anhelaba el hijo de Zacarías.

Sorprendente afirmación del Maestro. Sufrida contradicción del Precursor. Tensión entre ambos, amorosa tensión de dos apasionados. Y todo por este Reino nuevo, pequeño como un grano de mostaza,... casi reino de nada...

El Bautista, con su increíble potencia, quedó reducido a la impotencia. Valió su esfuerzo y su ascesis de toda una vida, sí, para descubrir su límite. El Reino de Dios que comenzaba a anunciarse le era desconocido, totalmente misterioso. Inconquistable. Desde ese momento, dicho Reino abría sus puertas de par en par a todos los hombres amados por EL-que-había-de-venir: Jesucristo, de cuya plenitud todos hemos recibido gracia sobre gracia. Hasta Juan, la Ley de Moisés; después de Juan, la gracia y la verdad (cf. Jn I, 16-17).

Es decir: REINO.

Éste, de aquí en más, se recibe como niño; como un niño que nada sabe, nada quiere, nada puede y nada hace. Sólo confía. Confía en que el Padre le dará ese Reino, le dará todo lo que le pide. Le dará al mismo Rey, su Hijo bienamado. Sólo hay que creer en este Reino invisible... invisible para los que no son como niños,... para los que se han quedado en la Ley y los Profetas... 

El Reino de Dios se está anunciando todavía hoy, ¡ahora!, se sigue anunciando en mi vida, en mi corazón, en el mundo entero. ¿Todavía se anuncia? ¿No será mucho...? Pero no lo veo, no lo siento, no lo oigo ni percibo. ¿Me habré quedado sin oídos para oir, sin ojos para ver a este Reino, a este Rey...?

Se dijo que este Reino se conquista con la fuerza secreta... del mismo Rey. Pero también este Reino sufre otra fuerza, mejor dicho, otras "fuerzas" para que no se instaure, para que no se anuncie, para que no se cante y se celebre. Para no acogerlo en la propia biografía, especialmente a través de mis heridas...

Sufre resistencias, primero en mi ser. Soy yo el que me opongo, consciente o inconscientemente, a su extraordinario dinamismo. Todo y todos le hacen fuerza, dentro y fuera, arriba y abajo, en el Este y en el Oeste. Este Reino de Amor -el Evangelio anunciado- es tan poderoso y, al mismo tiempo, tan frágil...

Misterio de la fragilidad de Dios y de su reinado, que el rudo Bautista no pudo comprender.

Adviento es el tiempo para colaborar con este Reino que viene, pero que siempre está viniendo.

Es el momento para hacer que el Reino de los cielos sea real entre nosotros, en mí, en vos.

Para ser discípulos del Reino e hijos del Rey.

¡Somos ese Reino que se está anunciando!

¡Ya está aquí!