Una encendida apreciación
1.2.24
Es mi deseo esta vez (o acaso una exigencia del corazón tiernamente herido) compartir una viva y revitalizadora impresión, un noble admiración, una verdadera alegría. Anoche he acabado de ver la serie cristiana The Chosen. Se me hizo tarde el concluirla porque no podía dejar de ver los dos últimos capítulos “al hilo”. En verdad, creo que podría ver la serie entera sin interrupción. De hecho, ya me encuentro con ganas de volver a verla, de principio a fin, y eso que aún no he terminado de decantar todo lo que esta gran obra (¿maestra?) ha podido -y puede- ofrecer. Pero la “adicción” que adrede asoma en estas líneas hacia tal obra cinematográfica no se debe tanto a la calidad de los recursos que se utilizaron, al alto nivel de sus personajes (quizá a expensas de uno, el que interpreta al Mesías: Jonathan Roumie, del que hablaré más adelante), del vestuario, de la escenografía, de la fotografía, de la música, etc., sino a la figura central de Jesús de Nazaret. Lo que acabo de afirmar no va para nada en detrimento al inmenso logro alcanzado por su creador y director (Dallas Jenkins) y a todo el equipo con el que trabaja. Al contrario, el mismo fundador de la serie afirmó que, de hacer cine cristiano, lo haría a lo grande, con magnanimidad, belleza e intensa emoción. Y puedo decir que lo conquistó, colmadamente. Que en estas primeras tres temporadas, de ocho episodios cada una, ha podido capturar toda la atención del televidente, ha llegado a conmover las fibras más íntimas de muchos espectadores que, probablemente, hayan empezado a ver la serie dramática con cierto escepticismo pero que rápidamente tal estado de la mente viró a una especie de devoción, o compulsión, por la obra de marras.
Me atrevo a ponderar el trabajo de Dallas Jenkins a la altura de la gran obra mundialmente aclamada del artista indómito Mel Gibson, con su película La Pasión de Cristo. En efecto, con ambas he tenido la misma experiencia de transformación, de renovación de la mentalidad, de sincero arrepentimiento. El Cristo recreado por ambos cineastas ha resonado con el Cristo interior, con el Jesús que ha ido creciendo y dibujándose en el alma, en la misma imaginación que ayuda a la vivencia de fe, en el transcurso de 15 años en la práctica cristiana, especialmente a través del ejercicio continuo y reposado de la Lectio Divina. Es difícil expresar, de hecho, tales vivencias, intuiciones y sentimientos que provoca el Señor en la persona que busca seguirlo. Cada experiencia con Jesucristo, sin dudas, es totalmente personal y única, irrepetible e inédita. Sin embargo, me apresuro a conjeturar que a muchos cristianos en el mundo entero las figuras de estos Cristos que han sido interpretados fielmente por dos bendecidos actores (el de la Pasión es Jim Caviezel) ha calado hondo en el sentir creyente auténtico. Se nos antoja el Salvador genuinamente cercano gracias a tales presentaciones, llenas de fe, de transparencia, de cordialidad y de suma reverencia por el Hijo de Dios. Y esta cercanía se debe a la fascinación que causa la humanidad del Verbo eterno, esa santísima humanidad que tanto enamoraba y enloquecía a Teresa de Jesús y… ¡a cuantos más! Por eso decía al principio que si hay un motivo de obsesión, una razón legítima para volverse adicto por las dos creaciones susodichas del “séptimo arte”, se debe a este Jesús irresistible y encantador, «el más hermoso de los hombres» como canta el salmista, que tiene el poder de cautivar hasta el individuo más indiferente y la fuerza de rescatar hasta el hombre más desesperado.
Inmediatamente hay que aclarar que tal redención no la produce el arte en sí -los actores, las escenas-, pues no. Quizás esté de más semejante aclaración, pero lo cierto y vigente es que toda redención, la sanación y liberación anheladas, son obras exclusivas de la Gracia de Dios. El que opera incesantemente es el Espíritu Santo, quien labura misteriosamente en el corazón de los hombres: en los corazones rotos de innumerables personas que todavía hoy esperan al Mesías, al único Salvador: Nuestro Señor Jesucristo. En este mundo posmoderno y poscristiano, posmetafísico y posreligioso, las sombras avanzan y el mal se expande descaradamente. Pareciera no tener dique la malicia y la mentira en la sociedad actual. Se presenta, a menudo, demasiado desolador el panorama del siglo XXI: la creciente falta de Fe, el aumento incontrolable de la violencia, el avance arrollador de la pornografía, la dominación de las riquezas y el reinado del éxito laboral con su ascendente estrés y depresión, y un largo y desalentador etcétera… También dentro de las comunidades creyentes pareciera reinar la discordia, haber un retroceso en el camino cristiano, estarse la caridad enfriando de manera vertiginosa. Muy intrincado y complicado se presenta la opción por seguir al Señor. Abundan las opiniones, las contradicciones, los juicios y las murmuraciones. Todo en nuestra decadente generación parecería conspirar para elegir y atender al Maestro, «lo único necesario». Son tantos los dilemas, los problemas, los conflictos, las presiones y las crisis de todo tipo que un servidor está tentado -o puede estar seriamente tentado- de abandonar el Credo. De darle las espalda a Dios. De marcharse de la Iglesia para siempre. Hasta de convertirse en enemigo de Dios y de la Iglesia, un resentido,… ¡un desesperado!
Sin embargo, el Padre no nos abandona jamás. El Creador no se desatiende de sus creaturas, de su creación, aunque muchas veces así parezca ante nuestras minúsculas y duras entendederas. Y por lo tanto, hay signos y señales, símbolos y sacramentos que nos manifiestan su Presencia creadora, restauradora, santificadora. Que nos susurran -o gritan- que el Reino de los Cielos ya está acá, entre nosotros, que el tiempo se ha cumplido: que hay que convertirse nomás, y volver a creer al Evangelio. Siempre están los mensajes del Eterno, para el que quiera verlos, para el que se compromete a escuchar con inteligencia y humildad.
Así, por ejemplo, esta serie dramática basada en la Vida de Jesús, vista por sus elegidos, es un signo elocuente para esta época convulsa. Es un milagro, así lo veo yo. Incluso que esté, por caso, en la plataforma nefasta de Netflix no deja de asombrarme pero ¡cuánto me alegra que pueda difundirse masivamente la Buena Noticia por medio de semejantes instrumentos diseñados para el Mal! Se revela así, una vez más, que Dios hace lo que quiere con los medios que Él dispone. Que es Soberano y Omnipotente. Que nada se le escapa. Que es el Gran Jugador. Y que el Evangelio seguirá proclamándose hasta el fin del mundo y hasta los últimos rincones de la tierra que habitamos. Y que Jesús, Dios y hombre perfecto, sigue siendo el único Mediador entre el Padre y nosotros, entre Cielo y Tierra: Él y su admirable Cruz. No hay otro camino. «No hay otro Nombre dado por el cual ser salvos» (Hch 4,12).
The Chosen seguirá teniendo éxito (pese a los fariseos de turno, al mundo enfurecido y gracias a la gente sencilla) debido a que el protagonista de la misma serie “taquillera” es el Amado y es el Amor: "el Amigo del hombre" -como gustaban llamarlo los Santos Padres-. Todos somos llamados, y llamados por este Amor invencible, y podemos ser elegidos por el Amado para seguirlo y servirlo en el prójimo. Sólo una cosa es necesaria:
–"FOLLOW HIM".
{Continuará…}
P.d.: Después de escribir esta apreciación me enteré que la serie constará de cuatro capítulos más, o sea en total serán siete temporadas, y que el capítulo cuarto ya ha sido estrenado. Les dejo un enlace para ver el adelanto de lo que se viene... Deo gratias!
P.d.2: Para el que no pueda ver la serie en Netflix puede descargarse la aplicación Angel Studios y disfrutarla gratis desde allí con buena calidad. Tanto este dato como la recomendación 'encendida' de ver The Chosen fue gentileza de un sabio monje benedictino, actual secretario del Abad Primado, en Roma. Providencial encuentro, agradecida sugerencia.
Hilario.