viernes, 25 de octubre de 2019

Crónica de una experiencia campera.




Partimos de la ciudad bien temprano. Era un día de semana, por lo que tuvimos que suspender las actividades y los deberes que nos solicitaban en la familia y en el trabajo. “Irresponsabilidad” llamarían a esta decisión los hombres serios de nuestra aldea siempre preocupados de mantener un status social y económico respetable, y aún más, exitoso. Dejar todo tipo de solicitación temporal con cierta displicencia y mudarse al campo, montaña adentro, era una falta grave contra la religión del Nuevo Orden Mundial y contra el venerable Hombre Posmoderno. Pero los que nos marchábamos al campo por dos días entendíamos -o empezábamos a entender- que el hombre es algo más que una máquina de producir y de acaudalar bienes para una existencia cómoda y confortable. No podía reducirse la existencia a procurar un bienestar material para así alcanzar la felicidad. ¡Engañosa trampa, señuelo moderno de raíces protestantes! El homo economicus, modelo de nuestro mundo actual, se ha infiltrado entre las filas católicas y su ponzoña es casi imperceptible. El homo religiosus, en cambio, que yace dormido en el corazón de los fieles y olvidado en las mentes católicas, reclama todavía ocupar el puesto eminente que antaño tuvo indiscutiblemente. Por eso, y por muchas razones más, irse a andar a caballo por días en la montaña mendocina mientras todo el mundo seguía con sus “urgentes” e “impostergables” ocupaciones laborales era un verdadero esputo en la cara a toda la posmodernidad reinante y un grito de reivindicación por el hombre eterno que anida en el pecho de todos los mortales.

Por cierto, vale aclarar que esta acción de escape a la montaña  -más que "escape", "retorno" hacia la tierra bendita- no significa descrédito o desdén a todo deber de estado que en sí es algo bueno, e incluso, es medio de santificación. Nada de eso. Se trata más bien de no caer en la esclavitud del hombre que sólo persigue “llenar sus bolsillos” y llevar una vida segura y lujosa, es decir, una vida aburguesada. No se invita a la huida de los deberes que nos urgen para una subsistencia digna y honrada -piso de un realismo tradicional-, sino a comprender la Realidad toda con ojos cristianos y aprender a priorizar -y antes que eso a escuchar- los reclamos del espíritu que ansía lo infinito, lo absoluto y lo permanente. Hecha esta aclaración, vuelvo al inicio del relato para no alargar más esta crónica sentida y oportuna, que procurará ser breve para no cansar al benévolo lector.

Habiendo dispuesto todo lo necesario para la cabalgata -polainas y pilcha gaucha, pipas y tabacos, vinos y petaca con whisky, vaso y cuchillo, bolsa de dormir y demás bártulos-, me recoge el Palanca en su coche junto al Pelado. De casa nos dirigimos en busca del Negro que nos levantaría en su chata para finalmente buscar al jefe de la travesía, el Gordo, que nos aguardaba ansioso en Chacras de Coria donde estaba su hogar. Una vez los 5 acomodados en nuestros asientos, arrancamos derecho a Potrerillos entre mates y charlas amicales. Llegamos a media mañana y nos dispusimos a acomodar todo para partir campo adentro con los caballos. Si eran 5 los jinetes, 5 eran los nobles y hermosos caballos, el cual se destacaba especialmente el soberbio corcel del Gordo -y el mío también tenía su atractivo por su pequeña estatura y su pelaje tordillo-. Apenas llegamos a la estancia en la montaña, arriba Don Carlos, el último para sumarse al grupo de caballeros cuyanos. Ya éramos 6 y ya terminábamos de dejar todo listo para iniciar el paseo: caballos bien ensillados (en orden: pelero, mandil, carona, casco, encimera y cincha 1ra, pellón, sobrepuesto, pegual y cincha 2da) y equipados con alforjas rebosantes de carnes, brebajes y otros utensilios.

Eran alrededor de las 11 de la mañana cuando emprendimos la cabalgata. Cruzamos el arroyo del Salto y entonamos al unísono el comienzo de un canto adecuado que nos acompañaría durante toda la expedición: Ya me voy para los caaampooos, y adioooos… Sí, “La Tupungatina”. El mundo y sus afanes quedaban atrás; mientras que la magia del campo montañés comenzaba a operar en los corazones andariegos. Y andando, nos íbamos pasando las caramañolas del ejército forradas artesanalmente con cuero que contenían vinos tintos, frescos y ricos. Mientras corría el vino, entonábamos a capela tonadas emocionantes y algún que otro gato y/o cueca, siempre cuyanos. A estos cantos los ahumábamos con algunos cigarros y pipas encendidas que hacían el viaje más placentero. Era el Gordo algunas veces, y otras, Don Carlos, quienes nos aleccionaban sobre cuestiones camperas, ecuestres y afines. También nos indicaban el nombre de los lugares que recorríamos o veíamos en lontananza. Así divisamos “La Casa de Piedra” (una enorme piedra ahuecada  por dentro donde se agazapan pumas en inviernos crudos), luego de sortear temibles rosas mosquetas que arañaban con sus espinas a los mancarrones. Luego almorzamos en “El Corral” (la gente del campo es esencial para nombrar las cosas) que se encontraba en la “Quebrada de la Manga”, resguardada por la montaña del “Rincón Colorado” desde donde nacía la famosa “Cascada del Salto”. El almuerzo fue sabroso y copioso. Sin embargo, tuvimos que seguir el ascenso hasta llegar a la “Pampa de la Pulcura” donde vimos una tropilla de guanacos por primera vez y desde donde se veía a lo lejos el imponente “Cerro Bayo” en cuyo “Rincón Bayo” se hallaba entronizada en una ermita Nuestra Señora de las Nieves, Patrona del agua y de las actividades de montaña. Hacia allí nos dirigíamos, claro, porque el motivo último de la travesía era irle a rogar a la Virgencita de que intercediera ante su Hijo para que el cielo se abriera y derramara sus bendiciones. Llegamos allí casi a la hora del crepúsculo, rezando un Rosario con devoción campera. Entonamos un Salve Regina sentido y allí le expresamos infantemente a Ella, Nuestra Madre, todas nuestras peticiones. Después, el silencio contemplativo desde una ubicación única con una panorámica sobrecogedora. Y se hizo el momento de acción de gracias.

No obstante, el silencio y el agradecimiento se vieron interrumpidos por un animal vislumbrado en la cima del Cerro Bayo. Algunos dijeron que se trataba de un puma; otros no vieron nada por eso no opinaron. Sin embargo, volvió a aparecer el bicho movedizo correteando una liebre, y esta vez yo fui el aquel que dije: “¡Vean el puma, cómo persigue a la liebre!”, pero el resto confesó que ese no era el puma que habían visto hacía unos instantes, sino el perro que nos acompañaba (cuyo nombre no logro recordar). Como sea, todos quedamos contentos de haber visto un "león" (así le llaman al puma la gente del campo), y el que diga lo contrario será achurado. Después de este episodio simpático y excitante, subimos la montaña para rodearla. Ocurrió en este trecho que el Pelado columbró unos guanacos a unos 100 metros y decidió dispararles con su arma (legal), saltando del pingo con una agilidad sorprendente para los años que el Pelado se cargaba encima. Y fue así que dio 3 tiros sin poder acertarle a las bestias que descendían de la falda de la montaña a gran velocidad. Otro emocionante episodio para recordar. Después llegamos al primer gran mirador  en el mismo Cerro Bayo desde el cual se podía contemplar con júbilo el Dique Potrerillos en toda su grandeza y belleza. También pudimos ver la Ruta 7 y la mítica “Pampa de los Hoyos”. Pero tocó descender hasta el lugar donde pernoctaríamos: en el “Agua de la Pampa de la Pulcura”, donde brotaba un manantial mágico. Allí nos detuvimos y desensillamos los fletes, atándolos en arbustos de acerilla (planta que abunda en aquellos altos parajes). Estábamos cansados pero el espíritu se mantenía en alto, jovial, alegre. Así concluía la primera etapa de la cabalgata y comenzaba el intervalo eutrapélico-cuyano. Pero antes de seguir con la crónica, comparto un acontecimiento de aquella dichosa jornada con su posterior reflexión.   

No solo de cantos estaba sazonada la cabalgata, también había carcajadas sonoras por chistes oportunos e ingeniosos, y conversaciones interesantes sobre distintos temas, pero puntualmente sobre todo lo que tuviera que ver con lo que estábamos haciendo. Así fue que, cabalgando, yo le preguntaba al Gordo: “¿Qué es lo que más te gusta de esto?”. “¡Todo!”, me respondió con su voz lenta y grave. “¿Qué es todo?”, insistí yo, ávido de aprender. “Todo es… -y luego de unos segundos de silencio me dio su respuesta desde la experiencia amante- es celebrar la amistad de otro modo, disfrutar de las charlas cuando hay que charlar con serenidad pero antes que eso disfrutando más de los silencios, contemplar la naturaleza y dejarse invadir por toda su belleza transformadora, cantar tonadas ´con el alma y con el corazón´, desconectarse de todos los problemas de la ciudad, conocer al caballo y todo lo que tenga que ver con montar uno por mucho tiempo, curtirse por la cuota de sacrificio que hay en cabalgatas largas como éstas, disfrutar al fin de la jornada la noche con un gran fogón y mucha comida y bebida, mirando las estrellas radiantes o la luna brillante hasta quedarse dormido en la intemperie, amanecer con el sol en la frente y volver a casa con el corazón cargado de alegría, de paz y de nostalgia…”

Luego de esta respuesta sencilla y a la vez profunda del Gordo volvió a reinar el silencio compañero. Y yo cavilaba a mis adentros lo que me decía y lo confrontaba con lo que estaba viviendo, y me sentía afortunado y bienaventurado por vivir todo aquello. ¡Cuántos jóvenes (millennials) son los que se pierden de vivir experiencias así…así de intensas y decisivas! Uno queda marcado con cosas de este tipo si se las vive con el corazón abierto, como si el alma fuera una esponja que succiona todas las impresiones. El poder terapéutico que tiene el campo con todos sus encantos es inimaginable. Uno deja la ciudad repleto de heridas que sin piedad el mundo posmoderno y anticristiano inflige, y el campo, cual hospital fundado por el Divino Médico, va curando y engasando todas las llagas del espíritu humano. La naturaleza, la realidad, la cosa, no solamente va sanando, sino que va produciendo en el fondo del alma un gozo indescriptible. Se trata de un ocio en estado puro. Descanso y solaz, reposo y fiesta en apretada juntura. Inunda el júbilo todas las fibras del ser y uno se extasía ante la Creación. Hasta el más minúsculo detalle asombra y no pasa desapercibido. Todavía más, es el mismo contexto -el ethos campero- el que te aguza la mirada interior y afina los cinco sentidos. Entonces uno advierte los variopintos colores de las piedras, el degradé que luce en las yerbas monteses, las formas llamativas de las rocas, las coloraciones de los minerales que tiñen los cerros, los sonidos de los pájaros con sus pintorescos plumajes, el canto y el baile de las vertientes y los arroyos, los mil aromas que libera la montaña libérrimamente, las figuras de las nubes pasajeras, el cielo y sus movimientos, los cambios de toda la natura,… En fin, el asombro se renueva a cada paso dado y uno va dejándose habitar por todo eso que observa, que aspira, que oye, que palpa, que paladea. Y a la par de esta experiencia, las meditaciones que afloran sin uno buscarlas, como también las oraciones que brotan naturalmente, como si todas las circunstancias invitaran a la plegaria. “La naturaleza es católica” me dijo un primo mío tiempo ha. ¿Puede haber, entonces, un remedio más eficaz y un manjar más sabroso para el alma que este que describo?

Bien. Como este acontecimiento luminoso, muchos más sucedieron en toda la cabalgata, pero no hay tiempo de relatarlos uno a uno. Así las cosas, seguimos con la crónica…

Querido lector gallardo y farrero, ¿acaso alguna vez ha presenciado una farra sin guitarra? Probablemente no. Pues bien, este servidor sí que tuvo esa ocasión. Presencié una auténtica farra con violas ausentes pero con cantos cuyanos nacidos del alma que obligaban al pago de los cogollos y a respetar las canciones como se debe. Todo esto se dio en el marco de un asado triunfal hecho por el Palanca, con chinchulines espectaculares que él mismo había llevado cuidadosamente. El fuego y la luna iluminaban a los cantores que sin cesar traían temas nuevos desde el fondo de sus corazones. También hubo discusiones enérgicas y chacotas incisivas en la noche. Hasta que por fin llegó la hora del descanso merecido. Yo, inexperto en todo esto, sufrí la crudeza del frío por andar desguarnecido. Pero dormí feliz, con el choco junto a mí.

Al otro día, con el sol en la jeta, nos amanecimos. El desayuno fue frugal pero rico. Levantamos campamento lentamente, ensillamos los caballos y, de paso, practicamos un poco el tiro al blanco. Nos quedaba todavía una segunda etapa repleta de maravillas. Subimos desde donde estábamos hasta el “Rincón de los Novillos Muertos”, y desde ahí, hasta el “Rincón de los Leones” donde se hallaba el segundo mirador con otra vista fascinante. Bajamos hasta el “Agua de los Juanchos” donde nos paramos para almorzar como Dios manda. Luego proseguimos el viaje a través de la conocida Quebrada de la Manga donde nuevamente nos topamos con 2 guanacos que fueron perseguidos furiosamente por el Gordo y el Pelado. ¡Ay, que casi los pillan! Tuvimos que regresar a la granja sin un guanaco a cuestas (pero habrá una revancha…) Y repetimos el camino de ida a la inversa con sus mismos -y siempre distintos- paisajes. Llegamos al Salto, pasamos por la cervecería "Jerome" que estaba cerrada para rigor de nuestra sed, cruzamos el arroyo con la Iglesia de los Redentoristas a un costado, y finalmente retornamos al punto de partida: la granja de Don Carlos. Allí dejamos a los ya familiares caballos y los despedimos con ternura criolla.

Antes de la vuelta a Mordor, bebimos unas buenas pintas de cerveza brindando por todo el magnífico periplo que vivimos entre amigos y entre cuyanos.




-FIN DE LA CRÓNICA-

El Jinete Bisoño.


PS: Dos días después de la invocación a la Virgen de las Nieves nevaba abundantemente en la Cordillera mendocina. ¡LAUS DEO ET VIRGINI MATRI!

2 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Ciertamente, estimado Anónimo Normando. Paz y consuelo también es saberlo presente en esta nave de jóvenes gallardos. Gracias, y un fuerte abrazo desde Cuyo.

      Hilario

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