2. La agradable compañía
Ahí estaba, tirado en la cama sin poder dormir. Siempre caía
en profundo sueño cuando se trataba de la siesta. Pero no hoy. Hoy no podía
pegar ojo. Seguía cavilando sobre la noche anterior. Se levantó, entonces, y se
encaminó, dando un rodeo, hacia la tranquera.
Ahí se sentó, todavía estaban mate y termo tirados. La vista
era ciertamente agradable. El sol se filtraba entre los brazos del sauce
haciendo de su interior un lugar mágico. El olor a pasto seco que la tierra
desprendía a la hora sexta era de las cosas que más placía a Don Pelayo. Sólo
acontecía en las tardes de verano. Sentía la calidez del suelo en la planta de
sus pies. Las chicharras discutían acaloradamente entre sí. Céfiro, por su
parte, tomaba agüita del arroyo a escasos metros de Don Pelayo, inmediatamente
fuera del cobijo del buen sauce.
Terminó de armar el cigarro y lo prendió. La primera pitada
era la mejor. Retuvo el humo en su interior, cerrando los ojos, disfrutando del
ambiente. Lentamente lo soltaba y veía las extrañas formas que adoptaba en el
aire.
‒¿Fumando? Te vas a destrozar los pulmones –dijo su caballo
Céfiro.
‒¡Increíble! ¡Lo sabía! ¡Es que lo sabía! –gritó Pelayo‒. Ni
dos pitadas pude dar y ya estás otra vez con lo mismo. Ya sé que no te gusta, pero no hace falta que cada vez
que prenda un cigarro me arruines el momento. Ya hablamos de esto, ¡basta de
molestarme cuando fumo!
‒¡Eeeh! ¿Estamos alterados hoy? Está bien, ya no te digo más
nada ‒relinchó medio molesto Céfiro.
‒No, es que ya cansa. Siempre lo mismo, día tras día,
cigarro tras cigarro. Déjame morir como quiera, che, poco a poco o de una vez.
Este mundo se va al carajo, y hacerme el harakiri sería muy violento, además
que sería pecado. Si voy haciéndolo así, pasa desapercibido ‒comentaba entre
risas mientras tosía por haberse atragantado‒. Lo único que me queda es
redactar la carta de despedida y ya estaría todo listo.
‒Sigue haciendo chistes con eso todo lo que quieras, pero
sabes que tengo razón.
‒Bueno, déjame disfrutar, quedémonos en silencio un rato.
El castor había tejido un laborioso embalse en el arroyito;
y el arroyito, al llegar al embalse, se ralentizaba para contemplar
detenidamente la obra del castor. Era en ese pequeño remanso de quietud líquida
que, sentada en la orilla, los observaba Krathis con rubor, la náyade que le
daba nombre al arroyo. Rara vez se dejaba ver, pero esa mañana había escuchado
las cavilaciones de Pelayo y venía en su ayuda.
‒¡Pssst! Está Krathis ‒le susurró Céfiro a su amigo mientas
le tocaba con el hocico el hombro.
Inconscientemente tiró Pelayo el cigarro al piso y se giró
nervioso buscando con la vista a su preciada náyade. Y allí se alzaba, delicadamente
formidable, magníficamente discreta la dueña de las aguas dulces. Un largo,
blanco y fino peplo cubría su femenino cuerpo, y una cerúlea cinta abrazaba su
fina cintura. Una frágil flor de cristal recogía su pelo por la derecha, y por
la izquierda caía libre y dorado en pequeña cascada. El azul intenso y profundo
de sus ojos era lo que ruborizaba a Pelayo, no podía sostenerle la inocente y virgen
mirada. El vigoroso personaje nuestro se sentía vulnerable ante la grácil presencia
de Krathis que yacía sentada al otro lado de la orilla.
Se asomó Pelayo entre las ramas de su amigo el sauce
observando detenidamente, queriendo memorizar cada detalle, cada suspiro, cada
movimiento de aquella ninfa.
‒Acércate, no tengas miedo…‒murmuró Krathis.
‒Perdón…‒atinó a decir Pelayo mientras se acercaba a la
orilla.
«¿¡Perdón!?» se decía a sí mismo, «Seré torpe…».
‒Quiero decir que es un gusto verla, que me gusta estar con
usted. No que me guste usted… Bueno, no quiero decir tampoco que no me guste, porque claro
está que es usted sublime y hoy está exquisita… Como el resto de días, claro,
nunca está usted fea sino todo lo contrario. Lo que quiero decir es que…
‒Pelayo, siéntate en la orilla, quisiera hablar contigo.
‒Sí, señora.
Se arremangó hasta media canilla los pantalones para
introducir los pies en el agua y se sentó. Céfiro se recostó a la derecha de su
amigo, aunque un poco más atrás. Al equino también le fascinaba aquella
elegante ninfa de dulces aguas. Ambos dos estaban embelesados y esperaban que
las palabras saliesen de aquellos rosados labios para poder escuchar y retener
el dulce timbre de su voz.