1. El despertar del letargo
El sol ya quemaba la cara de Don Pelayo, era ya pasado el
mediodía. Ya tocaba levantarse, aunque desde luego podía dormir cuatro horas más
y hasta un día si no sintiese remordimientos por hacerlo. Así que se levantó. Y
fue tan terrible el dolor de cabeza que tenía, que casi perdió el equilibrio.
Pero se mantuvo.
Se vistió como pudo y fue a lavarse la cara con agua bien
fría. Tardó sus tres minutos en enjuagarse la faz, apoyado en el lavabo,
dejando correr el agua de la canilla, casi sin capacidad de reaccionar. Se secó
a duras penas porque sus brazos vagamente le respondían. Fue a desayunar algo,
pero lo cierto es que no podía ni tomar agua. Tenía el gaznate como comprimido,
a duras penas podía tragar, y mucho menos agua. Un ardor muy fuerte le revolvía
el estómago, así que tomo un poco de leche tibia para intentar poner solución a
aquello. Seguía mareado, y los sentidos estaban como embotados, como disminuidos
en su capacidad. Se sentía un auténtico torpe. Pasó su santa madre por allí
diciendo con tono pícaro:
-¿Qué tal anoche, Pelayo…?
«¿¡Qué tal anoche!?» pensó. No alcanzaba a recordar mucho y,
tal y como estaba, tampoco quería esforzase.
Al fin se armó de valor para poner agua a calentar en la
tetera y preparar un mate. Caminando despacito, termo bajo el ala y mate en
mano, salió de la casa para pasear por la estancia. Fue a dar en la tranquera, su
lugar favorito para pensar. Así estaba: sentado a la sombra del triste sauce,
con el murmullo lejano del arroyito que por su finca pasaba. Se veía reflejado
en la melancolía de su amigo el sauce. Sentía como que el árbol entendía sus
penares, y él los suyos. Además, pastaba a unos metros su corralero Céfiro, ese
caballo fiel, color gris tenue con crines bien renegridas. Tenía confianza con
él, y a veces le develaba sus más hondos pensamientos.
Estaba inquieto por reconstruir la completa noche que había
pasado con sus amigos. Quería recordar. Dispúsose, entonces, Don Pelayo a cebar
un mate y, clamando en alta voz, dijo:
-¡Oh, Musa de las Musas, yo te invoco! Eres la Musa de los
desvelos, auxilio del que estudia, concordia de los amigos. Tú que habitas
entre las yerbas del campo, que te escondes del Olimpo para vivir tranquila,
entre tranquilos hombres, con tranquilas aspiraciones; tú que arrojas lucidez
sobre el entendimiento del que te invoca, permíteme recordar lo que aconteció
anoche, ¡oh Musa Matígona!
Y en el acto le pegó un sorbido profundo al mate que tenía
cebado. Y la Musa empezó a alumbrar.
Se habían juntado los compadres la tarde anterior a jugar al
truco, habían comprado carne en abundancia por si caía algún invitado sorpresa.
Ya era la tercera vez en esa semana que se reunían sin más objeto que festejar.
¿Festejar qué? Diría que la amistad. Y también era la tercera semana que se
reunían tres veces, y el tercer mes que se reunían tres semanas. Y esto, desde
hacía tres años.
El vino no faltó. Diría que sobró, pero no lo sé a ciencia
cierta, creo que lo terminaron todo. Hubo comilona, guitarreada, recitados y
peleas, lo de siempre. Esta vez se habían propuesto llegar a tocar cien cuecas
para probar su memoria y conocimiento de la música tradicional argentina. Lo
pasaron francamente bien. Bebieron, chuparon y se mamaron hasta que salió el
sol, momento en que usualmente tenían pactado disolver el festejo, así podían
decir (sin mentir) a los preguntones indiscretos que habían terminado temprano
la farra. No fallaba. Siempre el mismo proceder. Y estaban contentos de poderse
mirar a los ojos y decirse que habían combatido hombro con hombro en mil
farras. ¡Pero la frase es en batallas, no en farras! No importa.
Estaba satisfecho, había logrado reconstruir la práctica
totalidad de la noche anterior, con la ayuda, claro está, de la Musa Matígona.
Pero esta Musa es conocida por no dar puntada sin hilo, por eso a algunos les
resulta amarga. Ésos intentan edulcorarla para quedarse con la puntada y desechar
el hilo.
Don Pelayo la aceptaba tal cual era, así que después de
iluminarle la memoria, le iluminó el juicio, aunque esto no fue tan satisfactorio. De repente, una sombra cubrió su frente, y un pesar su corazón. Sentía la mirada grave del
buen Céfiro, y la rigidez plomiza de las ramas de su amigo el sauce. Hasta el
arroyo dejó de murmurar. ¿Qué le inquietaba de la noche anterior? ¡Si todo
había estado bien! Las conversaciones, sanas; los amigos, fieles; la música,
tradicional. ¿Qué le remordía? La brisa incluso dejó de soplar, como esperando
a que Don Pelayo se diera cuenta de una vez para poder ella seguir su trayecto.
-¡Me voy a comer! –gritó enojado sin poder soportar la
tensión del ambiente.
-Ya después nos vemos –murmuró tirando el termo y mate al
pasto mientras corría buscando refugio en su casa.
--------------------------------
E.N.
No hay comentarios:
Publicar un comentario