DIA VI
Por Don Virula de los Gamos.
Una inquietud se agita en la fría noche costera. La bruma hace visible un misterio que crece poco a poco dentro mío. Por unas horas decidí apartarme del ruido que me proporciona la gente y la ciudad. Tras buscar un refugio, fui a parar a una escollera solitaria, y allí permanecí un largo rato. El infinito mar me causaba una pena que ya había experimentado cuando era un niño: era otra vez el saberse pequeño e incapaz de abarcar lo infinito, lo inaccesible... la nostalgia sangrante que provoca lo bello. Sabía muy bien que de allí no volvería alegre y que irremediablemente pasaría largas horas taciturno. Pero no había escapatoria, el llamado era evidente, y nuevamente tenía que hacerme cargo de mi condición, de mis miserias, de haber desoído tantas veces su llamado. Y cuando miraba el horizonte en lontananza, la distracción constante cantó su retirada.
Pronto todo volvió a la pureza virginal de las cosas... Y allí estaba: la Belleza hiriente y sublime. ¡Oh Jesús mío, tu Nombre lo invade todo! ¡Hasta cuándo habré de resistir a lo irresistible! ¡Hasta cuándo evitaré la aguda lanza que traspasa el corazón! Es muy fuerte para mí, necesito que tú me arrebates como a Jonás y me sumerjas a la muerte de este mundo, para nacer a tu Espíritu...
Pero sin aviso tu Nombre vuelve a huir, vaya saber hasta cuando, dejando a este pobre pecador sumergido en la impotencia de su ser, dejando el dulce sabor de la tristeza, el de saberme lejos del Amado, lejos del hogar eterno. Sin embargo, este es el camino del cristiano, el inevitable calvario para la resurrección, y, a pesar de los pesares, el camino aún es largo.
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