"Para los amigos de este
mundo no hay nada más trabajoso que no trabajar."
San Agustín
"Aquí nos acucia un descanso
muy ocupado y nos inmovilizamos en una tranquila actividad."
San Bruno
Y llegaron las vacaciones... ¡Por fin!
¿Pero de qué (o de quién)? Del trabajo y de los deberes habituales. Eso está
muy bien y así tiene que ser. ¿Pero hay más? Es decir, hay un descanso
necesario y merecido por la labor bien hecha durante un año corriente, pero
este concepto lo maneja también la gente del mundo. Mas, como suele ocurrir y
también es bueno que así suceda, para el cristiano hay un significado más hondo
de lo que son las vacaciones, o sencillamente otro significado. Veamos…
Antiguamente para los judíos el
famoso “Sabbat” significaba un descanso para vacar de todo trabajo y también, para vacar en Dios, para Dios. Que mundanos y cristianos entendamos y
compartamos el primer sentido de la rica palabra “vacar”, resulta evidente. Sin
embargo, hilando más fino, no es fácilmente comprobable que el cristiano actual
se destaque por vivir este segundo sentido del término “vacar”, tan caro para
los judíos de antaño -y para cristianos que vivían en una sociedad donde
reinaba Cristo.
Es un hecho, entre
cristianos que quieren progresar en la vida espiritual, que haya cierta
inquietud cuando se está acabando el año y se estén acercando las vacaciones.
Esta inquietud consiste en “dejarse estar” en lo que respecta a la
religión. Esto es porque, sobre todo los
jóvenes, saben muy bien que las vacaciones son un tiempo especial para el
placer -sin coto, a veces. Sí, para darse el lujo de ciertas licencias que en el trajín
de las obligaciones cotidianas hay más dificultad de que se den. Ciertamente el
trabajo o el deber, cualquiera que sea, exigen orden y disciplina que ayudan y
sirven para cumplir los deberes religiosos. Cuando esta estructura o esta
dinámica de la jornada laboral no existe, o existe pero en menor grado de intensidad
y de extensión, comienza a agrandarse el “hombre viejo” y a achicarse el
“hombre nuevo”, el interior. Si esto ocurre -¡y ocurre, lamentablemente!-, cabe
una posibilidad alarmante digna de atender. Y es la siguiente:
Las vacaciones son una piedra de
toque, indudablemente, para examinar nuestra relación con Dios, especialmente
con Jesús. Si entra en crisis fácil y rápidamente el cumplimiento de mis
deberes para con Él y su Iglesia, evidentemente hay algo que no funciona bien.
¡Atención! No se trata de que se vaya a aflojar en el cultivo y cuidado de la
virtud solamente. Puede que esto pase, pero no es lo más importante aunque
tenga su gravedad. Lo realmente peligroso es que uno, terriblemente, se olvide
de Dios. Esto no suele ser fácil de captar, de percibir. Existe como una cierta
atmósfera soporífera que lleva a la inercia y a la desidia. Es sutil el aire
vacacional -el veraniego, claro está. El verano tiene otras connotaciones,
además de ser el tiempo privilegiado para vacacionar, que son el calor
apabullante que debilita subrepticiamente las fuerzas del espíritu. No suele
ser un aliado esta estación para la vida de oración y para la liturgia. El
estío atenta contra el orante.
Acaso este fenómeno del descuido -u
olvido- de la cosas divinas se deba a que inconscientemente se considere estas
cosas como un deber más a realizar en el tráfago de los quehaceres diarios. O sea
-a modo de ejemplo-, tengo que atender los asuntos de mi empresa o de la
facultad, tengo que hacer fútbol o tenis, tengo que estar un rato en casa,
tengo que salir con mis colegas o amigos, tengo que acompañar a mi mujer o a mi
novia, tengo que leer algo informativo, tengo que respirar un poco, tengo que
recrearme en algún hobby… y, además, tengo que rezar o ir a misa. Sí, soy
oficinista o estudiante, soy hijo, hermano, novio o esposo, soy futbolista, soy
paseador, soy civil, y… -¡ah, casi lo olvidaba! soy cristiano también. Por supuesto
que todo esto descrito así parece espantar por su crudeza y ni bien se lee esta
descripción se toma distancia como si esta realidad estuviera lejos, muy lejos,
de lo que yo soy y vivo y hago.
No obstante, ¡pasa! No me doy
cuenta, claro. No me expreso así y no creo ser… eso, ese tipo de creyente. Pero la verdad, dura y pura, es que en
la práctica pasa. Y pasa con frecuencia, en muchas vacaciones. Es difícil, por
nuestra común mediocridad -al menos, me refiero a la mía- mantenerse alerta,
atento, despierto a todas las exigencias de la vida cristiana durante las
vacaciones. Al revés de ser un tiempo de enfriamiento en mi relación con el
Señor, debería ser el tiempo ideal, propicio para avanzar en dicha relación,
para concentrarme aún más en su Palabra, en su Sacrificio, en su Virtud y en su
Amor. Para permanecer, en suma, junto a Él, sin ninguna -o muy pocas-
solicitación que me distraiga en dicho ejercicio o intervenga en este cristiano
vacar; en este preciosísimo y olvidado vacare Deo. Teniendo esto presente,
meditándolo, procurando vivirlo mientras el fugaz -y por momentos,
interminable- tiempo de las vacaciones va pasando es clave para mantenerse con
la guardia alta y vivir profunda y provechosamente las vacaciones. Solo así le
damos un sentido -o mejor dicho, le devolvemos su sentido- a las vacaciones.
Me parece que no hay medias tintas
en este planteo, en este tiempo de vacar. O se viven unas vacaciones
cristianas, o se disfrutan de unas vacaciones paganas. O se vale de gran parte
del verano para crecer en oración y en virtudes, o… se retroceden varios
casilleros. Si acontece, por gracia del Altísimo, lo primero: hay esperanza para un
año de mayor amor a Dios y de mayor compromiso apostólico. Pero si se da la
segunda opción -¡Dios no lo permita!-, es poco prometedor según la Fe el año ya
iniciado.
¡Que se escandalicen los hombres serios del siglo porque
dicen que vivo de vacaciones!
¡Yo más me preocuparé y sufriré por la infidelidad a este
enjundioso y necesarísimo vacar para y en Dios, Nuestro Señor!
María de Betania, ruega por nosotros en estas vacaciones.
Amén.
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