«Y subió a la montaña, y llamó a los que Él quiso, y acudieron a Él.»
Mc 3, 13
Montaña, escenario de llamadas superiores.
Montaña, ámbito de recurrentes epifanías.
Montaña, marco ideal de fundaciones.
Montaña...
Ethos preferido del Maestro.
Instancia de escucha y decisión.
Desafío supremo; seguimiento absoluto.
Hay que subir, elevarse y escalar: son las primeras condiciones del Rabí Montañés.
Abandonar los bajíos existenciales y ponerse en movimiento a lo trascendente. Atacar las cumbres que van apareciendo en los caminos de la vida. Aclimitarse durante días, a veces temporadas, en lugares altos y desolados. Avizorar las zonas de muerte. Aceptar los límites, y al mismo tiempo, probarlos. Probarse. Resistir con alma y cuerpo el ascenso fatigoso, arduo, aun terrible. Hay Alguien que espera en la cima, que llama desde Arriba: consuelo y confianza de todo montañero. Él optó por ese lugar de encuentro, de comunión profunda y decisiva. Por algo será... ¡Amemos la montaña, pues!
Hay Vida en espacios donde nada crece.
Hay Vida en la muerte..., "Sociedad en la nieve".
Hoy casi nadie cree en los milagros. Porque dejan de rastrear y buscar, porque no la ven, ni siquiera con la última tecnología. La Posmodernidad ya ni vibra ante el heroísmo -sólo lo consume detrás de una pantalla, para luego digerirlo y olvidar. No hay voluntad de rescatar a los que viven, a los que a pesar de todo cargan con su existencia, a los que sobreviven en un mundo totalmente adverso y hostil, en un extraño sitio rodeado de peligros y demonios.
Es difícil perseverar en los aviones caídos. El hombre ha sido diseñado para volar y viajar por los cielos, cruzando fronteras, desafiando al tiempo y al espacio. Pero ¡qué desastre si cae de la altura a la que está llamado! ¡Qué desgracia si se estrella contra rocas desconocidas! Y, sin embargo, tales accidentes parecen ser más frecuentes en esta época. La consigna es no desesperar, ¡no desanimarse! A veces son necesarios ciertos aterrizajes violentos, estrepitosos. Humillantes. Aunque nuestras existencias estén rotas, abiertas a la intemperie, sin comida y sin cobijo, todavía es posible el milagro. Es posible también seguir confiando en el poder y la gloria del espíritu humano. El alma es todopoderosa cuando quiere. La comunidad de corazones puede lo imposible si se lo propone. Es cuestión de fe, de entrega incondicional, de servicio recíproco. De lúcida cooperación y de fino discernimiento. De cor-aje. Se juega la vida y la muerte en el corazón del Ande. Por eso "no hay amor más grande que dar la vida por los amigos".
El Amor mayor, no obstante, es el que atrae a tales elevaciones... Él da, pero también exige. Sabe lo que podemos, hasta dónde podemos. No pedirá de más, pero pedirá todo. Todo el ser ha de elevarse allí donde Él se encuentre. Subir y bajar, ascender y descender, bordear moles de piedra y adentrarse en la espesura: puesto que toda cordillera, cada altura, tiene sus variadas formas y curiosos perfiles, sus trampas y sus grandes dificultades, sus grietas mortales y sus rincones oscuros, sus abismos abruptos y sus múltiples extremosidades. De ahí que se prueben tantas cosas en la montaña del Señor. Muchas habilidades se han de activar y cultivar en el ascenso, aprendiendo a cada paso, aprendiendo de los errores, corrigiendo multitud de cuestiones, y las coordenadas... Detectando los fantasmas que habitan en las montañas: alucinaciones, "males de altura", imprudencias fatales, ambiciones desmedidas... Agonía y éxtasis de una aventura extraordinaria. Llevo de crampones la oración y la belleza; y de piqueta, la santa confianza.
Dios quiere que subamos, sí, pero la meta siempre es Él. No la cima, no muchas veces. No la cima que creíamos. No los objetivos y las metas que pensábamos. Podemos llegar a olvidarnos de porqué subimos, a qué subimos, hacia Quién nos dirigimos. Subimos a la montaña no para estar en la montaña tampoco sino para hallarlo a Él y permanecer con Él. Y Jesús está ya en el camino, él es el Camino del ascenso, de todos los circuitos existentes, de rutas posibles... e imposibles. Él es nuestra Montaña. Es bueno, es sabio, ir descubriendo Sus huellas en cada mojón del sendero, en cada confortable campamento, en cada valle árido como en cada veguita, en cada afilado peñón, e incluso en los glaciares y seracs más temibles. Es hermoso el hecho mismo de caminar, ir caminando, tomando consciencia de su Presencia en la montaña (tal vez con ocho pisos y oficinas dentro), de cómo nos llama y quiere que le sigamos, que acudamos a Él, que le hagamos compañía en los altos limpios.
En la majestuosa naturaleza rocosa se da la inaudita misión, acontece la insólita vocación en terrenos sublimes. Es en la desacostumbrada situación extrema donde abundan los riesgos y en donde la única seguridad sigue siendo Él; su Voz a través de furiosas ráfagas de viento, de tormentas sorpresivas, de continua nevisca insoportable... En semejantes parajes, en apariencia inhumanos, en donde tanto cuesta encontrar las vías de acceso para continuar la marcha, allí, el Señor del Universo revela su Soberanía eterna. Allí se desvela su celeste querer completamente misterioso, insondable, supraracional. Allí, el designio divino se muestra totalmente incomprensible, irrastreable, abrumador...
La Gracia, desde entonces, tiene voz de montes y collados y su ropaje es ropaje de nieves eternas. Un silencio andino susurra el secreto del Gran Rey de las montañas. Y las serranías de la Palestina del siglo primero se me antojan cercanas, tangibles. Me apropio de la escena. En un pequeño versículo: ¡todo el itinerario! Me incorporo en las subidas, con los Doce, con María, también con la Magdalena. Lo busco con el impetuoso Cefas, porque "todos los buscan" a fin de cuentas. Persigo su fuerte olor como sabueso de los cerros. ¡Es mi Presa, más también mi Cazador!
Llamó a los que quiso... y sigue llamando.
Vinieron con Él... y siguen viniendo al encuentro del Amigo de las Montañas.
¿Siguen?
¿Viven?
¡VIVEN!
H.
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