miércoles, 10 de enero de 2024

¿Tus siervos escuchan?

 


1S 3, 1-21 


Todavía hay jóvenes que sirven a ancianos sacerdotes...
¿En verdad quedan Samueles al servicio de Helíes?
¿Dónde están?

En aquellos días la palabra del Señor era rara...
¿Y hoy no es cosa rara la palabra de Dios?
¿Raro que Dios llame?

En aquel tiempo las visiones proféticas no eran frecuentes...
¿Acaso vemos profetas en la actualidad?
¿Se cree aún en el espíritu de profecía...?


Viejo Helí, que sigues cómodo en tu puesto desde hace tanto tiempo, comienzas a perder la vista completamente, ¡estás ofuscado!, no puedes ver con claridad y te cuesta discernir el actuar de los consagrados al Señor. Sufres porque no alcanzas a entender que Dios todavía sigue llamando a sus escogidos de antemano.

Viejo Helí, desdichado de ti, hijos tuyos serán castigados por Yavhé porque hicieron lo que era desagradable a sus ojos, y tú no supiste o no pudiste corregirlos en el tiempo oportuno. ¿Y ahora? Ahora es tarde... Por suerte, algo escuchas, y conservas en ti la dignidad sacerdotal para aceptar, con humildad y grandeza, que tus días terminan y tu misión se acaba en esta tierra. Llegó la hora de Samuel.

Todavía no se ha apagado la lámpara de Dios...
Arde, en el Santuario del corazón, y en el alma de esta Iglesia aparentemente vencida. Dios sigue presente. Las vocaciones apenas brillan pero están, están vivas y ardiendo... La presencia del Señor que llama es tan frágil como ese fuego que apenas llamea sobre el candil, que a un leve soplo se consume, que basta una suave brisa para apagar la llama y toda ilusión, para dejar el sagrado altar oscuro, frío y humeante...

Sin embargo, también aquí se esconde el secreto del inconmensurable poder de una chispa divina que lucha por mantenerse encendida, dionisíaca, siempre ascendente, siempre elusiva. ¡El fuego no se agarra! Quien lo intente, ya sabe qué pasa. Es el Fuego devorador quien aún mantiene encendidas esas llameantes, tímidas y gráciles vocaciones sobre el candelabro de nuestra condición humana, en este tiempo y en este espacio. Es acá. Es ahora...

En este juego de luces y sombras en los amplios salones del Templo de Yavhé radica la extraordinaria belleza de todo llamado religioso. Es el espacio vital, íntimo, inviolable donde ocurre el dinamismo samuelístico que conmueve los cimientos del orbe. Que atraviesa toda la Escritura. Porque el fuego es de Él, porque el Templo es de Él; mejor dicho, Él mismo es el Fuego y es el Templo. 

Es el Espíritu. Espíritu que sigue levantando a los jóvenes con vocación, aunque se duerman, aunque tiemblen y se espanten. Quiere hacerlos renacer, el Pneuma, que extrae energías inagotables de materias inertes, que genera fuerzas descomunales en cuerpos flacos. Que hace del dubitativo discípulo, un ser de escucha y de acogida. Al dormido lo despierta, y lo empuja a correr. Le exige que dance, como lenguas de fuego, como llamaradas pentecostales. Dios hace correr, y corre con nosotros. Tiene prisa. ¡El Amor siempre tiene prisa! Nos hace responder: Él da la capacidad de responder a su Voz que descuaja los cedros del Líbano. El que saca de nosotros las ganas de entregarse sin medida, sin reserva, sin condiciones al Omnipotente.

No obstante, mucho ha de sufrir el elegido. Tres veces fuiste llamado Samuel, y cientos de veces más los que sigan tu ejemplo. Tres veces -¿fueron tres?- te acostaste, te levantaste y corriste para ponerte a disposición del anciano Helí, casi ciego, casi sordo, pero todavía padre(madre) y maestro.

¿Qué habría pensado y sentido Samuel en sus correrías nocturnas por causa de una vocación?
¿Qué no habrán pensado y sentido los llamados por la misma Voz misteriosa a través de los siglos?
¿Qué no piensa y siente hoy un simple consagrado, el buscador de un Dios que aún no conoce, que aún no le habla claro y fuerte?

Pero Samuel era demasiado joven... No había caminado lo suficiente en la vida, no había sufrido lo suficiente el dolor del mundo, no había tenido aún la experiencia de un Dios celoso y aterrador. Tremendo. Inflexible. Invencible.

Samuel no conocía al Señor ni su Palabra había acontecido en su corta existencia.

Por eso debía seguir buscando. Tenía que seguir insistiendo. Una vez, dos veces, tres veces... Alza la voz, muchacho, no tengas miedo. ¡Oh Samuel!, hijo de Ana, la madre orante y confiada a Yavhé, sigue rogando sin cansancio: "Aquí estoy porque me has llamado". Eso es, vuelve a decirlo desde tus entrañas quemadas y tu cuerpo cansado: "Heme aquí, heme aquí, Dios de mi vida y la alegría de mi juventud, heme aquí, no me escondas tu Rostro, que no quede frustrada mi esperanza. Heme aquí, confío en ti. ¡Soy de tu propiedad!". Y no vaciles en tu interior, Samuel, no murmures en tu desierto, gimiendo: "¿En realidad me ha llamado, mi Señor? ¿A mí, siendo tan torpe, débil e inmaduro? ¿A mí, el pecador, un miserable? ¿No habrá habido una equivocación en todo este asunto vocacional? ¿No habrá delirado mi devota madre? ¿No habrá fallado mi docto padre, Helí? Por qué habría de ser todo tan difícil y complicado, me pregunto. ¿Por qué este caos? Si Él me llamó la primera vez, ¿por qué no fue claro de entrada? ¿A qué tantas vueltas? Este ritmo de acostarse, levantarse, correr y responder para volver a dormir otra vez, a veces me irrita, a veces me angustia... ¿Querrá mi Dios probar mi fidelidad o mi docilidad? ¿O simplemente estará jugando conmigo?".

Pero no, no y no. Samuel, hijo de Elcaná, de la montaña de Efraím, no murmures en tu tormento. No te quejes en tus exodos. No abandones tu plegaria.

El Arca de la Alianza todavía se encuentra en el Templo de Dios. El Amor de Dios ha sido derramado en tu corazón: cuídalo. De la Alianza con tu Creador depende tu salvación -y la de muchos. Es dentro del arca interior que se encuentra en el templo interior dónde está todo lo que le da sentido a tu existencia y a tu misión. Y aunque en nuestros días sea rara la palabra del Señor, aunque falten profetas y no hayan visiones proféticas, aunque apenas arda la lámpara de Dios y el Sumo Sacerdote Helí no pueda ver, tú, Samuel, hijo de Ana, hijo de Elcaná, de la montaña de Efraím, mantente fiel en el Templo de Yavhé, custodia tu llama que es santa y guarda tu Alianza con el Adonai. No te alejes del altar espiritual que bien conoces. Si permaces vigilante y atento, seguro que Él se dignará a cumplir el deseo de tu inquieto corazón. Sí, si lo esperas con todo el ser, Él se te revelará; tú lo escucharás y lo contemplarás radiante. Podrás crecer en su Presencia y atesorar sus palabras que son espíritu y vida y la luz de tus ojos.

Tú solo escucha, como siervo que eres.



H.


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